Por Sergio Huidobro

Entre los pocos consensos que suscita una película como “Nuestro tiempo”, está uno central: se trata de la cinta de su director, Carlos Reygadas, más abierta a lo convencional, al relato episódico y a los personajes desarrollados con base en arcos dramáticamente realistas.

Mientras el flujo fragmentario, elíptico e impresionista de “Luz silenciosa” (2007) o “Post tenebras lux” (2012)  exigía ser leído a través del ejercicio intelectual, y solo después, de la empatía emocional, “Nuestro tiempo”, después de un prólogo libre y sensorial protagonizado por niños y adolescentes hormonales en una laguna hidalguense, se encamina hacia un relato que coquetea con el melodrama y el erotismo psicológico durante las casi tres horas que restan.

Juan (Carlos Reygadas) y Esther (Natalia López) viven, con sus nombres bíblicos a cuestas y un evidente desahogo económico, él como poeta y empresario ganadero, ella, como administradora del rancho y –según se entiende– socialité ocasional. Juntos, llevan adelante un matrimonio con varios hijos que, en teoría, admite el poliamor y las relaciones fuera del matrimonio mientras se enmarquen en los límites del placer físico y, sobre todo, mientras sean transparentes.

Digo en teoría, porque una vez la utopía del amor libre, encarna efectivamente en la figura de un criador de caballos norteamericano (Phil Burgers, quien porta el nombre más gringo que este crítico haya escuchado jamás), en la moral del intelectual – terrateniente encarnado por el propio Reygadas se abre una fractura que lentamente, transmuta en un juego de poder entre macho y hembra (la metáfora animal no es gratuita), en donde ella, a través del deseo como moneda de cambio, toma progresivamente las riendas de un juego que, paso a paso, cuestiona los límites de la confianza de ambos.

Pese a este resumen argumental, que lo mismo podría trasladarse a Ingmar Bergman que a Café con aroma de mujer, “Nuestro tiempo” no deja de ser una película de Carlos Reygadas, divisiva e iconoclasta, alérgica a los puntos medios y deseosa de reacciones abrasivas; positivas, negativas, no importa. Desde “Japón” (2002) hasta éste, su quinto largometraje, el mexicano consentido de Cannes, practica una estética que busca muchas cosas, pero nunca el consenso, la admiración inmediata ni las puertas abiertas.

La película, estrenada en el pasado Festival de Venecia apenas unos días después de la coronada “Roma” de Alfonso Cuarón, agrupa algunos de los momentos más altos en la carrera de su realizador (un montaje espectacular, musical, del interior de Bellas Artes; un amanecer entre los árboles capturado con la paciencia de cazador de Tarkovsky; un sobrevuelo de la ciudad de México con la cámara montada sobre un tren de aterrizaje), perdidos en un magma irregular, cambiante y desordenado de casi tres horas que da cuenta, al mismo tiempo, del talento maduro y la megalomanía insufrible de su autor.

Quizá el testimonio más elocuente de lo segundo sea la cuestionable decisión de jugar con la autoficción, la referencialidad y el culto personal al colocarse a sí mismo, a su esposa Natalia y a los hijos ambos en el centro del elenco. La razón del desconcierto no es ética ni estética, sino de sentido común: ninguno de ellos alcanza, actoralmente, la altura dramática del material que, durante casi todo el metraje, parece quemarles las manos sin saber dónde ponerlo a reposar.

Todos tienen momentos, y el Reygadas actor, de rato en rato, sorprende al construir con la intuición un personaje complejo, atribulado, mezcla de patetismo, amor y despecho. Sin embargo, esos descubrimiento rara vez conducen a algo mayor, y se disuelven una y otra vez al no encontrar réplica de su cónyuge, actuada con tibieza y quizá desconcertada ante la turbulencia interna del personaje, que se confunde con la turbulencia de la propia actriz.

Película para convencidos de antemano, “Nuestro tiempo” es sin embargo una de las películas relevantes del panorama hispanoamericano en el año que corre, y aporta materia de discusión suficiente como para considerarla en cualquier lista de pendientes, incluso de los detractores más acérrimos del cineasta, a quienes, a veces, tampoco les falta razón.