Por Pedro Paunero

“Después de todo, no eran más que unos indios”
Llovizna (Sergio Olhovich, 1977)

 

Henry King, hábil artesano de Hollywood, maestro en el uso de la cámara (plano secuencia, travelling, rodaje en exteriores), varias veces puso en la pantalla historias de personajes desarraigados, en exilios auto impuestos, de buscadores, exploradores (incluyendo en el terreno espiritual) y, a través de aquellos devenires narrados en imágenes, dio sus mejores obras: “El cisne negro” (Black Swain, 1942), basada en la novela de Rafael Sabatini y uno de los más memorables filmes sobre piratas, “La canción de Bernadette” (The Song of Bernadette, 1943), sobre la pastorcilla del mismo nombre y las apariciones de la Virgen de Lourdes; el anti western “El pistolero” (The Gunfighter, 1950), acaso su mejor película y dos adaptaciones, con irregulares resultados, de obras de Ernest Heminghway, “Las nieves del Kilimanjaro” (The Snows of Kilimanjaro, 1952) y “Fiesta” (The Sun also Rises, 1957).

Apunta Andrew Sarris, el célebre crítico americano que introdujo la “política de autor” francesa en los Estados Unidos, en su polémico libro “El cine norteamericano” que:

“El lugar de Henry King en los libros de historia, es atribuible casi por completo al feliz accidente de la admiración de Pudovkin por “Tol´able David” con sus grandes golpes de villanía expresiva”.

Luego remata que sus películas:

“Son lo bastante agradable en intensidad pero no tienen la fuerza bastante para compensar o llenar las escenas interminables pedidas por el estudio, que King nunca pudo convertir en nada personal y ni siquiera en nada divertido”.

En el libro citado, Sarris, a la manera de un biólogo, clasifica a los directores en categorías. Ha sido el único que se ha expresado de Stanley Kubrick en los siguientes términos:

“Quizá la tragedia de Kubrick fue que se le aclamó como a un gran director aun antes de haber llegado a ser un artesano competente”. 

A Kubrick lo categoriza entre los directores de “Seriedad forzada”, es decir, entre los “directores talentosos pero desiguales, que tuvieron el pecado mortal de la ostentación. Sus ambiciosos proyectos tienden a inflarse, no a expandirse”. A Henry King en la de “Temas para investigación posterior”, que engloba a “directores cuyo trabajo debe ser evaluado cabalmente, antes de poder hacer una determinación final del cine norteamericano”. Es decir, a Sarris no le quedaba claro todavía si King poseía o no el talento suficiente para situarlo en una categoría mejor. 

“Un capitán de Castilla” (1947), era otra adaptación literaria, esta vez de una novela de Samuel Shellabarger, autor de exitosos Bestsellers históricos (entre estos “El príncipe de los zorros”, llevado al cine también por Henry King en 1949, con Tyrone Power y Orson Welles como Orsini y César Borgia, respectivamente) y publicada dos años antes. La novela, que según el célebre crítico de cine Bosley Crowther (The New York Times, 26 de diciembre de 1947) había sido concebida con “el cine y el tecnicolor en mente”, narra la aventura de Pedro de Vargas (Tyrone Power), noble español perseguido por el inquisidor Diego de Silva (John Sutton), que viaja a la América continental en pleno proceso expedicionario español y se ve involucrado en la Conquista de México por Hernán Cortés (interpretado por un César Romero “indisciplinado”, que apenas permitía ser dirigido).

Crowther era conocido por sus críticas mordaces y, a menudo, moralizantes, aunque no podemos soslayar reconocer su abierta inclinación hacia el gusto del drama social, como en el caso del Neorrealismo italiano, y sus negativas opiniones sobre “Psicosis” (1960), una de las obras maestras de Alfred Hitchcock, a la que calificó como “una mancha en una carrera honorable”, aunque luego se desdijo, calificándola como una de las mejores de aquel año y destacando la prodigiosa técnica hitchcockiana.    

“Un capitán de Castilla” fue filmada en locaciones de Guadalajara, Acapulco y Michoacán (Morelia y Uruapan), así como en las inmediaciones del recién surgido volcán Paricutín como fondo. King aprovechaba, así, su destreza en el arte de filmar en exteriores. Esto no bastó para que Crowther expresara que, en la película, tanto los horrores de la inquisición como las batallas épicas entre mexicanos y españoles (“violentas y estruendosas”) no existían en las “llamativas” pero “poco excitantes imágenes”. El crítico atribuía este hecho a una “deferencia meticulosa con la iglesia católica y con nuestros vecinos del sur”. Para Crowther, la atención de la película se centraba, principalmente, en una intriga que carecía de auténtico dramatismo.

Stella Inda.
 

La actriz michoacana Stella Inda, elegida para el papel de la Malinche, y que ni siquiera aparece acreditada, recordó varias anécdotas, en una entrevista (publicada en “Cuadernos de la Cineteca” No. 3; Mayo de 1976 y rescatada por Emilio García Riera), que dan cuenta de la artificialidad de la puesta en escena, pero también de la predisposición del director Henry King para atender consejos de una actriz extranjera a quien apenas conocía (no sería sino hasta 1950 el año en que, Inda, actuaría su papel más importante, en la trascendental “Los olvidados” de Luis Buñuel, y por el cual recibiría un premio Ariel), para mejorar su película pero, sobre todo, de su extraordinaria amabilidad. Inda recuerda que, para su papel de la Malinche, “me mandaron vestir para hacer prueba con un sarong de seda estampada; yo dije que no podía ser ya que no tenía nada que ver con el personaje.” King le permitió usar un huipil, y los accesorios necesarios que ella llevaba para su papel, para el cual se había documentado previamente.

Al leer el libreto, Inda se da cuenta que los diálogos correspondientes a los personajes españoles están en inglés, y los de los indios en español. Inda se dirige al director. Vale la pena trascribir su conversación:

“-Señor, esto no puede ser de ninguna manera, los indígenas no hablaban español.
“Intervino el abogado de la compañía:
“-¿Pero a quién le importa eso? ¿No se ha dado cuenta que va a trabajar con Tyrone Power?
“-Sí, perfectamente, y él también va a trabajar conmigo, no somos más que dos actores, y todos los demás, César Romero, Lee J. Cobb, me parecen extraordinarios todos, pero primero que ellos está la historia de mi país, que no se puede falsear en tal forma.
“-¿Pero quién habla náhuatl en México?
“-¡Uhh! Miles de personas (claro que no dije: ésos no van al cine, ¿verdad?, al menos en esa época)”.

Inda recalca la “habitual gentileza” de King, acaso condescendiente, quien acepta su sugerencia de trasladar los textos al náhuatl. El primero en traducirlos es el antropólogo y humanista Daniel Rubín de la Borbolla. Luego se dirige al Museo de Antropología y se pone en contacto con el historiador Antonio Pompa y Pompa, quien hace llamar al profesor R. H. Barlow, estadunidense que les enseña el idioma. De Barlow, a quien se ha reconocido como el “T. E. Lawrence de México”, es necesario recordar que era uno de los más reconocidos expertos, a nivel mundial, en lengua náhuatl, coleccionista e investigador de antiguos códices y albacea literario H. P. Lovecraft, de quien conservaba su manuscrito “La sombra fuera del tiempo”, amigo, así mismo, de William S. Burroughs, quien, a través de Barlow, se hiciera estudioso del idioma español y las antiguas culturas mesoamericanas.

Pronto, Inda se topa con la dificultad de pronunciar las palabras sin aprender el idioma. Memoriza los diálogos por el sonido. A la distancia, cuando recuerda aquél tiempo pasado en Uruapan, en los días del rodaje, le parece una de las cosas más difíciles que haya hecho en su vida. Musicaliza los diálogos mientras los estudia. Los estudia en la iglesia. Llora en algunas ocasiones. La actriz se propone, en el futuro, aprender náhuatl. Y lo cumple.

Confiesa al director que prefiere no ponerse los carísimos trajes, mandados a hacer por la producción. King, accede, siempre gentil. El encargado del guardarropa no cabe en su asombro. Inda dirige, entonces, un taller de costura que le han mandado a instalar, para confeccionar el nuevo vestuario. La producción demora cuatro meses en lo que se termina el diseño del nuevo ropaje.

Barlow supervisa los diálogos. Los alumnos de náhuatl de Inda, a quienes ella ha puesto los textos, sirven como extras y actúan como el resto de los personajes indígenas, entre estos los príncipes, cuyos tipos faciales resultan adecuados. Si Barlow escucha una pronunciación equivocada manda parar la escena hasta que sea correcta.

Recuerda:

“Gracias a Dios que el señor King me hizo caso y la cinta resultó decorosa: casualmente, yo la vi hasta hace como un año en la televisión; sentí muy curioso al verme a mí misma, fue extraño oírme hablar en inglés y náhuatl, pero nunca en español”.

Pero la película no es tan buena como podría pensarse, a pesar de la decisiva, habría que reconocerlo, labor de Stella Inda por mejorarla. Emilio García Riera apunta, siendo “Un capitán de Castilla”, una de esas rarísimas -hasta aquellos años- incursiones de Hollywood en la Conquista de México:

“Captain from Castile” resultó en definitiva una mascarada que justificó la frecuente elusión cinematográfica de su tema y que no logró engañar a nadie”.

El más esclarecedor, como importante, de los hechos vividos por Stella Inda durante el rodaje de “Un capitán de Castilla” sucedió durante el rodaje a la sombra del volcán:

“Durante la filmación hubo atenciones increíbles; por ejemplo, una vez hacíamos unas tomas en las faldas del Paricutín, hacía un frío pavoroso en las madrugadas y Tyrone ordenaba el mismo trato a los extras, que eran indígenas de la sierra, que el que nos brindaban a nosotros: desayuno, cigarros, cobijas, les daban todo lo necesario. Cosa curiosa: las personas encargadas de la producción por parte de México, cuya misión era atender a los elementos mexicanos, eran las primeras en decir:

“-No, no les hagan caso, son indios y están acostumbrados.
“Entonces nosotros: el señor King, Tyrone y una servidora, les atendíamos personalmente; tuvimos varios choques con ciertos mexicanos, lo cual es muy doloroso por cierto”.         

Se pueden extraer varias reflexiones de “Un capitán de Castilla”, que nos enseñan, todas, hechos –concedamos- sobre la naturaleza humana y no sólo sobre la idiosincrasia mexicana. Un profesor extranjero experto en náhuatl. Un director (por irregular que fuera, aunque un “Maestro” para algunos), también extranjero, bastante humanitario (¿condescendiente, acaso?). Y un elenco mexicano (aunque secundario para la trama de la película), que no tenía la más mínima idea del idioma náhuatl y, encima, con fuertes inclinaciones discriminatorias con sus paisanos indígenas.

El cine mexicano de la “Época de Oro” no era, por “indigenista”, menos racista. Sus protagonistas se dividían en blancos, y líderes, e indios aniñados, fuerzas de la naturaleza, que necesitaban ser guiados por aquellos blancos. El indio causaba la desgracia del indio, v. g. “María Candelaria” (Emilio “Indio” Fernández, 1943), cuya protagonista (Dolores del Río), terminaba estigmatizada y lapidada por su propio pueblo. Un resabio ancestral de aquella piedra, proveniente de una multitud, tan furiosa como anónima, que matara al Tlatoani Moctezuma II en su balcón. El pueblo mata a su propio pueblo. Los blancos se lavan las manos.

En el excelente Western “El jardín del diablo” (“Garden of Evil, Henry Hathaway, 1954), por cierto, también filmada sobre la lava petrificada del Paricutín, se mostraba una visión favorable del mexicano, pero esta mirada no carecía de infantilismo. Tres americanos, Hooker (Gary Cooper), Fiske (Richard Widmark) y John (Hugh Marlowe), se encuentran, camino de California, en plena fiebre del oro, en una villa costera mexicana. Entran a la cantina. Beben un fuerte tequila. Una chica canta (Rita Moreno). Los americanos conversan: “No creas nada de lo que te diga a una mujer, pero sí todo lo que cante”. Uno de los mexicanos se acerca a la muchacha, otro la defiende, sacando a empellones al patán. Ante la mirada azorada de los americanos el mexicano se explica: “No me gusta que nadie moleste a la señorita”. Uno de los americanos, Hooker, responde en español: “Comprendemos muy bien, señor”. Entra una americana, Leah, visiblemente preocupada, pidiendo a los mexicanos que la acompañen a rescatar a su esposo, atrapado en una de mina de su propiedad. Nadie se atreve a acompañarla. Aquél es territorio hostil, asediado por los indios. Ella ofrece mil dólares a cada hombre que la acompañe. Nadie se ofrece. La mujer se acerca a los americanos, les dobla la oferta. Ellos dudan. El mexicano llega a ellos y explica: “Ninguno quiere ir porque nadie regresa (dirigiéndose a los americanos), algunos como ellos van atraídos por el oro. Iré con usted. Todo saldrá bien”. Hooker comenta: “Dice que sólo los locos van y él debe serlo. Se va con ella. (toquetea la talega del dinero, sobre la mesa) ¿Dos mil dólares? Está bien, voy”. Cada uno de los hombres tendrá la oportunidad de lucir su valentía, y Vicente, el mexicano (Víctor Manuel Mendoza) aparte de su demostrada caballerosidad, su extraordinaria fuerza (y a veces torpeza, como cuando saltan un precipicio y es el único a quien se le cae una sartén, que va rodando cuesta abajo, haciendo ruido).Cuando la mina amenaza con caer sobre ellos, será Vicente quien sostenga el techo: “¡Vicente aguanta eso y más!”. Por supuesto, estas actitudes envalentonadas, temerarias, atraerán su muerte, hacia el final de la película, cuando desafié abiertamente a los apaches y lo cuezan a flechazos. Debemos reconocer que, Daly (Cameron Mitchell), otro de los americanos, no resulta más sensato. Está obsesionado con la mujer. Y el oro. Serán los comentarios de Hooker los que nos pondrán en evidencia lo que piensa del mexicano: es pura fuerza, es decir, animalidad, zafiedad, brutalidad. Su defensa de la mujer no es sino una demostración de poder.     

El caso de “Un capitán de Castilla” tiende un puente idiosincrático, atemporal, con la súbita y creciente fama de Yalitza Aparicio (n. 1993), indígena de padre mixteco y madre triqui, originaria de Tlaxiaco, Oaxaca, que pasó de ser profesora de preescolar a estrella mediática, y nominada al Premio Óscar 2019 a Mejor actriz por la película “Roma”, de Alfonso Cuarón.

Su caso –el ascenso desde las sombras, al estrellato-, no es único. Recordemos a Bartolomeo Pagano, estibador en los muelles italianos que, un día, se topó con Giovanni Pastrone, director que estaba filmando una película titulada “Cabiria” (1914), que terminaría siendo la madre de todos los “Péplums” (películas de romanos), y Pagano, hombre tan musculoso como ignorante, reacio en un principio a aparecer en la cinta, en el primer hombre fuerte del cine, y en “Maciste”, uno de los personajes más célebres del cine mudo. La historia de Carlo Battisti también es ejemplar. Battisti, un profesor, jubilado, de gramática comparada en la Universidad de Florencia, realiza una interpretación auténtica, sumamente conmovedora, identificándose con el personaje de “Umberto D” (1952), una de las cumbres del neorrealismo italiano, la de un funcionario retirado que gana apenas para sobrevivir al lado de su perro Flike. No podemos olvidar a María Falconetti, actriz de teatro, descubierta por el gran Carl Theodor Dreyer, en una comedia de Vaudeville. Su interpretación en “La pasión de Juana de Arco” (La passion de Jeanne d´Arc, 1928), se erigió en uno de los pilares fundamentales de las actuaciones de todos los tiempos. Falconetti se convirtió en una celebridad, muy adinerada, que se codeaba con la alta sociedad europea y apostaba en los casinos hasta que, de pronto, se encontró sin un centavo y murió, olvidada y en la miseria, en una especie de exilio en Argentina. El cine es un medio vampírico, que tanto alimenta como arruina. Que tanto crea como destruye. 

Estos ejemplos muestran que el proceso de Casting profesional está supeditado al azar: un ciudadano de a pie, que camina por ahí, es descubierto por la mirada experta del director y es escogido, de entre cientos de actores profesionales, para encarnar al personaje. 

Pero, el de Yalitza Aparicio, es un caso sintomático. No sólo del clasismo mexicano, sino de los tiempos que corren. Su temprana nominación al Óscar es sospechoso. Suena tan conciliador como los diálogos de los personajes americanos que el vaquero John Wayne hace decir a sus héroes en “El Álamo” (The Alamo, 1960), la primera de las tres únicas películas dirigidas por él. En esta cinta un extasiado Davy Crockett (el mismo John Wayne), corregía al Coronel Jim Bowie (Richard Widmark), sobre su creencia de que México era un país mayormente desértico, en términos que no sólo suenan asombrosos, sino absurdos, en un hombre que pronto va a enfrentarse al ejército mexicano: 

“México es maravilloso, con grandes valles entre altas montañas, lo que más querría un hombre. La gente es valerosa y digna, sin miedo a la muerte y, lo que es más importante, sin miedo a la vida”.

Si la pericia como director, por parte de Cuarón, hizo brotar la sensibilidad actoral de Aparicio, la avalancha de reacciones encontradas en el país, debidas a su nominación, descubren ese “Síndrome de la cobija regalada” (las que Tyrone Power obsequiara a aquellos extras indígenas, acaso por pura condescendencia, acaso por compasión o plena humanidad, que eso no se sabe), por parte del mexicano: el reconocimiento del extranjero y la negación de lo nacional.

Siendo simplistas, Aparicio se situaría como encarnación del “otro” (cuyo papel ha asumido, precisamente, en la película), entre aquellos que, con condescendencia, supuestamente la reconocen (movidos por la corrección política, forzados por las circunstancias del “hoy”), y los que desean invisibilizarla (ya sea por egoísmo, envidia, o racismo) otra vez. La cuestión tiene más hondura de lo que parece, en realidad. Aparicio se levanta como emblema del ninguneado, una heroína –tan necesaria hoy como en su tiempo Pancho Villa o Emiliano Zapata-, para las clases oprimidas. Es “una de nosotros”, que ha llegado lejos. Que ha “triunfado”. Y, por otro lado, es “la otra/lo otro”, que ha “escalado” (trepado) en sociedad, para los que gustan de los estereotipos, aquellos que desearían un Hollywood eternamente blondo y ojiazul. La cuestión no se reduce al tan cacareado complejo de inferioridad mexicano, a su doble moral, pues el cine es, ante todo, un medio vampírico que aprovecha la coyuntura política (en la que también se inscriben las Súper heroínas, las películas en el tono de “Llámame por tu nombre” y las “Black Panter”, títulos hechos a la medida de los espectadores), para aumentar las arcas de las “Majors”.

Hace 2, 500 años Creso, rey de Lidia, el hombre más rico de su tiempo, invitó a Solón, el legislador ateniense, uno de los Siete sabios de Grecia, a visitarlo. Le enseñó sus propiedades y riquezas y le preguntó si, después de este despliegue de poder, le consideraba el hombre más dichoso. Solón contestó que el ser humano es puro azar, plena contingencia. Que sólo en el lecho de muerte uno puede contemplar su pasado y saber si ha vivido dichoso o no. Siendo así, ¿qué significa “triunfar” en Hollywood? ¿Qué significa el triunfo en cualquier ámbito de la vida? Por cada Kirk Douglas ¿Cuántos James Dean, cuántos Ramones Novarro? ¿Recuerdan “El ocaso de una vida” (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950)? ¿Por cada Luise Rainer, que supo retirarse a tiempo, cuántas Normas Desmond, cuántas Babies Jean? ¿Y qué hay de Lupe Vélez? La “fábrica de sueños”, al desnudo, se nos muestra como Isis sin velo, despojada de misterios, desenvuelta del oropel y los lazos dorados, huele a vómito y Speedball. El triunfo en Hollywood es tan artificial como la técnica del CGI. Y por mucho que la corrección política se empeñe en cambiar los hechos, de dientes para afuera, los celos, la envidia (ese “monstruo de ojos verdes”), existen. Esto es la Naturaleza humana.

Al poco de cumplirse los cinco siglos de la Conquista de México-Tenochtitlan, Hollywood ha vuelto los ojos, una vez más, hacia aquel periodo fundacional, aprovechando, como siempre, los tiempos, las modas, los momentos políticos y las posibilidades de hacerse con dinero. Se anuncian varias producciones, una mexicana, producida por T. V. Azteca (Dopamine y Once Entertainment), con Óscar Jaenada en el papel de Cortés y, posiblemente, Yalitza Aparicio en el papel de “La Malinche”. ¿Notan la ironía? El cine es así. Mientras, por parte de la plataforma digital Amazon, estará Steven Spielberg como productor y Javier Bardem como protagonista, basándose en un guion escrito por Dalton Trumbo, el célebre guionista en la lista negra, ni más ni menos.

Con esta avalancha de producciones cayéndonos encima, ya prevemos las reacciones. El público se dividirá entre los que seguirán culpando a los españoles de todos nuestros males, aquellos que idealizarán el pasado, los convencidos de que hubo un “mejoramiento” en la raza, y aquellos a los que no les importará lo más mínimo. Habrá poco consenso y pocos deseos de profundizar en los motivos del “Síndrome de la cobija regalada”. El público es predecible, la vida es predecible. El cine es, ha sido, y será, siempre predecible.   

Bibliografía:

García Riera, Emilio. México visto por el cine extranjero Tomo 3. 1941-1969. Ediciones Era; Universidad de Guadalajara. Primera edición, 1988.
Kapsis, Robert E. “Hitchcock, The Making of a Reputation”. University Of Chicago Press. 1992
Sarris, Andrew. El cine norteamericano: directores y direcciones, 1929-1968. Editorial Diana, Primera edición, México, Noviembre de 1970.
  

Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.