Por Pedro Paunero
“El hombre que logró ser invisible” (1958), dirigida por Alfredo B. Crevenna, inicia de manera muy simbólica: Una pareja sueña con la futura casa que habitarán, una vez casados, y cuyas estancias aparecen solamente delineadas con tiza en el terreno cubierto de césped, marcadas, a la vez, con letreritos. Conforme imaginan su vida en esa casa inexistente –invisible-, van apareciendo los muebles, que ora aparecen, ora desaparecen, en una endeble realidad que anuncia la historia que se desarrollará a continuación.
Carlos (Arturo de Córdova), es injustamente acusado de asesinato –tema arrebatado de “El regreso del hombre invisible” (The Invisible Man Returns, Joe May, 1940)-, con ayuda de su novia Beatriz Cifuentes (Ana Luisa Peluffo), y un científico, su hermano, el Dr. Gil (Augusto Benedico), que experimenta con una sustancia que induce la invisibilidad, pretende dar con el verdadero asesino y, de paso, cobrar una venganza semi divina.
“El hombre que logró ser invisible” incluye un efecto fotográfico que parece adelantarse a los alabados efectos de “Diario de un hombre invisible” (Memoirs of an Invisible Man, 1992), película dirigida por encargo –y detestada, por ello mismo- por John Carpenter (e igualmente una de las más flojas en su filmografía), aquella en la que el Dr. Gil inyecta la sustancia que produce la invisibilidad a un mono, y de este puede verse sólo el esqueleto, después que la carne y músculos se han vuelto no visibles que, sin embargo, en Hollywood ya se había presentado -mejor- dos décadas antes. El problema con la fórmula es que falla (es inestable, y provoca, a lo largo, la locura) por lo que el mono muere en dicho estado, previendo el destino de que le aguarda a Carlos. Antes que se cumpla la sentencia que lo condena como culpable, el Dr. Gil lo visita en la cárcel y le inyecta la sustancia, mientras el guardia, distraído, lee una novelita gráfica titulada “El castigo”, un pulp que simboliza perfectamente los elementos de la escena en los que se presenta.
Carlos escapa, después de quitarse las ropas, por lo cual lo adivinamos desnudo, yendo por ahí, aunque el guion evite profundizar en las desventajas de ello, para centrarse sólo en las ventajas. Así mismo, la trama se cuida de que empaticemos con el personaje, al ir por las calles haciendo actos de bien –con lo cual se recalca su caída posterior en la demencia y en la maldad- que consisten en evitar el robo del monedero de una mujer, por parte de un carterista que cae de rodillas, arrepentido, en un autobús atestado, suponiendo que ha sido la Virgen de Guadalupe quien lo ha evitado, o la defensa de un niño de un vagabundo abusivo. La cinta, repleta de clichés hollywoodescos, más que caer en los tópicos creados por H. G. Wells en su novela primordial (“El hombre invisible”, publicada en 1897, con su benigno científico que, ya en la adaptación de Hollywood, cobijado por la invisibilidad, termina –de manera obvia, por otro lado- aprovechándose de su estado y cometiendo delitos), los utiliza para su propio beneficio, en pos de un mensaje moral.
“El hombre que logró ser invisible”, en otra escena sumamente relevante, se adelanta a aquella en la que León (Jean Reno), el sicario de la película “El perfecto asesino” (aka. León/El profesional; Léon, The Professional, Luc Besson, 1994), intenta escapar, poniéndose la máscara antigases de uno de los agentes del escuadrón enviado a detenerlo, antes que el corrupto agente de la DEA, Stansfield (Gary Oldman), de cuenta de él; en el caso de la película mexicana, Carlos golpea y desnuda a uno de los policías que han usado gases para atraparlo, se pone sus prendas y la máscara, baja la escalera de la casa con su novia en brazos, la posa sobre el suelo, y escapa al jardín. Por coincidencia, prácticamente, la escena es muy similar en ambas películas, pero Crevenna la rodó antes, de hecho, con una diferencia de treinta y seis años.
Si los extraordinarios efectos especiales del clásico “El hombre invisible” (The Invisible Man, 1933), la ya citada adaptación de la novela de Wells –autor que, por cierto, puso reparos por convertir Hollywood en criminal a su personaje literario-, la huella del cuerpo en la cama, el esqueleto, los músculos y, por fin, el rostro, corrieron a cargo del especialista John P. Fulton –con una posterior y destacada labor en “Los diez mandamientos” (The Ten Commandments, 1956), dirigida por Cecil B. DeMille-, los de “El hombre que logró ser invisible”, se deben a Raúl Martínez Solares, en el área fotográfica, a Jorge Benavides en el área de laboratorio, y a León Ortega, en el aspecto mecánico, pero no logran alcanzar la maestría que Fulton desplegara.
Carlos amenaza con sumergir a la Ciudad de México en las tinieblas y, de hecho lo hace, mientras en los diarios puede leerse como titular el mote que el pueblo le ha puesto, “La ira de Dios” –él adjudica su invisibilidad a un poder divino-por aquel temor supersticioso –y religioso- a lo que no podemos ver, hecho que provoca que por la radio se dé la siguiente advertencia, cargada de ira:
“Pedimos calma a todos, en la seguridad que con la colaboración del pueblo, lograremos detener a ese loco, víctima de un criminal experimento. Guarden los alimentos bajo llave, cierren puertas y ventanas durante la noche, que no pueda comer, que no pueda guarecerse en ningún lugar, que todos vigilen, teniendo en cuenta que no es a lo que se ve a lo que hay que temer, sino a lo que no se ve”.
Los letreros de la ciudad se van apagando, la gente cae en pánico en los lugares públicos y las únicas fuentes de luz son las de los autos, que no dejan de rodar, en un caos automovilístico que se antoja actual, y tan cercano a las más emblemáticas películas de catástrofes de Hollywood, en las cuales la sociedad cae en un desorden divertido, por culpa de invasiones extraterrestres o monstruos gigantes.
Carlos pretende infectar los suministros de agua de la ciudad con los virus de la encefalitis, sustraídos en un frasco de un hospital, y destruir a todos sus habitantes en su implacable venganza, que ha pasado de ser personal –y policíaca- a una de tintes mesiánicos. Como no podía ser menos, en un país en su mayoría católico, Carlos entra a una iglesia, donde se confiesa ante una imagen del Cristo sufriente, y le expone su estado mental, su sentir enfermizo, y que le ha pedido hacer penitencia a la sociedad, pero nadie ha escuchado, con lo cual se condena a toda la población mexicana que, por entonces –estamos en el sexenio de Adolfo López Mateos, quien lograría una tregua entre los conservadores a ultranza y los progresistas radicales-, aspira ya a una modernidad “americana”, atea y racional.
“Lo haré –le dice al ícono-, con el primer rayo de la luna, cumpliré tus órdenes”.
Encuentra a Beatriz arrodillada, rezando en su cuarto, acto por el cual, será la única que, tras ese acto de contrición, podrá salvarse de la ira del hombre invisible.
Melodrama mexicano, con su subtrama amorosa necesaria para un público acostumbrado a tal educación sentimental, que pone a la ciencia como un acto contra dios -hecho sobre el que Hollywood había hecho ya, desde los tiempos del “Frankenstein” (1931), dirigida por James Whale, un advertencia, obligados a poner un prólogo forzado sobre los peligros de “jugar a ser dios”, para no ofender la sensibilidad religiosa de la época-, “Mexican Noir” (con el actor fetiche Arturo de Córdova, usual en los policíacos de Roberto Gavaldón) y Ciencia ficción a la vez, que retoma lo mejor de la Serie B estadounidense, a saber, su convencionalismo, sus clichés, sus ideas –la policía formando un círculo para que el invisible no escape, resguardando las puertas de una habitación, como sucediera ya en “El hombre invisible” dirigida por James Whale-, se convierte en un título relevante, a rescatar, como la película de Ciencia ficción más lograda de Alfredo B. Crevenna.