Publicado: 11 de diciembre de 2006
Por Hugo Lara Chávez
“Los neoliberales han devastado nuestra industria cinematográfica”, clama el título del reportaje que Guadalupe Rivera Roy publicó en El Financiero, el 26 de septiembre de 1995, como una segunda parte de una extensa investigación sobre el cine mexicano. Este encabezado expresa muy bien lo que podría llamarse como el Síndrome Trasexenal: la sensación de cruda y desengaño manifiesto en los mexicanos y todas las órbitas sociales después de leer diariamente en los periódicos la olímpica tomada de pelo, el ultraje y las triquiñuelas perpetradas por el gobierno que apenas terminó.
Víctor Ugalde, presidente de la Federación de Cooperativas de Cine y Video, citado por Rivera Loy, mete la primera estocada: “De los slogans líbrame señor. En realidad entre 1988 y 1994 y lo que va del 95, se ha utilizado eso del nuevo cine mexicano como una cortina de humo que impide ver el fondo. Sucedió en el cine lo que pasó en la nación con la propaganda de Salinas: mientras se estaba festinando y publicando las carreras de los burócratas a través de los logros de unas cuantas películas bien hechas y muchos fracasos económicos, al mismo tiempo se estaba desbaratando la infraestructura industrial”.
Si 1994 fue un año de sofocantes convulsiones políticas, 1995 fue el año de las mentadas de madres, del otra-vez-nos-esquilmaron, de la cacería de brujas y del via crucis trasexenal repleto de lamentaciones. Entonces muy a pelo viene cualquier reclamo y todas las condenas que se reprimieron durante seis años encuentran razón y motivos. Es un juego de pirotecnia. Un aquelarre. Ahora sí se vale apuntar la artillería contra los que durante seis años eran vistos como paladines del país. Con buenos argumentos, pero sobre todo, con afirmaciones invocadas por el escarnio y la sorpresa, resulta que las mayorías repudian al viejo régimen, y al presidente que antes aplaudían lo desconocen. Sea legítimo o no, todos le entran a atizar el fuego inquisitorio contra las carnes y las almas impías y corrompidas de los antiguos gobernantes y sus esbirros. Al fin, todos se reconocen burlados.
Y en este panorama, cualquier frase que denoste las acciones del anterior régimen es un festejo autoflagelante tardíamente ejercido. Esto también es parte de la pujante industria de la reclamación, como sabiamente advirtió el subsecretario de gobernación zedillista, Arturo Núñez, con motivo de los disturbios en Tabasco de febrero del 96. Por eso, a la bien elucubrada acusación de Guadalupe Rivera Loy, “los neoliberales han devastado nuestra industria cinematográfica”, le falta la apéndice de la sentencia, la quinta esencia de la tragedia mexicana: porque el régimen comete y acomete por concesión y omisión de la industria de la reclamación.
En enero de 1995 fue nombrado Jorge Alberto Lozoya para ocupar la oficina que antes pertenecía a Durán, en el quinto piso del edificio de IMCINE, en la calle de Tepic. Como pasó con casi toda la administración zedillista en su primer año, Lozoya lució por su ineficiencia, su incompetencia, su intrascendencia y sus incontables inetcéteras. “Lozoya es un hombre al que le faltan dos cosas muy importantes -me advirtió en una entrevista don Gabriel Figueroa- no sólo para estar al frente de IMCINE, sino para desempeñar cualquier cargo: le faltan sentido común y sentido del humor”. En su primer año de administración, el funcionario del quinto piso justificó su ostracismo esgrimiendo el argumento de la crisis económica, argumento que, por otra parte, no contó a la hora de despilfarrar una fortuna para remodelar y reacondicionar el edificio y las oficinas del nuevo funcionario cinematográfico, o para montar un irrisorio espectáculo teatral, dizque fastuoso, para conmemorar el centenario del cine en la ceremonia de los Arieles del 95 (en el que se incluyó, en serio, una coreografía rapera que azuzó silbidos de repudio entre los asistentes al evento, seguidos por vivas al cine mexicano y mueras a Televisa, también en serio).
Mientras el sector paraestatal cinematográfico, comandado por IMCINE, dejó prácticamente en ceros las actividades de producción, Lozoya puso en marcha un proyecto incubado desde la administración anterior: el circuito de cine de calidad, el cual consiste en exhibir, previo convenio con algunas empresas distribuidoras y otras organizaciones (Videocine, Latina, Artecinema, Bertelsmann de México, y Europa Films, además de la Filmoteca de la UNAM y la Fundación Carmen Toscano), las películas consideradas de calidad que distribuye el Instituto, ya sean nacionales o extranjeras. Con esto se pretendía conservar una salida comercial para todos los productos que, una vez desincorporada Cotsa, no tendrían posibilidades de exhibirse fácilmente en las cadenas de exhibición comerciales. Así, estas películas “de calidad” tendrían la oportunidad de llegar al gran público, a condición de demostrar su rentabilidad en una semana. Sin remitente, película de Televicine de Carlos Carrera, fue la primera en poner en práctica este proyecto, con un pobre y previsible resultado.
Daniel Zimbrón Ortiz, subdirector de Promoción del IMCINE zedillista, describe el problema de la exhibición en México en el artículo de Rivera Loy. Su opinión al respecto arroja nuevas luces sobre la maraña burocrática imcinera: “los canales están muy copados y muy marcadas las tendencias respecto de las distribuidoras, y el gusto del público mexicano por el cine mexicano, que es un fenómeno mercadotécnico de difícil explicación (sic). El gusto ha disminuido en algunos sectores y otros que ven cine mexicano ven mal cine”
Hay más. Al respecto del retraso para la exhibición de las películas producidas por el Instituto, Zimbrón capotea las acusaciones. “En realidad no es tanto tiempo, este periodo de películas (sic) haciendo cola es extraordinario, no se ha dado nunca que tengamos tantas películas esperando, pero por la crisis económica se tuvieron que diferir algunas películas que están terminadas y listas para exhibirse en festivales, pero sin el apoyo mercadotécnico para su salida comercial. La crisis retrasó a los productores para lanzar los títulos a nivel comercial. Este retraso se acumuló y lo estamos sufriendo ahorita. Muchos realizadores te dicen que su película ya está, pero está la primera copia y no lo demás, ¿y el internegativo? ¿y la carta de acceso al internegativo? ¿y las transparencias promocionales dónde están? No las han entregado”.
Desde la perspectiva de Zimbrón, según lo que se alcanza a entender de sus veleidosas explicaciones, es que el problema de la exhibición está canijo pero no tanto: si no fuera por la crisis (crisis, yo te bendigo) los productores ya habrían entregado sus internegativos, sus cartas de acceso al internegativo, sus transparencias promocionales y hasta, muy probablemente, sus cartas de acceso a las transparencias promocionales. Si no fuera por la crisis, bendita crisis, el sombrío paso de En el aire por la cartelera, ocurrido luego de las declaraciones de Zimbrón, hubiera sido, sino notabilísima, al menos decorosa, porque no se habría programado, uno se imagina, para diciembre del 95, justo cuando se programaron, también, los exitazos hollywoodenses, y entonces, quizá su título hubiera permanecido más tiempo en las marquesinas de los cines.
En contraposición a Zimbrón, Víctor Ugalde reclama industrialmente la reticencia oficial para distribuir las películas que el mismo Estado produce: “El informe oficial de IMCINE dice que en 1989 se hicieron un montón de películas, de las cuales no se han exhibido Bonampak, de Raúl Contla; Cuatro postes, de Luis Alcoriza nadie la conoce, y Amor Vagabundo, de Hugo Carvana. En 1990 tenemos en la misma situación El viaje, de Fernando Solanas; en el 91 todas se estrenaron, en el 92 La línea de Rimoch, y Un muro de silencio de Lita Stantic; en el 93 En cualquier parte fuera de este mundo, de Alicia Violante; En el paraíso no existe el dolor de Víctor Saca, y La orilla de la tierra, de Nacho Ortiz. Y del 94 no se ha estrenado Jonás y la ballena rosada, de Valdivia; Reina y rey, de Julio García, El misterio de los mayas, que apenas están haciendo su campaña promocional; Sucesos distantes, de Guita Schyfter; Luces de la noche, de Sergio Muñoz, y Un hilito de sangre, de Neumayer”.
Más adelante, Ugalde la emprende contra la administración salinista y su prolongación zedillista: “Por falta de visión los productores tradicionales perdieron su brazo derecho, Películas Nacionales, que facturaba ella sola más que todas las transnacionales en el país, a lo que se sumó la venta de Cotsa. En pocas palabras, todo el camino que se había acumulado en 30 ó 40 años, en un sexenio de neoliberalismo, de 88 a 94, se perdió, y ahorita estamos con la misma infraestructura de 1930, nada más que con grandes diferencias: en 1930 éramos menos habitantes y hacíamos más películas, teníamos una ley que más o menos nos protegía, y ahora estamos produciendo lo mismo que Cuba, que es un país bloqueado, donde hacen entre 9 y 10 películas al año”.
D.R. HUGO LARA 1996