Publicado: 11 de diciembre de 2006
Hugo Lara Chávez
Historia del cine mexicano
A propósito del problema de exhibición, particularmente de las cintas producidas por el IMCINE en el periodo de 1989-1994, apareció publicada una nota, firmada por Guadalupe Rivera Loy, en el diario El Financiero, el 25 de septiembre de 1995, donde se denunciaba el enlatamiento de varias de estas películas. La nota empezaba así:
“Una de las mayores ironías de la política gubernamental es que muchos filmes que con tanto tino apoyó el Imcine no han visto la luz pública. Así, en los últimos seis años se redujo drásticamente el número de copias de cada filme. El Anexo estadístico del Sexto Informe de Gobierno de Carlos Salinas de Gortari revela que en 1989 se procesaron en laboratorios 5 mil 840 metros de películas; en 1990, 6 mil 466; en 1991, 5 mil 146; en 1992, 4 mil 318; en 1993, 4 mil y en 1994, 6 mil. Por lo que toca a la distribución de copias, la Compañía Continental de Películas y Nuevas Distribuciones de Películas, hasta su liquidación el 27 de marzo de 1990, distribuyeron en 1989 500 copias por filme y en 1990, 100. El Instituto Mexicano de Cinematógrafo (Imcine) hizo lo propio a partir de 1991 con 39 copias por cinta, en 1992 con 56; en 1993, 41 y en 1994 distribuyó solamente 25 copias por película”.
Más adelante, la periodista citaba los casos de Erwin Neumayer y su filme Un hilito de sangre, de Sergio Muñoz y Luces de la ciudad, y de Ernesto Rimoch y La línea. Todos coincidían en lamentar la competencia estadunidense y se quejaban de las pocas oportunidades que los exhibidores otorgaban a las películas mexicanas: “hay que enfrentarse al pulpo gringo -afirmaba Neumayer – Los distribuidores estadounidenses les piden a los exhibidores que les aguanten ocho semanas sus películas, mientras que a las mexicanas les dan una semana para dar el tope y, si no lo dan, las sacan”.
Por su parte, Muñoz advertía las pérdidas que el retraso en exhibición provocaba al productor de la película: “En mi caso, como no se ha exhibido la película, todo es pérdida y, a diferencia de algunos de mis colegas, considero que no va haber cine mexicano mientras no se gane y el técnico o el guionista no vivan de esto. Una película que no da, por lo menos, otra película aparte de las ganancias, no va a ser buen cine”. Líneas después Muñoz, al hablar sobre los recursos y los esquemas de promoción del cine europeo y estadunidense, sentenciaba lo siguiente: “eso no lo tiene el cine mexicano, con trabajos se hace la película, el problema del cine es un reflejo de la situación financiera del país, todo el sistema parece organizado en contra de su éxito”.
En el mismo tenor se pronunciaba Ernesto Rimoch, cuya película, La línea, producida desde 1992, no se ha estrenado aún: “Es una situación bien compleja -afirmaba- porque el mercado está dominado por las películas de los majors de la industria norteamericana, que acaparan entre el 70 y 80 por ciento del mercado mundial, y si tú le preguntas a cualquiera cómo le hacen te van a decir que tienen más dinero; es cierto, pero también es la forma en que lo utilizan y como funcionan los exhibidores y distribuidores. Hay distribuidores que jamás te tomarían una película mexicana, como Columbia, que distribuye solamente norteamericanas. Cuando se trata de una película mexicana, las condiciones son muy desventajosas. Los exhibidores en México funcionan con el sistema de topes: si tú en una semana no logras una cantidad de entradas, tu película va para afuera. Nosotros sabemos que para que la gente vaya a ver una película, ésta se debe promover y si no tenemos suficiente dinero para hacerlo, no va a ir suficiente gente a las salas. Si te faltan diez personas, te sacan”.
El hecho es que, desde 1990, cuando se anunciaron la venta y liquidación de las empresas oficiales distribuidoras de películas, se estaba cocinando un nuevo orden dentro del cine mexicano, que afectaría sobre todo a la exhibición de cintas nacionales. Desmembrado el sistema estatal de distribución, el IMCINE se hizo cargo de esas funciones, aun respaldado por COTSA, la cadena de salas de cine de propiedad del gobierno. Pero incluso ya se estimaba muy pronto la venta de esta misma compañía, por lo que, cuando eso sucediera, las condiciones de exhibición para las películas mexicanas se antojaban aún más difíciles.
“Dentro de la política de reestructuración -señalaba Durán, en 1991- se ha decidido también la desaparición de las empresas distribuidoras. En primer término debo señalar que resultaba paradójico que la distribuidora internacional del Estado (Pelmex) fuera la que administrara un material poco edificante. Así, en la nueva reestructuración se contempla un área distinta de distribución dentro del propio IMCINE, que se encargará de manejar el material producido por el Estado en el pasado y el nuevo material que se produzca en estos años. Con ello se pretende una distribución más ágil, más eficaz, más actualizada, tanto en las salas cinematográficas como en la televisión y el video […]
“Por lo mismo, respecto a la posible desincorporación de Cotsa (Compañía Operadora de Teatros S.A. de C.V.), hemos apuntado que debiera hacerse en términos que no propicien una exhibición monopólica. El Estado ha sido un regulador muy importante para que el cine mexicano tenga la oportunidad de llegar a las salas. […] En México, al respetarse el 50% del tiempo en pantalla para el cine nacional, se da una oportunidad al productor local para que su película se vea en las salas locales. Con esto en mente, es muy importante que al desincorporar las salas de Cotsa y pasar a manos de varios grupos de la iniciativa privada, ésta siga respetando la ley al otorgar el tiempo estipulado en pantalla”.[1]
Otro problema afectaba a la exhibición: el cierre de varias salas cinematográficas. Para principios de 1993 el hecho era francamente alarmante. En 1992 Cotsa había cerrado más de cien salas en todo el territorio nacional, lo que significaba una señal de su inminente desincorporación. Pero esto también era un factor que desalentaba a toda la industria, con la consecuente disminución en la producción. Basta mencionar como ejemplo que, si en enero de 1992 existían 232 salas en la ciudad de México, de las cuales 91 eran propiedad de Cotsa; para principios de 1993 el número se había reducido a 193 en total y 60 de Cotsa* .
En un detallado informe sobre la situación de Cotsa, elaborado por Jorge Elizondo y publicado en la revista Pantalla en el invierno de 1991, arrojaba algunos datos interesantes en el aspecto económico y mercadológico sobre esta empresa y el rubro de la exhibición en México. En una de sus partes, Elizondo escribió: “De acuerdo con los datos de la taquilla del periodo revisado (noviembre 1989-octubre 1990), en una función promedio los 99 cines de Cotsa en el área metropolitana están ocupados 19.9 por ciento; es decir, en promedio uno de cada cinco asientos está ocupado por un espectador y cuatro asientos vacíos. En las 41 salas de la cadena Ramírez el porcentaje de ocupación es 34.7, casi 75 por ciento más que en los cines de Cotsa”.
Más adelante abundaba: “La desincorporación de las paraestatales de la industria cinematográfica tendrá sin duda efectos importantes en la exhibición de películas. Al ser adquirida Cotsa por la iniciativa privada, los criterios de su operación habrán de tender hacia la rentabilidad. cada sala representará una especie de “línea de negocio” susceptible de ser conservada, reforzada o eliminada en busca de un máximum de rendimiento. Desde luego los rendimientos no serán el único criterio para operar las salas, pues otros habrán de ser considerados para cumplir con la misión que los nuevos propietarios definan para su negocio; la relación entre distribuidores y exhibidores se parecerá más a la que tienen las cadenas de tiendas con sus proveedores: la calidad (como quiera que se mida, por ejemplo la taquilla probable) y el precio (el acuerdo sobre el alquiler) regularán esas relaciones comerciales”.[2]
El prolongado proceso de desincorporación de Cotsa provocó una malsana incertidumbre dentro de la industria, en la cual se entreveía una negociación de la que saldrían beneficiados sobre todo empresas de la iniciativa privada, en el ramo de la distribución Videocine (propiedad de Televisa), y en el de la exhibición, Organización Ramírez.
Sin embargo, todavía faltaba perpetrar el golpe más duro en materia de exhibición. El 29 de diciembre de 1992 apareció publicada, en el Diario Oficial de la Federación, la nueva Ley Cinematográfica que entraría en vigor para reemplazar a la anterior de 1949 (ver anexo). Hay varios puntos de interés en esta nueva ley. En principio, se reorganizaban los instrumentos gubernamentales de participación cinematográfica. Ya no sería la secretaría de Gobernación el más importante tentáculo oficial que debía intervenir en la industria fílmica. Esta, sin embargo, mantenía los derechos de autorizar la exhibición y comercialización de las películas (censura), asimismo continuaría administrando y dirigiendo la Cineteca Nacional. También sería la responsable de aplicar la sanciones por incumplimiento a todos aquellos que violaran la ley. Por otra parte, la secretaría de Educación Pública, a través del Conaculta y a su vez de IMCINE, heredaba las atribuciones concernientes al fomento y estímulo de la producción y de un cine de calidad.
Pero aún hay más. Llama la atención el artículo 10, según el cual los precios serían fijados libremente, a través de una regulación de carácter oficial. Sin embargo, el punto más controversial se encontraba en el tercero de los artículos transitorios. Este tenía que ver con la exhibición. A la letra dice así:
TERCERO: Las salas cinematográficas deberán exhibir películas nacionales en un porcentaje de sus funciones, por pantalla, no menor al siguiente:
I. A partir de la entrada en vigor de esta Ley y hasta el 31 de diciembre de 1993, el 30%.
II. Del 1o de enero al 31 de diciembre de 1994, el 25%
III. Del 1o de enero al 31 de diciembre de 1995, el 20%
IV. Del 1o de enero al 31 de diciembre de 1996, el 15%
V. Del 1o de enero al 31 de diciembre de 1997, el 10%
Con esto se mandaba al caramba la famosa política de otorgar el 50% de pantalla al cine nacional. Efectivamente era un asunto muy espinoso. Si esta medida repercutiría en menoscabo de la producción nacional, merced a la reducción de posibilidades de exhibición, era cierto que el anterior porcentaje del 50% no había servido de nada, en parte, por la falta de producción de cintas mexicanas que pudieran cubrir la demanda que significaba esa cantidad; en parte porque nunca las mafias exhibidoras, ni incluso el Estado en su fase de exhibidor, lo tomaron en serio.
“Yo pienso que la nueva Ley perjudica al cine mexicano -argüía Vicente Leñero. En una industria tan precaria en donde meterse a hacer una película es una inversión casi siempre irrecuperable, que no tiene ninguna garantía de exhibición, que se enfrenta a un público muy norteamericanizado en su gusto, que no va a ver cine mexicano por principio, es muy difícil vencer. Si no se protege al cine, sino se le da más tiempo de exhibición y si no se exige a las salas que hagan caso al cine mexicano, éste no va a progresar ni a desarrollarse”.[3]
Con este hecho, los productores nacionales terminaron por desalentarse. Ya sin contar con la protección de la ley (de acuerdo, no se practicaba, pero existía por escrito, lo que ya era un buen argumento para cualquier reclamo, por injusto que fuera, en favor del cine nacional), la gradual disminución de derecho de pantalla, al cine mexicano le aguardaba un futuro apocalíptico.
Sin duda lo que motivó esta modificación, fue una premisa muy sencilla, desde la perspectiva modernizadora que practicaba un funcionariato neoliberal a punto de consumar el negocio más ambicioso del sexenio, el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá: el cine mexicano debía aprender a competir, a ganar público por sí solo y no a costa de medidas proteccionistas, las cuales, por cierto, terminaría en breve una vez entrado en vigor dicho acuerdo comercial.
La firma del TLC entrañaba un reordenamiento económico en todos los ámbitos productivos del país, del que no se escapaba la industria cinematográfica o lo que quedaba de ella. Esto quería decir que los viejos privilegios de los feudos fílmicos nacionales, cultivados a la sombra del paternalismo gubernamental, debían adaptarse a las nuevas condiciones comerciales. Las puertas serían abiertas a todos los inversionistas extranjeros, en cualquiera de las etapas cinematográficas: la producción, la distribución y la exhibición. En el rubro de la producción, muy poco se esperaba de los efectos emolientes que prodigaría el TLC, salvo lo que ya se venía practicando: algunas coproducciones oficiales y la maquila al servicio de las superproducciones hollywoodenses. En la distribución, los intereses de las transnacionales norteamericanas estaban afincados y consolidados en el país desde hacía mucho tiempo. El único bastión prácticamente en poder de nacionales era la exhibición (aunque en la Organización Ramírez, la empresa exhibidora nacional más importante después de Cotsa, había acciones de algunas distribuidoras hollywoodenses). Al dar marcha atrás con la política del 50% y con la inminente venta de las salas de Cotsa, se revelaban horizontes más atractivos para los distribuidores, pero igualmente se aclimataba el ambiente para la llegada de los trusts de exhibición extranjeras.
“En la parte cinematográfica del TLC -observaba José María Fernández Unsaín, presidente de la Sogem y experimentado guionista- publicado en el Diario Oficial de la Federación, (hay) un párrafo que decía ‘cada sala cinematográfica tendrá un porcentaje destinado de 30% a películas nacionales’, es esta versión dice puede tener. Y esto es gravísimo, es un cambio de visión, porque poder tener significa simplemente cero”. Más adelante sentenciaba: “El condicionante es fatal para nuestro cine. Esto cierra una cantidad de posibilidades de ingresos. Ya es muy difícil recuperar el costo de una película ahora, y si ademas encima se tienen menos cines, menos bocas de salida, menos taquilla de presunta recuperación, todo se complica más. El cine (mexicano) ya está en niveles francamente agonizantes y en vez de recibir inyecciones estimulantes, va a recibir inyecciones de cianuro”.[4]
Poco a poco, las cadenas privadas de exhibición cinematográfica se fueron ampliando. Cotsa se deshizo de algunos cines antes de su privatización, en 1993. Nelson Carro escribiría a propósito lo siguiente: “Si Cotsa funcionaba mal cuando estaba en manos del estado, desde su desincorporación y división en tres cadenas (Cotsa, Cadena Real y Grupo Intercine) las cosas no han mejorado. Al contrario, por lo pronto, han disminuido notablemente las salas para el cine mexicano, han aumentado de manera igualmente alarmante las dedicadas al cine erótico de más baja calidad y el cine de Hollywood ocupa un lugar aún mayor del que tenía anteriormente. Quizá el factor que motivó que en 1993 la cantidad de películas estrenadas fuera sustancialmente menor que en los años anteriores, haya sido la situación de incertidumbre provocada por el cierre y la reapertura de salas y el reacomodo a veces conflictivo de los exhibidores: nada más que 274 filmes; es decir, el número de estrenos disminuyó más de un dieciséis por ciento en relación con 1992. Y si consideramos el cine mexicano, se estrenaron sólo 47 películas. ¡36 por ciento menos en comparación con el año anterior!.”[5]
En 1993 inició sus planes de expansión por territorio mexicano la empresa estadunidense Cinemark, una cadena de exhibición en multicinemas cuyo sistema funcionaba con base al modelo an american funny place, esto quiere decir que son sitios de sana diversión familiar, cuyas salas se distinguen por la limpieza y la comodidad, por las buenas condiciones de exhibición en sonido e imagen, por el orden, por la escrupulosa organización, por la atención de sus empleados y por un ambiente prefabricado al chillante estilo de McDonalds y de Toon Town. También en ese sistema tenía cabida la liberación de precios: a cambio de un servicio esmerado, el precio de una localidad para ver una película en Cinemark podía estar entre un 100 y un 150% arriba de lo que costaba en los demás cines. Antes de abrir en la capital, en marzo del 95, Cinemark abrió sus milticinemas en la ciudad de Aguascalientes. Para la Ciudad de México se les reservó un sitio privilegiado: justo donde antes estaba el antiguo cine Pedro Armendáriz, dentro del Centro Nacional de las Artes, el flamante complejo cultural salinista que ocupó, a partir de mediados de 1993, el lote de los estudios Churbusco-Azteca