Publicado: 11 de diciembre de 2006
Por Hugo Lara Chávez
Con este término el IMCINE englobó las actividades básicas de la industria cinematográfica: la producción, la distribución y la exhibición.
En cuanto a la producción el IMCINE se fijó como metas, para aquellas realizaciones en que participaría, elevar la calidad temática, artística y técnica del cine mexicano; impulsar el ingreso a la industria de jóvenes cineastas, optimizar y racionalizar los recursos cinematográficos estatales, y estimular la descentralización de la industria cinematográfica hacia el interior del país, según las infraestructuras y condiciones en cada caso.
Para la aprobación de proyectos en los cuales IMCINE participaría como coproductor, se estableció un Consejo Consultivo, el que tendría la misión de evaluar y, en su caso, recomendar el apoyo oficial. Dicho consejo estaba integrado por miembros de la comunidad cinematográfica o personalidades del ámbito intelectual cercanas a ésta. El primer consejo, para los años 89-90, estuvo integrado por Felipe Cazals, Tomás Pérez Turrent, Busi Cortés, Alfredo Joskowicz, Alejandro Pelayo, Jorge Sánchez y Eduardo Maldonado. En el periodo 91-92 estuvieron Víctor Hugo Rascón, Hugo Hiriart, Diego López, María Novaro, Luis Alcoriza y María Rojo. Finalmente, para los años 93 y 94, el consejo se integró con Silvia Pinal, Diana Bracho, Paco Ignacio Taibo I, Carlos Savage, Francisco Sánchez, Juan Mora y Bertha Navarro. Además, en los tres periodos repitieron Pedro Armendáriz, Manuel Barbachano Ponce, Gabriel Figueroa y Gabriel García Márquez.
Una vez aprobado el proyecto, el IMCINE aportaba una cantidad para la realización de la película (entre un 30 y un 60 por ciento). El resto lo completaba a veces al Fondo para el Fomento de la Calidad Cinematográfica, y el propio promotor del proyecto, o sea el productor, que en muchos casos era el mismo realizador o alguno de sus colegas y amigos, organizados en forma de cooperativas o de pequeñas empresas productoras. Estos obtenían recursos a través de patrocinios, de aportaciones de los gobiernos de los Estados donde filmarían y de otras instituciones del ámbito académico o cultural.
Para contrarrestar la ausencia de calidad temática de las películas mexicanas, el IMCINE creó un Banco de Guiones, en el cual se alentaba el desarrollo y el tratamientos de argumentos cinematográficos que, en algunos casos, llegaron a producirse. En total, a lo largo de seis años, fueron 45 guiones los que se trabajaron, de los cuales 19 se filmaron.
Durante el periodo 1989-1994, el IMCINE participó en la producción de 61 largometrajes (de los cuales ocho fueron coproducciones internacionales), 47 cortometrajes y cinco series de televisión. Además, debutaron en la realización de largometrajes 26 cineastas (todos ellos habían realizado previamente cortometrajes o tenían cierta experiencia dentro de la industria) cinco de los cuales provinieron del Programa de Operas Primas que el Instituto junto al CCC realizaban por concurso cada año. Las cifras quedaron establecidas del siguiente modo:
Al comienzo, no fue venturosa la incursión de la nueva administración de IMCINE, según lo reportaba la taquilla. En 1989, por ejemplo, ninguna película producida por el Instituto y estrenada ese año como Días difíciles (Pelayo, 87), El costo de la vida (Montero, 88), El secreto de Romelia (Busi Cortés, 88), Mentiras piadosas (Ripstein, 88) o Esperanza (Olhovich, 88), pudo competir con las favoritas del público, como Escápate conmigo (René Cardona Jr.), Violación (Valentín Trujillo, 87), Vacaciones de terror (René Cardona III, 88), Sabor a mí (René Cardona Jr, 88) o Tres lancheros muy picudos (Adolfo Martínez Solares, 88), en ese orden, las cintas mexicanas más taquilleras del año y, por demás está decirlo, obras de los productores privados. Sin embargo, fueron las películas extranjeras las que dominaron la cartelera durante ese año: Batman, Duro de matar, Indiana Jones y la última cruzada, El karate Kid III o Los cazafantasmas II.
Resulta curioso el hecho de que, entre todos los realizadores mexicano de las cinco películas más comerciales, cuatro de ellas hayan sido dirigidas por los descendientes de notables realizadores de la época de oro. Es decir, los herederos naturales de lo que fue, según los criterios convencionales, uno de los mejores momentos de nuestro cine, se encontraban realizando las peores basuras de la cinematografía nacional, pero eso sí, sin descuidar la taquilla.
En 1990 algunos hechos importantes vinieron a modificar el panorama del cine nacional. Por una parte, el 27 de marzo de ese año apareció publicado en el Diario Oficial de la Federación una resolución procedente de la Secretaría de Programación y Presupuesto que a la letra decía, en una de sus partes, lo siguiente: “Se autoriza la realización de las gestiones conducentes a la disolución y liquidación de las empresas de participación estatal mayoritaria denominadas Compañía Continental de Películas, S.A., Corporación Nacional Cinematográfica, S.A. de C.V., Corporación Nacional Cinematográfica de Trabajadores y Estado Dos, S.A. de C.V., Nueva Distribuidora de Películas, S.A. de C.V., y Publicidad Cuauhtémoc, S.A. de C.V.”. El anunció no fue tomado con sorpresa, pues desde el inicio de la nueva administración de IMCINE, se había planteado la posibilidad de desincorporar o liquidar algunas de las empresas fílmicas dañadas por los adeudos o el elefantismo burocrático.
Durán Loera explicaba este proceso en los términos siguientes, durante una entrevista realizada un año después: “La parte estatal, la participación del Estado en el cine, como bien dices, se ha restringido. En este año, nosotros hemos liquidado dos compañías productoras, una compañía publicitaria, una compañía distribuidora llamada Continental y otra compañía distribuidora llamada Nueva Distribuidora de Películas. La razón de esta liquidación, fundamentalmente, fue a la crítica situación financiera de estas empresas que ya gravitaban sobre el subsidio que recibe el cine. Yo creo que con esta reestructuración, el dinero irá directamente a la producción de películas y menos al pago de burocracia. Por otro lado, con el hecho de que el Estado prescinda de algunos de sus estudios (los Churubusco-Azteca y los América), o de las compañías de distribución internacional (Películas Nacionales), y posiblemente de la exhibidora (Cotsa), no hace más que tratar de optimizar los recursos que tiene para el cine, que son limitados”.
Más adelante remataba con la idea de lo que debía hacer el IMCINE: “En México, el IMCINE deberá convertirse, según mi punto de vista, en un cuerpo que financie, que estimule, que aliente la creatividad, pero no [deberá convertirse] en el productor y distribuidor de todo el cine nacional, como en algún momento lo fue, sino [deberá] dejar espacio para que el sector privado, la sociedad civil en su conjunto, los jóvenes cuando terminen sus estudios, o cualquier otra persona, pueda válidamente tener una compañía de distribución o de exhibición o de producción, sin tener que enfrentar una competencia, digamos, muy agobiante por parte de las empresas del Estado”.[1]
A raíz de estas primeras privatizaciones, los rumores se hicieron cada vez más fuertes en torno a la posible venta de la Compañía Operadora de Teatros, S.A. (COTSA), todavía en manos del Estado. Ignacio Durán adelantó, en conferencia de prensa, que se estudiaba la situación financiera de COTSA. Un día antes, el 26 de marzo, apareció una nota en el diario La Jornada, firmada por Patricia Vega, en la que se afirmaba que Nafinsa había iniciado un estudio para evaluar la posible desincorporación de COTSA. Esta cadena de salas exhibidoras estaba en manos del gobierno desde 1960 con el fin de regular la exhibición de un modo más cabal (cosa que nunca se hizo), y así neutralizar el dañino poder de los monopolios. Para 1990, COTSA contaba con una buena cantidad de cines -gran parte de su propiedad y otro tanto arrendados- que sumaban alrededor de 397 salas en todo el país. Sin embargo, varias de ellas estaban en malas condiciones y la empresa se encontraba endeudada con fuertes cantidades que había obtenido como préstamo para modernizarlas.
A pesar de su grave situación financiera, COTSA significaba una garantía de exhibición para los filmes mexicanos producidos por el gobierno. Deshacerse de ella, como después sucedió, significaba acabar con el único bastión de salida comercial con el que contaban los filmes mexicanos que provenían del Instituto.
A propósito de todos estos cambios el cineasta y ex director de IMCINE, Alberto Isaac, se refirió, en una entrevista hecha por Marco Lara Klahr y publicada en El Financiero en 1991, a las dificultades que entrañaba la intervención del Estado dentro de la industria cinematográfica. “He estado, como dicen, en el vientre de la ballena -afirmaba Isaac- y como ex director de Imcine siento la manipulación del cine nacional por parte del Estado. Esto me lleva a afirmar que el Estado mexicano no debe hacer cine sino propiciarlo; debe alentar a las escuelas de cine y la participación en festivales; debe premiar buenos argumentos, hacer concursos de argumentos. Hay mil maneras de ayudar de buena fe y ahora que el Estado está tan privatizador, con la bandera de que lo que no es rentable debe privatizarse, no sé qué espera para hacerlo con el cine, que es el negocio más ruinoso del mundo. Si el argumento es que hay que intervenir en el cine porque necesita ayuda, entonces lo que tiene que hacer el Estado es ayudarlo más y no obstaculizarlo con la maraña oscura y siniestra de una burocracia que es tan onerosa y tan deficiente.”
Mientras este debate ocurría, otro hecho habría de tener gran impacto en 1990: la exhibición de Rojo amanecer, una película que vino de algún modo a cambiar la percepción del público clasemediero sobre el cine mexicano. En su momento, Rojo amanecer fue considerada la inauguradora de una nueva corriente, fresca y vanguardista, dentro de la filmografía nacional.
El caso de Rojo amanecer tiene varios aspectos de interés. Para empezar, se trató del regreso a la realización de Jorge Fons, alejado del cine desde 1977, año en que dirigió Los albañiles. En principio fue una producción independiente que inició Fons junto a otros promotores del proyecto, entre los que se encontraban el actor Héctor Bonilla y el guionista de la cinta Xavier Robles. Como toda película independiente, ésta contaba con pocos recursos, tanto así que a medio rodaje la producción estuvo a punto de malograrse, a no ser porque entró al rescate Valentín Trujillo, un actor muy popular que había crecido en el cine de acción, de narcotraficantes y policías.
Lo más atractivo de la cinta es el tema y la audacia con el que se trató: el conflicto estudiantil del 68, y particularmente la matanza de Tlaltelolco del 2 de octubre. Hay que observar que, en 1990, año en que se estrenó Rojo amanecer, el asunto aún provocaba gran polémica y era un tema tabú y prohibido por el gobierno. Además, los encendidos comicios presidenciales del 88 todavía estaban presentes, tanto como el presunto fraude que llevó a Los Pinos a Salinas de Gortari, por lo que el momento no parecía propicio para la liberación de la censura política. En este escenario, fue asombroso el hecho de que Rojo amanecer no terminara enlatada, y que el gobierno autorizara su exhibición en 1990, a cambio de dos cortes en los que se aludía al ejército.
Con todos estos ingredientes la película ganó en promoción, pues bien a bien carecía de otros factores atractivos para los espectadores, pues formalmente era muy austera (todo se desarrollaba en el ambiente claustrofóbico de un departamento). Movido por morbo y curiosidad, el gran público se volcó a verla en los cines en que se programó. El éxito fue rotundo. Tanto que, de entre las diez películas mexicanas más taquilleras del año (por cierto, entre las que no apareció ninguna de IMCINE) Rojo amanecer ocupó el cuarto lugar, solo superada por La risa en vacaciones, Dios se lo pague y La camioneta gris.
En esta coyuntura, se autorizó también la exhibición de la película prohibida de Julio Bracho, La sombra del caudillo, que había permanecido enlatada o confinada a las exhibiciones clandestinas desde su realización, en 1960. Estos casos parecieron anunciar tiempos de apertura y liberalidad oficial. Sin embargo, no hay que perder de vista que estos hechos se insertaban en los esfuerzos vistosos que hacía el gobierno de Carlos Salinas para legitimarlo en el poder, para tornar amable la imagen del presidente ante la opinión pública y para ganar la simpatía de la población.
Esos sucesos ayudaron para cambiar el ánimo de la comunidad cinematográfica. Alentados por el éxito de Rojo amanecer, algunos productores privados decidieron probar suerte en el cine “de contenido”, como algunos llamaban graciosamente a las películas en que sí existía un argumento coherente, una producción decorosa y una realización, sino inteligente, por lo menos con oficio.
El objetivo era llegar a la clase media. Había que convencerlos de que el cine mexicano podía ser bueno y valía la pena que lo vieran. Las preguntas eran: ¿por qué insistir en que el público natural del cine mexicano deben ser las clases medias a pesar de que sólo lo ven las clases bajas? ¿por qué intentar atraer al cine mexicano a los menos, es decir a los clasemedieros, si los pobres son los más? ¿por qué no pretender hacer un cine de más calidad no para la burguesía sino para el lumpen? ¿existe alguna contradicción que haya concebido el divorcio entre un cine de calidad y el público popular?
Existen varias respuestas para cada interrogante, pero básicamente todo gira entorno a un poderoso factor: el mercado. Al comienzo de los años 90, el público más constante de las salas cinematográficas es el que proviene de las clases medias. El público del cine mexicano habían sido las clases populares, incluso en la ya muy aplaudida y manoseada época de oro. No fue la pequeña burguesía ni las clases medias las que consolidaron y endiosaron a figuras como Cantinflas, Tin Tan, Pedro Infante, María Félix o cualquier otra luminaria de su era. En realidad ellos los descubrieron mucho tiempo después, cuando se bautizó la época de oro como tal y cuando, entonces sí, los ídolos populares dejaron los altares malolientes y se tornaron en objetos dignos de alabanzas y de estudio (que al fin y al cabo bien lo merecían).
Pero lo que veían en las cintas mexicanas de entonces las clases populares, difería mucho de lo que veían las mismas clases en el cine mexicano de comienzos de los años 90. La diferencia estribaba en la pauperización argumental, y en la de los presupuestos y recursos de producción. El cine mexicano se empobreció, según se ha narrado a lo largo de esta investigación. Las clases populares se multiplicaron, pero empobrecieron igualmente su exigencia cinematográfica.
La cantidad de películas que se hizo en la época de oro fue proporcionalmente grande en relación a la que se hacía al empezar la década de los 90 (aunque en cantidad sea casi lo mismo, hay que tomar en cuenta el crecimiento de la población del país). Esa cantidad permitió, durante los años 40, la existencia de numerosas películas convencionales, muchas de ellas de poco interés. Sin embargo, ese fenómeno se equilibraba porque, al haber volumen de producción se favorecían la existencia de un cine creativo o más propositivo. Es decir, la gran cantidad de películas convencionales que buscaban el éxito en taquilla pagaba la cuota de las películas que tenían otros propósitos, en términos estéticos y artísticos.
Cuando se rompe esta simbiosis, cuando sucede el desequilibrio, el cine mexicano se viene abajo. Por eso, mientras las producción privada se estancó drásticamente a partir de los años 70, fracasaron también las políticas de estímulo al cine de calidad, que el Estado trató de imponer desde ese entonces, porque ya no existían garantías para que la industria se retroalimentara, creciera y prodigara beneficios.
Al respecto, en una entrevista de 1990, Durán Loera reflexionaba acerca de la participación de los empresarios cinematográficos: “Hay qué recordar que los productores privados fueron los responsables de las mejores películas que se han hecho en México, digamos, aquellas que se reconocen dentro de la época de oro. Es hasta época reciente y que debido a los problemas económicos, de falta de recuperación, el productor privado, el distribuidor, se ha empeñado en hacer un material que francamente no es competitivo en ningún país que no sean los Estados Unidos para el público hispano. Yo creo que ese es un callejón sin salida en el que el productor se ha metido en épocas recientes. Más que tener un plan para contrarrestarlo (este fenómeno), lo que el IMCINE ha estado haciendo es hablar con los productores privados, tratar de concertar con ellos nuevas opciones. Por ejemplo, una película del corte de Rosa de dos aromas o El extensionista o recientemente Rojo amanecer, que es patrocinada por Valentín Trujillo, y las otras por productores privados, tienen mayores posibilidades de venderse, aparte de los Estados Unidos en países europeos […] Entonces, lo que estamos tratando de hacer con ellos, es que eleven por propio convencimiento la calidad de sus producciones, para hacerlas cada vez más competitivas”.
Para demostrar sus argumentos, Durán citaba como ejemplos los casos de algunas compañías televisoras europeas, como el Canal 4 de Inglaterra, la BBC de Londres y la Televisión Española, que en esas épocas comenzaban a interesarse por adquirir filmes latinoamericanos. “Los productores privados -añadía más adelante-, viendo este fenómeno, yo pienso que paulatinamente se darán cuenta que las películas de sexo, las películas de albures, las películas de violencia están dejando de tener público; de hecho […] ya en este momento en México tienen mucho más público las películas, digamos, blancas, de canciones, de temas así, que las películas de acción”[2].
Con estas palabras, se alcanzaban a distinguir las intenciones que el IMCINE ejercería en términos de producción: fomentar un cine con calidad que pudiera conciliarse con la taquilla; un cine más pulcro que pudiera atraer a las clases medias y colocarse en el mercado extranjero vía festivales; un cine cuyos autores sacrificaran parte de la búsqueda de ideas abstractas, como el cine de autor de antaño, en beneficio de un producto que resultara rentable y atractivo para los consumidores cinematográficos, un cine estandarizado pero de alta calidad. Este viraje comienza a rendir frutos pronto: si las películas coproducidas por el Instituto en 1989 fueron todas un fracaso en taquilla (salvo Pueblo de madera, que tuvo regular respuesta* ), en 1990 se enderezó el rumbo y la producción de ese año, estrenada al siguiente, obtuvo mejores dividendos. Así lo demostraron los casos de Danzón (María Novaro) y Cabeza de Vaca que ocuparon, entre las cintas mexicanas más taquilleras del 91, los lugares siete y diez respectivamente. También aparece en la lista, en el lugar número seis[3], La Tarea (Hermosillo), que tuvo una participación de IMCINE algo misteriosa, pues no figuraba en la lista de producciones que reporta la memoria del mismo instituto. A estos títulos se sumaron otros más que fueron bien recibidos por el público y la crítica: La mujer de Benjamín (Luis Carlos Carrera) y Sólo con tu pareja (Alfonso Cuarón); además de otras menos favorecidas como Bandidos (Luis Estrada), y Ciudad de ciegos (Alberto Cortés).
La misma tónica ocurrió en la producción del 91 y aunque en ese año no fueron tantas las películas que obtuvieron buenos ingresos en taquilla, las cifras se compensaron con los sonoros éxitos de Cronos (Guillermo del Toro) y sobre todo de Como agua para chocolate (Alfonso Arau). Esta última significó, en 1992, el primer y el último gran golpe de taquilla que daba el cine oficial salinista. Basada en una novela muy popular, Como agua para chocolate logró llamar la atención del público gracias a un relato facilón de corte romántico que sacaba partido de ingredientes folclóricos y tradicionalistas. En algo ayudó, también, que en su reparto apareciera Marco Leonardi, un joven actor italiano que había alcanzado cierto prestigio internacional debido a su participación en la espléndida cinta italiana Cinema Paradiso, de Giusseppe Tornatore. Además, Como agua tuvo a su favor una buena hechura técnica, muy por arriba de la creatividad del director.
Como agua para chocolate logró grandes recaudaciones también fuera del territorio nacional, particularmente en los Estados Unidos, donde en 1993 se colocó como la película extranjera más taquillera.Para entender en parte ese fenómeno, hay que ubicarse en las negociaciones del Tratado de Libre Comercio que el gobierno de México gestionaba con los de Estados Unidos y Canadá. Una película como ésa, exportaba una imagen impoluta y amigable de lo mexicano, una imagen conservadora y de sabrosos rasgos típicos, una imagen que podía venderse y que era muy conveniente para ganarse las simpatías de nuestros futuros socios comerciales.
El resto de la producción de 1991, además de las dos ya mencionadas, se compuso con cintas poco afortunadas en taquilla, como Serpientes y escaleras, de Busi Cortés; Miroslava, de Alejandro Pelayo; Lolo, de Francisco Athié; Kino, de Felipe Cazals, y Angel de fuego, de Dana Rotberg. -la cual, por cierto, fue bien recibida por algunos sectores de la crítica nacional e internacional, que le valieron incluso cierto reconocimiento en el Festival de Cannes. Por lo demás, el resto de la producción fueron filmes más bien mediocres.
El año de 1992 fue el más fecundo para IMCINE en cantidad, pero no el mejor en términos de calidad. Con una producción que alcanzó la cifra de doce largometrajes, se trató de un año bastante malo, pues la mayoría de las cintas no significaron ni ganancias ni prestigio. Incluso algunos de los cineastas más renombrados que dirigieron ese año, decepcionaron con obras muy por abajo de su nivel: Carlos Carrera fracasó con La vida conyugal; Sergio Olhovich con el tabicazo de Bartolomé de las casas; Mitl Valdés con la malograda Los vuelcos del corazón; Luis Estrada con Ambar, una propuesta cachirulesca pero sin Cachirulo. A estas se suman otras que sufrieron de enlatamiento prolongado, como Novia que te vea, de Guita Schyfter, y En medio de la nada, de Hugo Rodríguez. La lista se completaba con Un año perdido de Gerardo Lara, y Desiertos mares, de José Luis García Agraz. La primera de ellas tuvo encontradas opiniones entre la crítica especializada. Se trata de un filme irregular que, pese a todo, tiene momentos bien logrados. No obstante, no tuvo gran respuesta del público, ni siquiera en Toluca, donde sucede la trama. La otra, Desiertos mares, fue la cinta más promovida de la producción de ese año, y es que la cosecha fue tan pobre que no le costó trabajo imponerse a las demás.
Fueron diez los largometrajes de 1993, y aunque se disminuyó en cantidad, se avanzó en calidad. Significativo fue el hecho de que el veterano director Arturo Ripstein haya realizado, con resultados afortunados, dos cintas ese año: Principio y fin y La reina de la noche (coproducción con Canadá y Francia). Además, dos debutantes realizaron obras destacadas: Fernando Sariñana con Hasta morir, y Juan Carlos de Llaca con Dos crímenes. Igualmente debutaron otros cuatro cineastas, aunque con resultados mucho menores. La lista se completaba con el filme, bastante mediocre por cierto, de María Novaro, El jardín del Edén (coproducción con Canadá), y finalmente con la exitosa coproducción mexico-cubana Fresa y chocolate, dirigida por el experimentado realizador isleño Tomás Gutiérrez Alea (bien a bien, la película es cubana, pero IMCINE tuvo la suerte de subirse al carro a tiempo).
El año de menor producción de IMCINE en todo el sexenio fue el último, 1994, pues sólo participó en la realización de ocho largometrajes. Esta vez, la baja cantidad estuvo en detrimento de la calidad. Fue un año también de pocos debuts, únicamente tres: la del boliviano Juan Carlos Valdivia con Jonás y la ballena rosada (coproducción con Bolivia); la de Sergio Muñoz con Luces de la noche y la de Erwin Neumayer con Un hilito de sangre. Hasta el momento de escribir estas líneas, las dos últimas no han sido estrenadas, como tampoco lo han sido otras dos producidas el mismo año: Reina y rey (coproducción con Cuba) de Julio García Espinosa, y Sucesos distantes de Guita Schyfter. Así las cosas, sólo restan las tres cintas que sí llegaron a estrenarse: El misterio de los mayas de Barrie Howells y Roberto Rochín (un documental realizado para exhibirse en megapantalla); Bienvenido, wellcome, del veterano Gabriel Retes, y El callejón de los milagros, del también experimentado Jorge Fons. Las dos últimas lograron buenas recaudaciones en taquilla y reconocimientos tanto nacionales como internacionales.
En cuanto a la producción privada durante el periodo salinista, ha sido muy difícil rastrear información confiable que permita determinar con precisión el número de producciones al año, debido a que muchas de éstas se registran irregularmente, y en varios casos, sus estrenos ocurren con retraso. Con base en datos de la Cámara Nacional de Cinematografía, de la Dirección de Cinematografía, y de los estrenos considerados en los diversos números de la revista DICINE, se obtiene un promedio anual de 61 películas de exclusivo capital privado. Esto quiere decir que la producción oficial durante 1989-1994 significó aproximadamente el 7% de la producción total de la industria cinematográfica nacional.