Por Matías Mora Montero
Desde Morelia

Cuando uno se entrega al cine, de forma plena y consciente, cede a vivir en una locura eterna. En una simbiosis entre adorar, incluso homenajear las imágenes que te construyeron y a su vez querer destruirlas, entendiendo la posibilidad de frescura y la necesidad de revolución que la experimentación e intuición le pueden brindar al cineasta.

Con la nueva película de Linklater, que relata en forma de crónica y lamentable pero divertida caricatura el proceso de rodaje de “Sin Aliento”, la ópera prima de Jean Luc Godard, comprendo y empatizo con este compromiso con una visión que sólo le hace sentido al intestino de su genio. Godard, bajo la perspectiva de esta película indiscutiblemente americana sobre un fenómeno europeo (por Dios, en una escena en la que Godard conoce a Robert Bresson, se le da a Bresson el mismo trato que se le daría a un cameo en una película de Marvel), es visto como un joven peleando por su voz; de hecho así fue y así somos. Son los estereotipos que encuentras en un salón de escuela de cine, donde aquel recluso que busca hacerlo todo diferente navega entre selvas para más allá de hacerse entender, realizarse como su ser demanda.

Los mejores momentos de la película de Linklater se encuentran en una tradición de detective salvaje, donde la convivencia entre artistas, más que ser una agrupación de genios absolutos, es un grupo de amigos rebeldes, siguiendo su misión de vida inconsciente hacia su inevitable legado. Es decir, la fortaleza de la cinta recae en sus momentos más casuales y cotidianos: un café solitario por donde Godard escribe y espera a su equipo de rodaje, encuentros en el metro, pláticas en fiestas y luchas silentes entre los egos de quienes conformaban las oficinas de Cahiers du cinema.

El aprecio de las dinámicas iniciales entre los miembros de la nueva ola, su admiración por Rosselini y Melville, su urgencia por filmar, denota hasta una ternura, una que todo amante puede entender desde su más vulnerable cariño y deseo por la imagen. En su mayor flojera, la película es una caricatura que se sustenta en los mitos, en su forma de idolatrar, imitar y banalizar figuras que la propia película sabe que son más interesantes y complejas de lo que les da créditos.

El genio y la locura de Godard son propiamente demostrados en la reacción que causa en otros, en sus excentricidades al momento de dirigir y su forma sobre intelectualizada de dialogar,  pero aquello o incluso el cómo de estas formas queda olvidado, no se explora su mezcla de rodar-montar, no se explora el por qué de sus improvisaciones, a Linklater le cae mejor hacerlo todo una comedia aún con el absoluto romanticismo por el cine, por sus formas, por sus leyendas.

Ahí está el detalle, en una escena donde Godard dirige un stunt de acción, remueve la propia acción, declarando que la imagen posterior a esta evoca más. Casualmente, Linklater hace lo contrario, no confía en lo que se pueda inferir, cae en demostrar al mito más allá de justificarlo. Siempre un romántico, esta es su mayor fortaleza y debilidad, desde siempre pero sobre todo en este reciente tiempo en su carrera, donde sus cintas pasan de forma más discreta y asimilan consigo una serie de altibajos que no dejan de ofrecer obras con mucho que ofrecerle al espectador.

En resumen, la forma que Linklater asume para esta película es predecible y convencional, pero no deja de retratar con cierta dignidad un movimiento y a una figura que representaron todo menos lo predecible y convencional. Su luz, la del Godard fumador ignorando al guión y filmando tan sólo aquello que podía sentir, se da a brillar hasta alcanzar al espectador que busca inspiración, que busca rebelarse al revelar su propia verdad. Las reglas deben romperse, el cine debe sobrevivir a su estancamiento estético, Godard vive.