Por Lorena Loeza 

El reciente estreno de El Infierno, tercer largometraje escrito y dirigido por Luis Estrada, pone de manifiesto una vez más que el cine tiene muchas y muy distintas acepciones, que no se limitan ni  agotan en la  intención de entretener. 

Provocar la polémica, el autoexamen, la crítica y el debate no es cosa sencilla, mucho menos cuando de abordar temas polémicos se trata. Sin embargo, Luis Estrada confirma con este trabajo que la provocación  es uno de los ejes que orientan su trabajo, logrando convertirlo en el sello característico de sus trabajos cinematográficos. 

Ya desde La Ley de Herodes (1999), Estrada demostraba que el lenguaje cinematográfico podía combinar la tragicomedia con la crítica ácida de manera provocadora. La Ley de Herodes  es un valiente proyecto que  constituye una de las mejores críticas políticas cinematográficas que hemos visto. La historia se ubica en  1949, durante el sexenio del presidente Miguel Alemán, el presidente priísta que quiso modernizar México mediante el modelo de sustitución de importaciones. En ese entonces, el corrupto alcalde de San Pedro de los Saguaros es linchado y decapitado por los indígenas que habitan el lugar. Corren tiempos electorales y el gobernador no está dispuesto a ver peligrar su posición por un escándalo político, por lo que ordena a su secretario de gobierno, el licenciado López, que nombre un nuevo alcalde para San Pedro. López decide que el más indicado es Juan Vargas, un inofensivo y fiel miembro del partido que seguramente no será tan corrupto como su antecesor. 

Por la historia corren un sinfín de símbolos de nuestra clase política, tan corrupta y arrogante que nunca habla con el pueblo. En toda la película, los indígenas no profieren palabra alguna, el pueblo es mudo. Solamente deja ver su descontento cuando se llega al límite de su resistencia: linchan al presidente en turno, para que el generoso gobierno les mande a otro igual o peor. 

El pequeño pueblo es además un escenario micro de las acendradas luchas entre partidos, iglesia, empresarios. Y Vargas, a pesar de llegar con propósitos diferentes, termina por entender la consabida frase: que te haga justicia la revolución. La comedia sube de tono, del humor casual, al negro, al drama, para finalizar en la tragedia: nuestra tragicomedia mexicana. 

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Después de tan destacado trabajo, Estrada presenta un segundo filme en donde retoma este peculiar estilo de mover a la reflexión a través de una premisa provocadora. Si La Ley de Herodes es una crítica mordaz al sistema y la clase política mexicana, Un mundo maravilloso (2006) se enfoca al desastre que provoca una clase política rapaz y ambiciosa,  que en su renovación se vuelve tecnócrata y deshumanizada. Un descarnado – pero no por ello menos divertido- relato que muestra los criterios bajo los cuales se diseñan las políticas públicas y se destina el gasto social en nuestro país. 

La historia nos cuenta como un vagabundo sin hogar buscando refugio para pasar la noche, se ve envuelto en lo que parece un suicidio derivado de la desesperación de vivir en la extrema pobreza.  El malentendido causa revuelo a los más altos niveles de gobierno, donde el periodicazo es lo único que parece hacer reaccionar  a políticos soberbios que poco conocen del país que dicen gobernar. Para acallar el escándalo le ofrecen a Pérez un ficticio bienestar como soborno, a la par que detonan un problema mayor que amenaza con salirse de control. Es entonces que incuban la idea que parece salida de un manual de política económica de la Escuela de Chicago: no hay que acabar con la pobreza, ¡sino con los pobres!. Es e que la reducción del dinero destinado al gasto social parece dinero malgastado y es mejor reorientarlo, incluso a costa del precario bienestar de 60 millones de mexicanos. 

Y sería muy cómico, sino fuera tan parecido a la realidad que vivimos.  Sin embargo, a diferencia de lo que Estrada hace en La Ley de Herodes, la caricatura nunca cuaja del todo y parece fábula casi todo el tiempo. El humor negro se sale de tono y domina la escena, siendo un ejercicio en ocasiones más lúdico que crítico. Es entonces que el desenlace final parece muy desentonado. Es casi como afirmar que la pobreza es la cuna de toda violencia, y eso como posible lectura resulta muy desafortunada. 

Finalmente, el trabajo más reciente de Estrada El infierno (2010), promete ser la película del año en lo que a cine mexicano se refiere. En esta ocasión el cineasta dirige la mirada a la condición que permite que fenómenos como el narco se encuentren desbordados y fuera de control: la corrupción en todos los niveles sociales posibles. Un escenario desolador que solamente deja de serlo mientras es abordado con un impecable sentido de la ironía y el humor negro, que dicho sea de paso, conocemos y esperamos en cada trabajo de Estrada.  

Es importante decir que al llegar a este punto, en realidad  son dos tipos de crítica las que pueden hacérsele a este trabajo, una la que tiene que ver con lo que aporta a la crítica y debate público contemporáneo y otra la que tiene que ver estrictamente con su manufactura cinematográfica. La historia inicia con el regreso de Benjamín García (Alcázar) un inmigrante que pasó 20 años en Estados Unidos, para regresar pobre y sin expectativas, igual que como se fue. Pero en 20 años pasan muchas cosas, y encuentra su pueblo devastado por los enfrentamientos entre narcos por el control de la plaza. Se entera que su hermano muere a causa de haber tenido que enrolarse a las filas del narco, y se dedica a averiguar que fue lo que en realidad pasó. Reacio en un principio, pero orillado por la necesidad finalmente, Benjamín acaba trabajando para el Cochiloco (Cosío) un antiguo amigo de la infancia que ahora es capitán de un pequeño grupo distribuidor a las órdenes de los Reyes, narcos poderosos que controlan la zona,  en eterno conflicto con sus hermanos por ello. 

El asunto es que la historia en esta ocasión no tiene giros inesperados, ni resulta muy creativa en el tratamiento. Más o menos mitad de la película intuyes que no hay manera de que haya un final feliz. Pero el humor negro con el que está construida, los diálogos y las situaciones, te mantienen  atento e interesado en la pantalla. No por nada el pueblo se llama San Miguel Arcángel y al hermano del Benny le apodan el Diablo. Las alusiones a los mensajes políticos respecto a la guerra con la inseguridad se vuelven lugares comunes de los cuales el público y Estrada se burlan abiertamente. Una interesante catarsis que resulta necesaria tratándose de  un tema tan brutalmente violento y doloroso. Y si bien la película es indispensable para hablar de México desde otra perspectiva, en realidad también se queda corta en algunos de los alcances del tema. En este tenor por ejemplo, está el marginal papel en la historia, de una clase media y alta que consume y vende droga y que forma parte activa del círculo de distribución. También es importante decir que el rol de las mujeres del narco puede ser mucho más interesante que el de mostrar como el machismo también es una forma de desquite del castrante matriarcado, incluso en el submundo del narco.  

Al igual que en Un Mundo Maravilloso, el final es violento y una forma de afirmar que la miseria humana se reproduce a sí misma de manera inevitable especialmente si tiene la pobreza como marco. Y eso, por supuesto, todavía sigue siendo discutible. 

Es así que al final nuestra referencia sigue siendo La Ley de Herodes, ya que se usa el mismo esquema para contar la historia: Una premisa tragicómica que va subiendo de tono al punto de que la locura se apodera de la pantalla,  estructura que  ya habíamos visto y recordamos bastante bien.  

Se confirma entonces que superar algo como La Ley de Herodes y lo que significa para el cine contemporáneo mexicano es un gran reto incluso para el propio Estrada. Pero tampoco podemos negar que su estilo provocador se ha ido enriqueciendo de manera destacable y siendo una condición tan extraña de tener y reproducir con éxito, que esperamos que ésta no sea la última vez que tanto humor negro nos haga reír tanto.

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