Por Hugo Lara Chávez

Para mi amigo Raúl Miranda

En la película clásica “El rebozo de Soledad” (Roberto Gavaldón, 1952), Arturo de Córdova encarna al obstinado doctor Alberto Robles,  que durante una misión en un pueblo perdido y miserable rivaliza con el curandero local y lanza imprecaciones en su contra como —“¡De qué diablos le sirve a uno haberse quemado las pestañas estudiando, si a la postre la gente cree más en la brujería que en la ciencia!” —. Acto seguido, el médico va por el curandero y lo echa a empujones de la choza donde se encuentra un enfermo agonizante.

Escenas como esas, donde el médico arrebata clientes a los hierberos, aparecen en varios filmes de la Época de Oro del cine nacional, pues hubo un largo periodo donde la figura del chamán tendía a verse por arriba del hombro, con desprecio e incluso como objeto de burla o parodia. A la sazón, el progreso y la civilización eran encarnadas por presencias indiscutibles y monolíticas como las del maestro y el médico, que tenían que imponer ante el pueblo “inculto” su conocimiento positivista frente a las presuntas supersticiones de la gente

Con el paso de los años, la figura de los chamanes fue cambiando y a ello contribuyeron diversos hechos, como el libro “Las Enseñanzas de Don Juan”, de Carlos Castaneda, publicado en Estados Unidos en 1968 y en México en 1974. Así, el chamanismo en el cine comenzó a ser abordado con un enfoque más objetivo en documentales de corte etnográfico o en ficciones de todo tipo y género que de alguna forma los reivindicaron, aunque no del todo.

Según la  Real Academia Española, un chamán es un “hechicero al que se supone dotado de poderes sobrenaturales para sanar a los enfermos, adivinar, invocar a los espíritus, etc.” De esta manera, el concepto se puede volver muy amplio, donde podrían caber brujos, videntes, espiritistas, curanderos,  sanadores, hierberos, taumaturgos, santones, nigromantes, sacerdotes esotéricos o gurús paganos… y desde luego farsantes, timadores y oportunistas.

En México, el chamanismo o nahualismo está asociado por lo regular a los guías espirituales de las diferentes etnias indígenas, pero también a comunidades mestizas donde perviven tradiciones ancestrales. En el libro “Cine antropológico mexicano”, editado por el INAH en 2009 y coordinado por Javier González Rubio y un servidor, se da cuenta de algunos títulos donde aparece el chamán como personaje, motivo o pretexto. En la filmografía nacional hay documentales muy valiosos como “La magia” (1972) de René Rebetez; “Hikure-Tame. La peregrinación del peyote entre los huicholes” (1975), de Nicolás Echevarría; “ Jicuri Neirra” (1980) de Carlos Kleimann, o las interesantísimas películas “Brujos y curanderos” (1981) y “Mara´acame. Cantador y curandero” (1982) ambas de Juan Francisco Urrusti: la primera describe la cosmogonía de brujos, curanderos y gente en la región de los Tuxtlas, Veracruz, con respecto a la medicina tradicional que desde tiempos inmemoriales emplea plantas y terapias mágico-adivinatorias. 

Por su parte, “Mara´acame. Cantador y curandero”  está cifrado en las actividades del asombroso don Agustín Montoya de la Cruz, “Tepú”, reconocido cantador, sanador, sabio e intérprete de sueños de la comunidad de San Miguel Huastita, Jalisco. Se supone que el mara’acame es el guardián de la comunidad que tiene la misión de protegerla de las amenazas contra su espiritualidad. En este documental se consignan las curaciones del chamán cantador, quien es también protagonista de “Tepú” (1995), realizada por el mismo cineasta a raíz de la visita de aquel a la Ciudad de México. En este filme, Tepú es llevado a varios sitios icónicos de la urbe —como el Museo de Antropología, la Catedral o el mirador de la Torre Latinoamericana— para confrontarlo con la “modernidad”, y ante ellas,  el viejo vierte sus reflexiones siempre con tino y sabiduría.

“Bajo California: el límite del tiempo”.
 

Son igualmente valiosas en el mismo tema algunas ficciones como “Cascabel” (1978) de Raúl Araiza; “Retorno a Aztlán” de Juan Mora Catlet; “Bajo California, el límite del tiempo” (1998), de Carlos Bolado, o incluso el muy curioso caso de “Him: Más allá de la luz” (2010), sobre el ex empresario y sanador Rene Mey , un francés radicado en México.

Desde luego, no se pueden omitir algunos otros títulos notables que llegan a aludir al chamanismo, como “Raíces” (1953) de Benito Alazraki; la multipremiada “Macario” (1960) de Roberto Gavaldón, la insólita y poética “Chac: Dios de la lluvia” (1975), del chileno Rolando Klein, filmada en Chiapas y hablada en tzetzal, con actores nativos, así como “El rincón de las vírgenes” (1972) de Alberto Isaac, que está basado en el cuento de Juan Rulfo sobre el personaje de Anacleto Morones, charlatán milagrero de un pueblo que se aprovecha de la superstición de la gente para beneficiarse. En el filme, el “niño” Anacleto Morones es interpretado por el mítico Emilio Fernández, quien ya entonces estaba bastante entrado en años y en franca decadencia pero que logró así una notable interpretación.

Las exploraciones de Echevarría

Con su indiscutible vocación documentalista, Nicolás Echevarría (Nayarit, 1947) ha realizado distintos documentales fundamentales sobre las costumbres y ritos de las comunidades indígenas. Uno de los más célebres es “María Sabina : mujer espíritu” (1979), testimonio clave sobre la mítica curandera María Sabina, la sacerdotisa del hongo alucinógeno y la más conocida de las chamanas oaxaqueñas.  El documental de Echevarría es una visión de los diversos ritos que se celebran en la Sierra Mazateca al hacer curación con hongos alucinógenos, con la principal representante de este ritual, María Sabina. El filme recrea la práctica y las concepciones de la medicina tradicional así como la fama de María Sabina que trascendió la frontera mexicana y era visitada constantemente por estudiosos e interesados en el llamado teononáctl por motivos terapéuticos y antropológicos.

Otro de sus documentales relevante de Echevarría es “El Niño Fidencio. El taumaturgo de Espinazo” (1981), centrado en José Fidencio de Jesús Síntora Constantino (1898-1938), mejor conocido como El Niño Fidencio, quien dedicó gran parte de su vida a los enfermos que, durante años y por millares, acudieron en busca de alivio. Desde 1921 hasta su muerte en 1938, realizó una intensa actividad como taumaturgo en el poblado de Espinazo, Nuevo León. Los milagrosos poderes curativos del Niño Fidencio reanimaron a enfermos de toda la República Mexicana y del sur de Estados Unidos. Ahora, dos veces al año, el 19 de marzo y el 19 de octubre, fechas conmemorativas de su nacimiento y la muerte, acuden fervorosos al lugar para ser curados o para mostrar su agradecimiento varios miles de fidencistas, y algunos celebran ritos ceremoniales en memoria del santo curandero. El documental de Nicolás Echevarría es un testimonio del culto que hasta la fecha continúa con las peregrinaciones populares y los ritos practicados por sus fieles.

Con esas experiencias en el documental, Echevarría incursionó en la ficción con la poderosa cinta “Cabeza de Vaca”, acerca del tesorero de una fallida expedición española a La Florida en el lejano 1528. La anécdota del filme toma forma después de un atropellado viaje, a raíz del cual las fuerzas españolas se han visto menguadas en su número de hombres, por el hambre y por los ataques de los nativos. Cabeza de Vaca, junto a sus compañeros Dorantes y Castillo, y el esclavo negro Estebanico, son los únicos sobrevivientes de la expedición, originariamente compuesta por más de quinientos hombres. El pequeño grupo de conquistadores es capturado por los indígenas. A Cabeza de Vaca se le asigna como esclavo de un chamán, un enano de carácter enérgico y sin brazos, quien le pone difíciles pruebas. Pasado algún tiempo, consigue su libertad para después encontrarse de nuevo con el resto de sus compañeros españoles. Su aprendizaje con el hechicero le sirve para hacer actividades de curandero, además de que a raíz de ello sufre un cambio interior. A los ocho años de extraviado por esos territorios misteriosos donde Cabeza de Vaca se compenetra con la magia del mundo indígena, finalmente es encontrado por las fuerzas de Nuño Guzmán.

Las aventuras de Cabeza de Vaca proponen una constante interacción de dos mundos y de dos dimensiones. En primer lugar, el encuentro antagónico del conquistador y de los nativos, un encuentro furioso, guerrero. En segundo lugar la fusión de la realidad y de la magia. La figura del conquistador es supeditada por el mundo místico indígena, bajo una dimensión a la que será sometido, integrado e incluso convertido. “Cabeza de vaca” es un filme que vale la pena ver a toda costa.

El esoterismo de Jodorowsky y Corkidi

“La montaña sagrada”.
 

Alejandro Jodorowsky es un gurú, un predicador, un mimo, un escritor, un sanador psicomágico, un tarotista y también un cineasta. Pero no es un cineasta cualquiera, sino uno que se funde tan íntimamente con sus películas que podría constituir con sus filmes un género cinematográfico propio. En su filmografía siempre hay una fuerte presencia suya, a partir de su arte expresivo y su búsqueda filosófica, de sus obsesiones y fantasías donde integra el teatro, la pantomima, el circo y el esoterismo. Todo ello siempre en un tono provocador, obsceno, inesperado y muchas veces poético.

“La montaña sagrada” (1972), la tercera película de Jodorowsky filmada en México, es un ensamble de viñetas alucinantes, incendiarias y absurdas, hiladas por la jornada de un ladrón y su búsqueda mística, bajo el influjo de los sortilegios de un alquimista-chamán.  La película tomó de fuente de inspiración las “Fábulas pánicas” y dibujadas por Jodorowsky para El Heraldo de México, entre 1965 y 1973. Mucho de estos elementos pueden encontrarse en otros filmes del cineasta, como “Santa Sangre” (1988) o la más reciente “La danza de la realidad” (2014).

Por su parte, Rafael Corkidi, otrora fotógrafo de Jodorowsky, realizó en 1974 la extraña “Auandar Anapu” (El que cayó del cielo), acerca de un líder y chamán del pueblo purépecha, en Michoacán, que profesa la lucha contra los caciques, cura enfermos, saca agua de las piedras, revive muertos y encabeza la guerrilla contra el ejército opresor, en una alegoría de la Pasión de Cristo en el contexto de los países del Tercer Mundo de los años setentas.  Es un filme que incorpora los simbolismos de la cultura judeo-cristiana, pero que también juega con ciertos elementos del chamanismo indígena, con el colorido folclor de la región.

Los Huicholes y Wirikuta

Sin duda que un tema que en los años recientes ha atraído la atención de mucha gente son los ceremoniales del pueblo Wixárika (huichol), cuya ruta sagrada se encuentra amenazada por el desarrollo económico y los intereses de poderosas compañías mineras.  Wirikuta se ubica en San Luis Potosí  y es el territorio sagrado para los Wixárikas, pues en su tradición la creación del mundo ocurrió allí. Es desde 1998 parte de la Red Mundial de Sitios Sagrados Naturales de la UNESCO. El conflicto en esa región ha generado diferentes películas sobre la cosmovisión de esta cultura ancestral, como el documental “Huicholes: los últimos guardianes del peyote” (2014) de Hernán Vilchez o “Ecos de la montaña” (2014), otro documental de Echevarría, donde se plantea la importancia de preservar la tradición de chamanismo y sus ritos de esta cultura ancestral que se encuentran en riesgo por los poderes políticos y económicos de la globalización.

A este conjunto también pertenece “Táu” (2012), la ópera prima de Daniel Castro Zimbrón, a partir de un guión de él mismo y de Marcos Castro. “Táu” (que significa Sol en huichol) es la historia de Gustavo (Brontis Jodorowsky), un hombre que viaja al desierto para exorcizar su dolor, tras la muerte de su mujer. El hombre se instala en medio de la nada, en su tienda de campaña, dentro de una aparente misión científica para estudiar insectos, pero en realidad para internarse en un viaje introspectivo en la soledad, servido de un garrafón de agua y una buena dotación de tequila. El paisaje del desierto, con su quietud amenazante, se convierte en un escenario donde se funde realidad con las alucinaciones, a través de símbolos como el de la serpiente devorándose a sí mismo y, en especial, de la aparición de Ana (Mariana González) su pareja muerta. El personaje queda a merced de la naturaleza, totalmente desprotegido, pero recibe el auxilio de un chamán huichol, que le permite experimentar con el peyote y sus efectos espirituales, en la tradición sagrada de la región de Wirikuta.

Para finalizar, hay que decir que el chamanismo es un tópico fascinante y enigmático que el cine mexicano ha escarbado con reiteración, lo que seguramente seguirá sucediendo. En esta práctica se encuentra mucha evidencia de que en este mundo la “realidad”, como nos la han enseñado, es un estrato muy limitado. Y qué mejor que el cine, con su poder visual, para acercarse a la magia, los rituales y el conocimiento de nuestras culturas ancestrales.

Artículo publicado originalmente en la Revista Mexicanísimo

Por Hugo Lara Chávez

Cineasta e investigador. Licenciado en comunicación por la Universidad Iberoamericana. Director-guionista del largometraje Cuando los hijos regresan (2017). Productor del largometraje Ojos que no ven (2022), entre otros. Director del portal Correcamara.com y autor de los libros “Pancho Villa en el cine” (2023) y “Zapata en el cine” (2019), ambos con Eduardo de la Vega Alfaro; “Dos amantes furtivos. Cine y teatro mexicanos” (coordinador) (2015), “Luces, cámara, acción: cinefotógrafos del cine mexicano 1931-201” (2011) con Elisa Lozano, “Ciudad de cine” (2010) y"Una ciudad inventada por el cine (2006), entre otros.