Publicado: 11 de diciembre de 2006
Hugo Lara Chávez
Historia del cine mexicano
Al arribo de la nueva administración del IMCINE, el panorama de la industria fílmica nacional era desalentadora. Por parte de la iniciativa privada, continuaba la fabricación de cintas realizadas con bajos presupuestos y tiempos cortos de rodaje. Los resultados prolongaban el estado atroz en el que, desde fines de los 70, estaba sumergida la cinematografía nacional. Pero esto ya no era novedad. Durante los 80, el reducto para la producción de un buen cine o, al menos, de un cine más ambicioso en términos de calidad estaba en manos del Estado, cuyos resultados no obstante habían sido muy poco halagüeños. Además, el sistema paraestatal cinematográfico se encontraba ahogado administrativa y financieramente, pues casi todas las empresas fílmicas que dependían del gobierno arrastraban grandes pérdidas, contaban con equipo obsoleto y poseían una estructura burocrática poco eficiente.
La industria estaba afectada por una grave descapitalización, debido a la ausencia de opciones crediticias, a la notable disminución de demanda de los servicios de los estudios, laboratorios y trabajadores, y a una reducción de la asistencia del público a las salas de cine, pues se vivía la plena euforia del video doméstico, y por otro lado, las salas continuaban en malas condiciones (según cifras del propio IMCINE, de 1983 a 1988 se había desplomado la asistencia del público a las salas cinematográficas en razón del 34.18%).
Algunos testimonios de distinguidas personalidades dieron fe de las condiciones en que entonces se encontraba el cine mexicano. Así, el experimentado productor Gregorio Wallerstein llegó a declarar: “no fueron tan buenas (las películas mexicanas de antes) como se dice ni, como se asegura, las cintas de la actualidad son tan malas. Los mercados de América Latina se perdieron por diversas razones, pero fundamentalmente porque no hemos podido competir con la avasalladora industria fílmica norteamericana, y esto no nos ocurre exclusivamente a los productores mexicanos, sino a todos los del mundo” [1]
Por su parte, el presidente de la Asociación de Productores de Películas Mexicanas, Rafael Pérez Grovas, redundaba sobre el mismo tema: “Desde que en 1943 entré al cine ha estado en graves problemas. E igual que ahora, se pensaba que era su fin. Sin embargo se han superado todos los escollos. […] ¿Cómo decir cuál y por qué una película es mejor que otra? El criterio de calidad, en todo caso, lo determina el público. Hablamos con las autoridades que competen al cine. Estamos de acuerdo, pero no pueden pensar en que podemos retirarnos de hacer las películas que hasta ahora mantienen al cine mexicano. Y que como sean, tal vez pésimas, no pierden su identidad mexicana, que es algo por lo que debemos luchar”.[2]
Pérez Grovas, en su calidad de líder y vocero de los productores cinematográficos, defendía la cautela de los inversionistas cinematográficos, amén las difíciles circunstancias de la industria. Uno de los puntos, según él, que afectaba más al cine mexicano, era el congelamiento de precios de las localidades en las salas de cine, en aquel entonces empantanados en virtud del Pacto para la Estabilidad y el Crecimiento. Liberando éstos, planteaba Pérez Grovas, la recuperación de la industria podría tornarse más sana. Igualmente solicitaba estímulos fiscales que favorecieran el desarrollo de la industria.
Por su parte, Leonardo García Tsao reflexionaba, ya a principios del sexenio salinista, acerca de las pocas posibilidades que tenía el cine mexicano de ambición: “¿Por qué no filman los directores que han probado ser capaces en su oficio? La respuesta no es compleja. Por un lado, porque nada tienen que hacer en la producción privada, donde de hecho se habla otro idioma. Por otro, porque no existen otras alternativas de financiamiento más que el Estado o las cooperativas, ambas de recursos limitados. La jauja cinematográfica del echeverrismo es irrepetible por la sencilla razón de que ahora no hay dinero. La actual es una realidad de recortes presupuestales en la que el Estado no cuenta entre sus prioridades la de salvar al cine mexicano […]. Por si la falta de oportunidades de trabajo no fuera suficiente -añadía más adelante- , el cine mexicano de calidad se tiene que enfrentar a otro y bastante serio: que no encuentra a su público [..]. ¿Por qué el público masivo prefiere consumir la basura? La respuesta es cruda y obvia: porque se ha acostumbrado a ella. La ausencia de una política cultural coherente no ha sabido ofrecerle a este público, entre otras cosas, la posibilidad de interesarse por un cine diferente”.[3]
Junto a todos estos factores se agregaba la necesidad de actualizar la Ley Cinematográfica de 1949, pues gran parte de su contenido era obsoleto, infuncional o simplemente nunca se había llevado a la práctica, como la famosa obligación de conceder el 50% de tiempo de pantalla al cine mexicano.
Al integrarse la nueva administración de IMCINE, con Durán Loera al frente, se realizó un diagnóstico de la situación de la industria donde se ventilaban toda la problemática arriba mencionada. Con base en esta información, consignadas en el Plan Institucional 89-94 del IMCINE, éste diseñó algunas tareas reorganizativas y fijó metas y propósitos de la participación del Estado en los quehaceres cinematográficos. De esta manera, los objetivos que se trazó el Instituto fueron los siguientes, según su plan institucional y lo señalado en el propio decreto de su creación:
Uno, promover y coordinar la producción, distribución y exhibición de materiales cinematográficos, a través de las entidades que opere y de los demás instrumentos que sean necesarios para el cumplimiento de sus programas. Dos, promover que la producción cinematográfica del sector público, esté orientada a garantizar la continuidad y superación artística, industrial y económica del cine mexicano. Tres, estimular, por medio de las actividades cinematográficas, la integración nacional y la descentralización cultural. Cuatro, fungir como órgano de consulta de los sectores público, social y privado. Cinco, celebrar convenios de cooperación, coproducción e intercambio con entidades de cinematografía nacionales y extranjeras. Seis, realizar estudios y organizar un sistema de capacitación en materia cinematográfica.
Para llevarlos a cabo el IMCINE planteó las estrategias que se detallan en seguida:
A) La formación de un Consejo Consultivo, con la participación de miembros de la comunidad cinematográfica, que se encargarían de evaluar y de recomendar proyectos cinematográficos presentados al instituto, para que éste otorgara los apoyos financieros.
B) Una nueva política oficial de producción, según la cual el Estado participaría con un 60% a lo más en la realización de alguna película. La otra parte sería completada por los productores privados, las cooperativas, los cineastas o cualquier otra instancia interesada y promotora del mismo proyecto. El objetivo de esta estrategia era compartir riesgos y beneficios con los cineastas asociados, de modo que los costos, la inversión y la recuperación financiera se repartiera justamente, de acuerdo a los porcentajes de participación.
C) El impulso a las jóvenes generaciones de cineastas, a través de ciertas medidas que permitieran la incorporación de nuevo talentos a la industria cinematográfica, con el fin de enriquecer y nutrir a ésta en el ámbito de la producción. En este sentido, se continuaba con el Programa de Operas Primas del CCC, iniciado en 1988 con la producción de El secreto de Romelia, de Busi Cortés. Este programa consistía en financiar un largometraje a un estudiante de dicho centro, a partir de una selección y un concurso de proyectos.
D) La reorganización del sistema paraestatal cinematográfico, cuya propósito era optimizar los recursos de las entidades fílmicas oficiales y moderar la presencia del Estado en la industria. Esto significaba que se buscaría modernizar la participación del gobierno a cuenta de la desincorporación, venta o liquidación de las empresas que dependían de él.
E) La descentralización del quehacer cinematográfico, que pretendía ampliar las opciones de exhibición de un cine de calidad nacional y extranjero; estimular las actividades académicas y de investigación cinematográficas en el interior del país; extender la experiencia cultural cinematográfica a través de exposiciones, conferencias, cursos y seminarios, entre otros fines.
Una vez definidos los objetivos y las estrategias, el IMCINE reordenó su esquema interno, con el objeto de infundir mayor coherencia a las funciones que venían desempeñando cada una de sus partes. Para ello, y dentro de la dinámica modernizadora marcada por el Plan Nacional de Desarrollo, en primera instancia, y por los cometidos precisados por el naciente CNCA, en segundo término, las líneas de acción del instituto se trazaron a partir de dos vértices: la industrial (que contemplaba la producción, la distribución y la exhibición) y la cultural (que abarcaba los menesteres de formación e investigación, difusión y promoción, y el apoyo y coordinación institucional).