Por Sergio Huidobro

“Ya no estoy aquí” (2019) es la segunda ficción larga de Fernando Frías de la Parra después de “Rezeta” (si, con z; 2012). La película se acaba de estrenar en Netflix, precedida por un afortunado paso por festivales de cine,como el de Morelia, donde obtuvo el premio al mejor largometraje mexicano.

Ubicada en el corazón de la cultura kolombia (si, con k) en el extrarradio de Monterrey, así como en su exportación migrante a las calles populosas de Queens, NY, “Ya no estoy aquí” es un coming-of-age, un cuento pandillero, un musical involuntario y una suave historia de amor, enmarcado todo en las estructuras del cine de gángsters e incluso del western.

Su protagonista tiene 17 años y se llama Ulises —el guiño a Homero y a Joyce es palpable, y lo que es más meritorio, no está fuera de lugar—; lo conocemos a la par mientras vive en las laderas marginadas y sobrepobladas de Monterrey y unos meses después, cuando vive como un migrante fantasma, mudo, melancólico y alienado en un cuarto de azotea de Queens.

La conexión más íntima entre ambos mundos es la identidad cultural de Ulises, que emana casi exclusivamente del baile kolombia, una mezcla contagiosa y estimulante de sonidero, vallenato, movimientos tribales, pelvis en llamas y cumbia a paso lento. A quien recuerde los bailes de fertilidad y matrimonio vistos en “Los viajes del viento” (2009) o “Pájaros de verano” (2018) le bastará con esa conexión para entender que lo que vemos es una cultura originaria arraigada y trasplantada con violencia al asfalto desnudo de las favelas.

Desarraigado de cualquier estructura tradicional como la familia, la escuela, la idea de lo “regio” o el nacionalismo, Ulises y los suyos han forjado una identidad sólida e indestructible al interior de su pandilla, los Terkos, una de las cinco bandas que habitan la favela neoleonesa. Un acierto mayor es que los personajes no estén desarrollados en función de sus vínculos con el crimen o la droga (aunque probablemente los tengan) sino como una comunidad basada en la amistad, la lealtad y el respaldo mutuo.

El sendero que recorre la película conduce al momento de su migración y al evento fatal que la ocasionó. Basta decir que cuando descubrimos la razón, el impacto es tan frontal que ocasiona que las dos mitades, con todo su baile y su romance, cuajen de pronto como dos espejos trágicos que se reflejan uno en el otro.

Mientras trazo y ordeno las notas de ideas para estos párrafos, descubro que, salvando las distancias y guardando los respetos debidos, esta estructura en dos tiempos podría pagarle un tributo discreto a “El Padrino II” (1974), con su río que corre hacia el pasado y el presente para explicar una educación sentimental forjada en el crimen.

A Fernando Frías, recién conocido a través de la serie “Los Espookys” para HBO, le ha madurado un sentido de la épica que logra enaltecer a los barrios bajos regios al mostrarlos como un paisaje vibrante y como un emocionante retorno a Ítaca en donde la marginación no es tal: el barrio de “Ya no estoy aquí” es más un hogar, un hábitat y un terruño antes que una zona de peligro observada desde la moral pequeñoburguesa. Al entrar hombro a hombro con los Terkos a su barrio, no nos sentimos observadores de la CNDH: somos uno más de la ganga pandillera. Nos sentimos protegidos. Cobijados. El barrio nos respalda.