Por Pedro Paunero
¿Qué estamos haciendo aquí?
Hank Sully a Terry Brogan
Hay una escena de antología en la película “Traidora y mortal” (aka. Retorno al pasado; Out of the past, Jacques Tourneur, 1947), que se desarrolla en Acapulco, México, a orillas del mar. Kathie Moffat (Jane Greer), le confiesa a Jeff Bailey (Robert Mitchum), el detective cuyo novio, el mafioso Whit Sterling (Kirk Douglas), ha enviado a buscarla, que sabía que enviarían por ella. Que es cierto que le disparó a Whit, pero que no es verdad que le haya robado cuarenta mil dólares. Jeff tiene que creerle. Entonces, este se inclina para besarla y le dice: “Nena, no me importa”. Esta aseveración subraya la columna vertebral sobre la que todo el género negro levanta sus construcciones, el fatalismo. El noir es el cine que niega lo contingente, confirmando la creencia en el destino. En la predestinación. En el caso de Jeff, la frase no sólo condensa la fe, sin concesiones, hacia la mujer que quizá mienta una y otra vez, para salir adelante con sus planes, sino el enamoramiento pasional que, igualmente, ciega y condena al hombre entregado a dicha mujer. Un sino oscuro cubre a los personajes del noir, recordándonos una de sus varias raíces, el género gótico, con sus personajes condenados y errabundos.
Jeff termina atendiendo una gasolinera en un pueblucho de California, tratando de huir del destino (de ese pasado, concretado en el presente) que, inevitablemente, le alcanzará bajo la forma de un matón, enviado por su ex empleador, para dar cuenta de su trabajo inconcluso. Su búsqueda decidida -camino seguro hacia su propia destrucción-, es arquetípica en el Cine negro, concretando esa “atracción del abismo” que experimentan sus personajes. La Kathie de Jane Greer, al lado de la Phyllis Dietrichson de Barbara Stanwyck, en “Pacto de sangre” (aka. Perdición; Double Indemnity, Billy Wilder, 1944) conforma con esta el modelo de la Femme fatale del subgénero. En la película de 1984, titulada “El poder y la pasión” vemos a Terry Brogan (Jeff Bridges), buscando a Jessie Wyler (Rachel Ward), en México. En esta versión se ha sustituido el Acapulco del filme original, situado en el Pacífico, por el Caribe. Pero seguimos estando en México.
Comienza con la llegada de un avión de Mexicana de Aviación, proveniente de Ciudad del Carmen, al aeropuerto de la isla de Cozumel. Es un paraíso exótico, diferente y, sobre todo, un lugar geográficamente cercano a los Estados Unidos, pero lejano culturalmente, donde poder esconderse. Los actores no profesionales a quienes Terry pregunta por la calle si han visto a Jessie (a un taxista, el dueño de una cantina, parado afuera de su establecimiento, un hombre con un par de cocos en las manos, un vendedor de hot dogs, una anciana que renquea, con una bolsa del mandado e, incluso, a una niña pequeña), se notan un tanto incómodos ante la cámara. Pero eso no importa. Son auténticos, como el entorno de pueblo en que se enmarca esta segunda adaptación de “Build My Gallows High” (William Morrow & Co., 1946), novela de Daniel Mainwaring (conocido también como Geoffrey Homes) que la adaptó para la película (a la que consideraba mejor que su “confuso” libro) y se dedicó, desde entonces, a escribir guiones para Hollywood, entre estos, los de varios otros noirs que se revelan menores ante la talla de “Traidora y mortal”, y el de la relevante “La invasión de los asaltantes de cuerpos” (Invasion of the Body Snatchers, 1956), el clásico paranoico de Don Siegel y la Sci Fi macartista, adaptado de la obra de Jack Finney.
Sin embargo, sería “El poder y la pasión” la película que, sin proponérselo como motivo central, anunció el auge y, con esto, la caída de Tulum y el Caribe mexicano. En “El poder y la pasión”, el oscurantismo propio del noir se sustituye por el glamur. El tiempo ha cambiado. En la década de los yuppies y el auge de las grandes corporaciones, los motivos de “Traidora y mortal”, arquetípicos y, con ello, más acotados, casi desaparecen del todo. El dinero, como fondo, sigue tirando los hilos, pero sus formas de mostrarse -en el poder- ya son otras, y la especulación inmobiliaria se da la mano con la destrucción ecológica.
Terry es un futbolista veterano, y caro, en el equipo de “los proscritos” o “los bandidos” (los Outlaws) de futbol americano, en Los Ángeles, cuya propietaria es Mrs. Wyler (la Jane Greer del filme clásico, en una actuación que hace homenaje a su antiguo papel, pero que no resulta sino una concesión sentimental) quien también se dedica a los bienes raíces. Cuando Terry es echado del equipo sin indemnización, apela a Jake Wise (James Woods), quien lo contrata para encontrar a Jessie, la hijastra de Mrs. Wyler y su expareja, acusándola de haberle robado cincuenta mil dólares y de herirlo con un cuchillo, dejándole una cojera temporal. Terry debe localizarla, a cambio recibirá treinta mil dólares, lo que convierte en sospechosa la intención de recuperar la suma supuestamente robada por ella. ¿Qué pretende Wise realmente?
Mientras tanto, la madre de Jessie se dedica a concretar varios de sus proyectos inmobiliarios, entre estos, alguno al que se han opuesto los grupos ambientalistas -el desarrollo “Wyler Canyon”, situado en las montañas, algunos de cuyos opositores del “Club Sierra”, han sido apoyados económicamente por Mrs. Wyler, quien se los hace ver de forma irónica-, y le ofrece a Terry el doble de paga de Wise, si localiza a la chica para ella e, incluso, la posibilidad de reintegrarlo al equipo, si aceptara. Terry declina seguir a “una chica de 25 años que ha escapado de casa”, y pide ser reintegrado al equipo por su valía, no por cumplir un encargo, lo que para Mrs. Wyler equivale a un desplante. Ahora, Terry aceptará la misión de Wise.
La búsqueda que hace Terry (sin una pista real o efectiva) en las playas, equivale a ese periplo patético (también una búsqueda, aunque no de una persona, pero igualmente de carácter económico) que realiza el vagabundo Fred C. Dobbs, el personaje que interpreta Humphrey Bogart apenas iniciado el neowestern “El tesoro de la Sierra Madre” (The Treasure of the Sierra Madre, John Huston, 1948), mientras se mueve en un marco mexicano (las movidas calles del viejo Tampico, Tamaulipas), exclamando a los pocos estadounidenses que andan por ahí: “Say, mister. Will you stake a fellow American to a meal?”. Se trata de una imagen que hemos visto -quienes hemos vivido en la costa- más de una vez. La de un Spring Breaker que se ha quedado sin blanca, en plena playa, tras la orgía y la borrachera, y se pone a entretener a los mexicanos con suertes y malabares, a cambio de algunos pesos, para pagar el autobús que lo lleve de vuelta al hotel.
Después de los vídeos que todos hemos visto circular en redes sobre un Tulum vacío – ¿los “hemos” visto, cierto? – “El poder y la pasión” (Against All Odds, Taylor Hackford, 1984), se revela profético. En la película original y en esta última, la pareja protagonista -el hombre que busca, la mujer que se esconde- termina enamorándose, aparentemente, en una de las constantes del género, y siendo perseguidos, a la vez, por el mafioso que ha hecho el encargo. El tema electrónico de la película dirigida por Hackford se volvió conocido, y en esta se incluyen canciones interpretadas por Phil Collins (como Against All Odds (Take a Look at Me Now)), Peter Gabriel y otros, que sonaron en el top musical del año. Rodada en color palidece, irónicamente, ante el blanco y negro de la cinta de Tourneur, pero su encanto radica en otra parte -literalmente-, pues es en las locaciones que sirven perfectamente de marco para contar la misma historia, con sus matices distintivos, que la película perdura en la memoria, esas zonas exclusivas de Los Ángeles (Beverly Hills, The Getty Center, Hollywood Palace Theater, Riviera Country Club, Sunset Blv. Century City, en franco contraste con la sórdida oscuridad de los escenarios del filme de Tourneur) y en los soleados destinos de Cozumel, Playa del Carmen, Chichén Itzá y Tulum, en la Rivera Maya. Revisar la película en este tiempo lo deja a uno con un dejo de nostalgia. Las locaciones mexicanas de aquella época bien pueden pasar por cualquier destino modesto de la América Latina del presente, antes de convertirse en los centros turísticos caros y deseados que son ahora, en el Siglo XXI. En esos años guardaban todavía un aire de pueblo, con su gente sencilla, sus avenidas arenosas, sus tiendas de barrio, al contrario de la sofisticación actual, con su espectáculo multicolor, arquitectura de diseñador y su asepsia obsesiva pero aparente.
Después de ir por ahí, con la camisa empapada en sudor, Terry arriba a Tulum, después que Jessie se le ha escapado por poco, al abordar un barco que sólo partía cada seis horas, y se queda prendado de esa ruina maya, a orillas del mar. “Es magnífico, ¿eh?”, dice él. Ella responde, levantando la mirada del cuaderno de esbozos sobre el cual trabajaba: “Si esto fuera Los Ángeles, mi padrastro ya lo habría comprado, lo habría destruido y habría construido condominios. Aquí la tierra los intimida. La dejan en paz, gracias a Dios”. “Hermoso lugar”, añade Terry. “Nada se compara a las ciudades mayas de Yucatán. Chichén Itzá. Debí ocultarme ahí”. “¿Es lo que haces aquí, ocultarte?” “Sí. Jake te contrató”. Jessie visita a Terry en su habitación, haciéndole notar que jamás hubiera sabido dónde se hospedaba ella. “Es el lugar más bonito de la isla. No te vayas sin despedirte. Toma la carretera que sale de la ciudad, hasta el kilómetro diecinueve. Cuando veas las tres latas de Tecate, toma el primer camino de tierra. No te vayas sin despedirte”. Terry llega a una palapa construida con estilo. “¿Así que no tienes electricidad?” “No. Gas propano”. Más adelante, Jessie hace una confesión: “Mi familia no se adueñó de casi todo Bel Air siendo honesta”. Terry se queda con Jessie. Bucean en los arrecifes, corren por la playa, pasean por las calles arenosas, bailan en los restaurantes rústicos al ritmo de jaranas, hacen el amor intensamente en la palapa de Jess. Sudan juntos.
Pero, en las observaciones de Jessie estaba el futuro de Tulum -el de hoy-, con sus playas entregadas a la especulación, y sus rincones secretos invadidos por el alto costo de las cosas. Así, tras una breve separación, en la cual Terry visita el por entonces México D. F., Cuernavaca y Taxco, para no levantar sospechas y engañar a Jake sobre el paradero de Jessie, supuestamente en Campeche, ambos llegan a Chichén Itzá -hoy, una de las “nuevas siete (gentrificadas) maravillas del mundo”-, donde Terry hace algunas observaciones sobre el juego de pelota, preguntándose por cuánto tiempo no ha sido usada la cancha. “Los partidos que se jugaban aquí eran más serios que los que tú juagabas”, le explica Jessie. “A los perdedores les cortaban la cabeza”.
La pareja sufre ya escasez de dinero, y es en ese momento en el cual Jessie le confiesa a Terry que, en efecto, ella tiene dinero de Jake en Ciudad de México. Empero, antes de poder partir a la capital, hasta este edén apartado los alcanzará el entrenador Hank Sully (Alex Karras), a quien han encargado matar a Terry, pero este lo asesina primero, en lo alto de la pirámide del Castillo, después de una escena sexual entre Terry y Jessie, y se deshace del cuerpo, arrojándolo en un cenote. Terry encuentra a Jessie en casa de Jake, en California, y este le pide un último trabajo, que podría costarle la vida. El guion se precipita, distanciándose bastante del original clásico, incluso entorpeciéndose. Al final, cuando la pareje sobrevive, vemos a Mrs. Wyler poniendo la primera piedra para el desarrollo “Wyler Canyon”, y la continuidad de su imperio como “un santuario, lejos del tráfico y la delincuencia de la ciudad de abajo”. Terry se permite una última observación: “Nada detiene al progreso. ¿Verdad? Esta ciudad pertenece a gente como usted”.
“El poder y la pasión” hace pareja con “Cuerpos ardientes” (aka. Fuego en el cuerpo; Body Heat), estrenada tres años antes, en el estupendo debut de Lawrence Kasdan como director, inspirada, a la vez, en “Pacto de Sangre”, en un pretendido emparejamiento de segundas adaptaciones de los dos mayores noirs del cine, pero “El poder y la pasión” poco tiene que hacer al compararla con la película de Kasdan.
Hoy, cuando las imágenes de un Tulum vacío circulan por redes sociales -calles sin turistas, playas sin música, hoteles cerrados-, la escena parece un eco de aquellas observaciones de Jessie. Ese “lugar magnífico” al que aludía Terry, y que Jessie defendía como un refugio más o menos prístino, terminó siendo víctima de este deseo que condenaba, de la explotación del paraíso. Durante la pandemia, Tulum permaneció abierto al turismo, en un acto de glotonería incontrolada, y hoy se nos presenta despojado del bullicio y su glamur; sus playas, alguna vez símbolo del hedonismo global, reafirman sus ruinas frente al mar.
Ese vacío, más que ausencia, funciona como espejo. Muestra el agotamiento del modelo turístico que convirtió un pueblo de pescadores y ruinas mayas en un emporio de lujo, y el precio de haber sustituido la naturaleza por la imagen, más allá de la imagen cinematográfica. El Tulum que Terry y Jessie recorrían en 1984 era todavía un sueño posible; el de hoy, en su silencio y su vacío, recuerda que incluso los paraísos -como las pasiones y los imperios-, tienen fecha de caducidad.
P.S. el beso en la playa, fotografiado en el póster promocional está, por supuesto, copiado del legendario beso dado en “De aquí a la eternidad” (From Here to Eternity, Fred Zinnemann, 1953), entre Deborah Kerr y Burt Lancaster, tantas veces imitado y jamás tan candente como el original.

