Por Pedro Paunero
Más allá de nuestro tiempo y de nuestro universo
hay un planeta amenazado por extraños invasores,
donde un joven debe rescatar a su amada de las garras de la Bestia.
O arriesgarse a ver morir su mundo.
Krull. Un mundo años luz más allá de su imaginación.
Del póster de “Krull”.
La extrañeza que causa “Krull” (Peter Yates, 1983), la primera vez que alguien la ve, radica en un comienzo muy de ciencia ficción: una fortaleza de piedra, como una montaña volante, formada por escarpados riscos, atraviesa el espacio, cual nave sideral, para invadir planetas ajenos. Pero cuando la fortaleza aterriza en el mundo de “Krull”, planeta con dos soles, lo ha hecho en un entorno medieval, con un par de reyes enfrentados, padre uno de una bella princesa, a quien raptará “la Bestia”, el invasor del espacio, para hacerla su esposa, y el otro, padre de un príncipe, de quien sabemos, desde el principio, que cumplirá su destino de héroe para engendrar a un heredero que regirá los destinos de toda la galaxia. Esta mezcla de tópicos, propios de “El Señor de los anillos”, entrecruzados con los de “Star Wars”, son los que han dado justa fama a la película, derivada de un guion de Stanford Sherman, que había sido responsable de varios capítulos de la serie televisiva “Batman”, la de los años sesenta, y que tomara de aquí, allá y acullá elementos “prestados”, sobre todo del juego de rol “Calabozos y dragones” y otros varios, en una trama de la que bien podríamos jugar a “adivina a qué película pertenece esta escena o personaje”.
La relación entre la princesa Lyssa (Lysette Anthony), separada de su prometido Colwyn (Ken Marshall, el “Marco Polo” de la magnífica serie de Giuliano Montaldo, de 1982) en plena boda, y la bestia del espacio, nos remite a “la bella y la bestia”, sin la bondad del corazón de la criatura del cuento. Aquí “la Bestia”, el invasor interplanetario, la mantendrá prisionera en su fortaleza móvil (capaz de desplazarse, mágicamente, hacia las montañas, el mar o el desierto a diario), en unos interiores tan asépticos como los de sus propios castillos, que más que artificiales resultan artificiosos, pero que otorgan una estética propia a la cinta.
Los proscritos que encuentra el príncipe, liderados por Torquil (Alun Armstrong) y que se entregan de buena gana a salvar su mundo, en esa misión heroica, propia de destinos prefijados y gloriosos, nos recuerdan la banda de ladrones buenos de Robin de Sherwood (Ken Marshall había expresado que, por un tiempo, deseó interpretar a Robin) y el papel de iniciador de Ynyr (Freddie Jones, ese gran actor británico de carácter, que fuera Bytes, el “dueño” de John –o Joseph- Merrick, el “hombre elefante” en la película de David Lynch, de 1980, y que sería Thufir Hawat, el “Mentat”, Maestro de Asesinos, de la malhadada adaptación de la novela “Dune” de Frank Herbert, también por parte de David Lynch, un año después) corre en paralelo con todos los personajes que impulsan los destinos heroicos, desde aquellos mencionados en la mitología griega, pasando por las novelas de caballería, hasta el cine fantástico más contemporáneo.
Así mismo, hay varias pruebas iniciáticas en su historia: la sustracción de la lava ardiente del “Glaive” (la “estrella de cinco dagas” que, una vez en manos de su poseedor, abre cada brazo, haciendo saltar una navaja retráctil, y que se arroja como un boomerang o una suerte de artefacto ninja), un arma poderosa, única capaz de destruir al enemigo, que emparenta con ese objeto numinoso que es el Anillo Único de Tolkien, que sólo se puede destruir en la lava del volcán el “Monte del destino”; el hermoso y, a la vez, aterrador intermedio que narra la historia de amor entre Ynyr (que debe salvar la distancia entre la entrada de la cueva y su amor de antaño, sorteando el destino de morir bajo los pedipalpos de una gigantesca araña blanca) y “La viuda de la telaraña” (Francesca Annis), poderosa vidente, a quien no podemos dejar de comparar con la vengativa Miss Havisham de la novela de Charles Dickens “Grandes esperanzas”, envejecida, marchita y maldita por haber asesinado a su hijo, por despecho, cual Medea, que sabe el próximo movimiento de la fortaleza negra (la mejor secuencia de toda la película), o la doma de las “yeguas de fuego”, capaces de recorrer mil leguas en un día, cuyos efectos especiales de “vuelo” resultan francamente risibles.
En el mundo de “Krull”, como en los cuentos de hadas pero, sobre todo, en la literatura del subgénero de Fantasía heroica, hay magos torpes y divertidos, como Ergo “El Magnífico” (David Battley, el Mr. Turkentine en “Willy Wonka y la fábrica de chocolates” de Mel Stuart, del año 1977), claramente el patiño de la película, capaces de cambiar de forma, que sobreviven a todo, y magos poderosos y ciegos, como Seer, “el Vidente esmeralda” (John Welsh), que acceden a visiones prohibidas y mueren. Hay un cíclope, Rell (Bernard Bresslaw), enemigo declarado de los invasores, con quienes su raza había hecho un pacto (el de renunciar a uno de sus ojos para ver el futuro) pero que habían sufrido traición, pudiendo ver sólo el día de su muerte, que se une a la misión en contra del invasor; hay escenas de terror y, también, una sarta de ridiculeces (por ejemplo, el diseño de “la Bestia” o los “rayos” que parten de las armas de los entes invasores), dando como resultado final una película memorable e ingenuamente encantadora, pero un desastre en la taquilla. Se trata de todo un espectáculo híbrido, digno de ver, a pesar de la banda sonora (interpretada por la Orquesta Sinfónica de Londres), pretendidamente épica, del meloso y mediocre compositor James Horner que, para el caso, puede considerarse de lo mejor que ha escrito.
Su director, Peter Yates, que había dirigido el clásico “Bullit” (Bullitt, 1968), y varios capítulos de la serie televisiva de “Simon Templar, el Santo”, asumió la tarea de dirigir “Krull” con entusiasmo, para evitar ser encasillado como director de filmes policíacos. Le dieron una partida de unos 30 millones de dólares (de los que recaudó la mitad en cines), y comenzó a trabajar en los Estudios Pinewood de Londres, incluyendo el set de “James Bond, 007”. Hacia medio rodaje abandonó el proyecto, aduciendo (según palabras de Brian Johnson, responsable de los efectos especiales) que le había quedado grande el paquete. Yates, pues, se perdió tres semanas en el Caribe, antes de reasumir la carga, cual Sísifo del cine, y terminar esta inverosímil cinta, cuyo estreno sucedió un 29 de julio de 1983.
“Krull”, que ya contaba como antecedente la extraordinaria adaptación que, de la obra de Sir Thomas Malory (Le Morte d´ Arthur, publicada en 1485), hiciera John Boorman, con su “Excalibur” (1981), compitió en taquilla, en varios países, con “El retorno del Jedi” de George Lucas, y no tuvo mucho que hacer, pero se recuerda como un intervalo anómalo entre el mar de producciones enmarcadas en la Fantasía heroica, en la que se inscriben títulos malísimos (“La espada salvaje de Krotar” de Michele Massimo Tarantini, de 1982, o “Los bárbaros” de Ruggero Deodato, de 1987), grotescos e irregulares, pero fascinantes (“La conquista de la tierra perdida” de Lucio Fulci, de 1983), pasando por los extraordinarios (“Conan el bárbaro” de John Milius, de 1982 o “Señor de las bestias” de Don Coscarelli, de 1982), hasta las súper producciones de excelencia (trilogía de “El Señor de los anillos” de Peter Jackson, 2001 a 2003).
Película jamás olvidada, fue toda una extrañeza de nuestra infancia y hoy, resulta una divertidísima culpabilidad de la adultez.