Por Pedro Paunero
La obsesión es la marca de fuego de los grandes. Se le da vueltas, se le recuerda, se le plasma una y otra vez. El arte es la expresión de la obsesión, su resolución y sublimación. Lars Von Trier bien sabe de obsesiones. La suya es obscura y compartida con su par de Dogmas (por supuesto, el ´95), Thomas Vinterberg: escogen un banquete, una fiesta, una celebración que debería ser de alegría (T. Vinterberg, “Festen”, 1998) y revelan los más abyectos secretos de familia como emblema de la violencia soterrada en la aparente placidez burguesa a la vez que los arrojan a la vista del espectador ¿indefenso?
¿Tema manido? Por supuesto. Pero depende de cómo se cuente. Y eso es lo que realmente importa en el trabajo de estos realizadores.
En “Melancholia” (2011) Lars Von Trier vuelve a ello: al banquete y las revelaciones que marcan un antes y un después como fronteras en las relaciones humanas. Pero mientras en “Festen” la revelación es el punto culminante que ha mantenido una trama de violencia familiar “in crescendo”, en “Melancholia” funciona como un elemento inicial que nos pone en contacto con lo cotidiano, lo humano, un drama de pareja siempre repetido (la boda, las confesiones incómodas), al mismo tiempo que un misterioso planeta (llamado precisamente “Melancholia”) se acerca a la Tierra para inevitablemente chocar con esta y destruirla.
EN LOS DÍAS DEL COMETA: No creo que semejanzas con “En los días del cometa” (“In the days of the comet”), la novela que H. G. Wells escribiera en 1906 sean gratuitas. En esta obra, Wells, ese tercer padre de la Ciencia Ficción (tras papá Julio Verne y mucho después de mamá Mary Shelley), utiliza varios niveles dramáticos para desarrollar la historia: el drama humano de la lucha de clases (la feroz industrialización, el desempleo, la pobreza), el drama personal (el protagonista que planea asesinar a su novia y su amante) y el drama mundial (Alemania e Inglaterra se declaran la guerra) que se enmarcan en una catástrofe cósmica; un cometa (una clara referencia al Halley que volvería al sistema solar el año 1910) se acerca peligrosamente a la Tierra y pondrá a dormir a la mayoría de la población con sus gases tóxicos. Apenas un accidente a nivel del Cosmos, ajeno a todo sufrimiento y desavenencia humana, pero que servirá de catalizador para que el protagonista y la humanidad despierten con la mente clara (la “limpieza” de las puertas de la percepción de las que hablara el poeta William Blake y el descubrimiento de la infinitud de la naturaleza de la realidad, que diera el nombre al grupo The Doors de Jim –el lagarto-, Morrison), se pongan a la creación (ya no una mera reconstrucción) de un mundo sin clases, sin explotación ecológica y fundamentado en el amor libre (el protagonista, su novia y su amante vivirán en feliz tríada sexual) siete décadas antes de los hippies y su filosofía de “Peace and love”.
Pero en “Melancholia” no importa la Ciencia Ficción, cuya idea de un planeta que amenaza la Tierra solo es fondo, al igual que en la novela que no es sino una propuesta utópica socialista muy ingenua que parece Ciencia Ficción al provenir de un autor como Wells (recordemos que el escritor pertenecía a la Sociedad Fabiana, que pretende acceder al Socialismo Democrático mediante reformas graduales). Así comprendemos que la anécdota inicial sirve para presentarnos un estudio de las reacciones –y relaciones, por supuesto-, de los personajes ante el fin del mundo tan socorrido por ese género literario… y por la literatura apocalíptica, por supuesto.
EL ÁNGEL DE LA MELANCOLÍA: Alberto Durero, el genio del grabado y la pintura renacentista alemán, realizó el grabado “Melancolía I” en 1514 (no existe un segundo grabado llamado “Melancolía II”). En este aparece un ángel triste de amplios ropajes, con la cara apoyada en la mano izquierda y sosteniendo un compás con la derecha que mira de soslayo un cometa (elemento de mal agüero), encerrado en un arco iris, que desciende hacia la Tierra (una montaña que emerge del mar). Un murciélago extiende un letrero con la leyenda: “Melencolia I” (sic). El grabado está repleto de elementos metafóricos, símbolos alquímicos y claves secretas con los cuales los artistas renacentistas plagaban sus obras (sí, la tesis de Dan Brown en “El Código Da Vinci” es cierta). La melancolía era uno de los cuatro humores del hombre según los clásicos y Durero lo asocia al arte y los artistas: una enfermedad de lo sombrío que tiene cura a través de las expresiones artísticas. El grabado tendría influencia en el libro “Anatomía de la Melancolía” (1621) de Robert Burton que seguiría leyéndose bien entrado el Siglo XIX. En el prefacio al libro el narrador expresa:
“Yo escribo sobre la melancolía para permanecer ocupado y así evitar la melancolía”
El libro es un compendio de los intereses del autor y sobrepasa las intenciones del título que lleva. Hoy se le admira como una de esas obras al estilo del “Tristram Shandy” (1767) de Sterne o “Gargantúa” y “Pantagruel” (1534 y 1532) de Rabelais, cuyos motivos exceden los meramente literarios alcanzando los terrenos de la metaliteratura.
… Y EL FINAL LLEGARÁ DEL CIELO: Ya en la primitiva cinta danesa “El fin del mundo” (August Bloom, Verdens Undergang, 1916), se trataba el tema de la catástrofe cósmica que caía sobre la Tierra. En esta película de poco más de una hora de duración la reciente visita del Cometa Halley se percibe aún y, ¡cómo no!, algo de la trama novelesca de “En los días del cometa” de Wells. Es la historia de un rico propietario que, al arrebatarle la novia a un obrero, escapa a la ciudad con ella para refugiarse en un palacio, conscientes del advenimiento del fin de la vida como la conocemos. En una cínica fiesta el palacio es asaltado por gente del pueblo. Los ricos huyen a una mina y la catástrofe se desencadena en la forma de petardos cual meteoros y grandes marejadas como resultado de los efectos especiales de la época.
En la literatura (de Ciencia Ficción) abundan los ejemplos de narraciones que desarrollan el tema del cometa o el cuerpo celeste mortal que amenaza a la humanidad, desde los cuentos breves de Edgar Allan Poe, “La conversación de Eiros y Charmion” (1839) y “El coloquio de Monos y Una” (1841), pasando por “En el sol” de Robert Duncan Milne (1882) hasta “Olga Romanoff” (1894) de George Griffith a la moderna “El martillo de Lucifer” (1977) de Larry Niven y Jerry Pournelle que influyó, junto con la novela de Arthur C. Clarke, “El martillo de Dios” (1993) en las cintas “Impacto profundo” (Mimi Leder, 1998) y “Armaggedon” (Michael Bay, 1998). También cabe recordar aquella interesante cinta, “Meteoro” (Ronald Neame, 1979), que tiene como trasfondo la guerra fría.
LA MELANCOLÍA DE LARS VON TRIER: “Melancholia” se ha visto como el reflejo de la melancolía y la depresión (que no era, estrictamente hablando, lo mismo, aunque hoy se le considere sinónimo de depresión clínica), de su director. Tras la pesadilla de “Anticristo” (2009), el experimento teatral “Dogville” (2003), las indagaciones en la naturaleza de la santidad de “Dancer in the dark” (2000) y “Breaking the waves” (1996), “Melancholia” es un compendio de temas caros al cineasta danés. Aparecen aquí la metafísica y la teología sobre los cuales gira su quehacer… pero también pesa sobre el filme la condena que le impusieran a su creador en Cannes, tras aquellas declaraciones de simpatía hitleriana que parecen más bien basadas en la célebre frase que Salvador Dalí dijera en cierta ocasión: “Que se hable de Dalí, aunque se hable bien”.
En la historia de Justine (Kirsten Dunst) y su malhadada boda bien valen las dudas como en aquel mural que Picasso pintó para el edificio de la UNESCO (“La caída de Ícaro”, 1958), ¿se trataba de una obra maestra o de una tontería fraudulenta? Y la respuesta tal vez sea la misma que diera Luis Martines (Diario El Mundo) en relación a “El árbol de la vida” de Terrence Malick (2011): ambas cosas. Es un error, pues, reducir la cinta a un veredicto. Filme como este se abre a la multiplicidad de lecturas que contiene si se le sabe analizar al nivel de las partes que lo conforman.
El cuadro “Ophelia” de Millais (1852), la transcripción pictórica del personaje shakespeariano muerto por despecho (que flota ahogada, bocarriba, los ojos abiertos, cubierta y rodeada de flores) con el que se abre la cinta y la transcripción, a la vez, al estado de ánimo de Justine vestida de novia, flotando en un riachuelo, son hallazgos afortunados por parte del cineasta. Hace falta estar un poco informado para descubrir el significado que Ophelia tiene como elemento de renuncia y sacrificio. Como dice el poema de Rimbaud:
“En las aguas profundas que acunan las estrellas, blanca y cándida,
Ofelia flota como un gran lirio,
flota tan lentamente,
recostada en sus velos…”
Ophelia es, pues, un ser cuasi estelar que flota entre la vida y la muerte. Y eso es lo que le sucederá a Justine al caer en su breve etapa depresiva tras la boda frustrada.
En la obra de Shakespeare (“Hamlet”), Ophelia le ofrece a la reina Gertrudis hinojo y ruda, hierbas muy conocidas por las brujas por sus efectos abortivos. Y será ese “aborto” simbólico, antes incluso de la fecundación, el que aceptará Justine en favor del hijo de su hermana Claire (Charlotte Gainsbourg), cuando vaya a vivir a la mansión de esta última, lugar dónde antes se había celebrado esa boda terminal.
En una extraña coincidencia que proviene de la historia, no ya de la película sino la del cuadro, vale citar que la modelo para la pintura de Millais fue Elizabeth Eleanor Siddal, musa de varios pintores prerrafaelistas de los cuales Millais fue uno solo. Elizabeth posaba sumergida en una bañera con agua caliente, con un vestido antiguo de características preciosistas que le había proporcionado el pintor. La anécdota contada por el hijo de Millais dice que un día, al no poderse calentar el agua, la muchacha enfermó. No volvió a posar. Adicta al láudano moriría poco después de una “enfermedad del ánimo”. Es decir, de melancolía. Un suicidio, tal vez, debido a su ruptura con el también pintor Dante Gabriel Rossetti.
La secuencia en la cual una Justine a quien empieza a escapársele de las manos la boda (y el futuro) y que entra a la biblioteca a cambiar las pinturas abstractas de los libros de arte, expuestos sobre las estanterías, por pinturas de Pieter Bruegel (llamado “El Viejo”), es también significativa: “Los cazadores en la nieve” (1565) y “El país de Jauja” (1567) serán elementos que intentará retener y controlar (el hecho mismo de cambiar unos libros por otros implica un estado emocional) pero que están condenados al fracaso. Esa Jauja será destruida por la melancolía emocional y cósmica y la pureza de la nieve arderá en llamas (como puede verse en la secuencia inicial). Sin embargo, Jauja, para Bruegel, también era símbolo de vacío espiritual y la pintura funciona como una crítica a las clases sociales que tiene un paralelo con el banquete de boda de Justine, tan caro como inútil.
Unos globos de papel elevándose en la noche, imágenes de nebulosas espaciales, una cabalgata vista desde el aire (encima de las copas de los árboles y entre la niebla), el planeta viajero creciendo en azul sobre el borde terrestre (con un fondo de cantos de pájaros confundidos), la lluvia y el granizo, la falta de aire y los insectos, la ionización de los postes eléctricos y los dedos de las manos como parte de las perturbaciones atmosféricas por la cercanía de los dos planetas, son elementos de indudable belleza, de poesía, que se contraponen a una Justine haciéndole el amor a un empleado recién contratado por su jefe en una trampa de arena de un campo de golf y su paulatina pérdida de “glamour” (el vestido de novia poco a poco desintegrándose, su cara lavada, sin maquillaje, el peinado deshaciéndose), la explotación laboral latente aún en la misma fiesta (Justine confesando su desprecio por los productos que la empresa para la cual trabaja comercializa y, por ende, el desprecio al capitalista caníbal representado por su jefe) hasta su caída en la enfermedad (melancólica) y su completo desaliño corporal, tras el fracaso de su incipiente matrimonio y el conocimiento de la trayectoria de Melancolía, mundo de color negro (los clásicos denominaban a la enfermedad de la melancolía como “la bilis negra”) que se esconde detrás del Sol (por supuesto, se trata de una metáfora facilona que funciona a pesar de todo) y, se cree, no chocará con la Tierra.
Todo arropado con la música sublime de Wagner (“Tristán e Isolda”, tan oportuna por aquello de la “muerte de amor”), “La Bamba” (y su felicidad rítmica tan pronto trocada en dolor) y “Extraños en la noche” (en lo que parecen convertirse todos los invitados que terminan peleando entre sí) con ciertas referencias a Tarkovski (y su hipnótica “Sacrificio”), Kubrick (en especial las secuenias planetarias de “2001, Odisea del espacio”, que resuman poesía) y Dreyer (“La palabra”), convierten este espejo tendido hacia nosotros, esta sinfonía de los mundos, en un ejercicio cinematográfico abundante en referencias cultas (cámara en mano) que bien puede reflejarnos el estado de ánimo de Lars Von Trier, por supuesto, pero que nos regala, a la vez, algunas de las imágenes más ensoñadoras y provocativas de los últimos años y el resultado final es tan satisfactorio como catártico.