Por Gabriel Ramírez Aznar
Texto e ilustración

“Nunca consiguió que la tornaran en: serio. Ni siquiera en la hora de su muerte”. G Caín

Aquel año, la suerte le sonrió. Había obtenido todo o casi todo lo que se propuso. No hacía mucho de su debut como tiple en el Teatro Lírico de la Ciudad de México. Su aspecto recordaba a una inocente gatita con el aire de enseñar pronto las uñas. El año era 1925 y a ella se la veía ciertamente frívola y vulgar con el tosco maquillaje que las deficientes reproducciones blanco y negro volvían un poco caligaresco. Sus afeites, demasiado expresionistas, estaban lejanos aún al de los pulimentados que Hollywood le aplicaría poco después.

Ella era Lupe Vélez y en aquel 1925 reinaba con su divertido aire de flapper azteca. Su imagen se prodigó plena de gloria y el cliché obligaba a creer que eso había sido todo, pero no. Para Lupe, su persecución desenfrenada del éxito apenas daba comienzo. Todo el aprendizaje, facilitado por su sentido natural del ritmo y el baile, sería la base de su fortuna y fama futuras. No en la farándula, sino en el mundo del cine. El viaje duró casi veinte años. Veinte años de tensión y lucha contra la hostilidad, la neurosis y la ñoñería de Hollywood: todo soportado al mayor lucimiento de su carrera.

Tal y como sucedieron las cosas, cualquiera, pensaría una vida concebida con lucidez pasmosa y voluntad tesonera, ejecutada con la mayor  economía de medios. Así fue, porque lo único que tenía en mente era su carrera. Vivió en exclusiva para ella y por ella. Risueña y alborotadora, frágil y más bien pequeña, había salido adolescente de las monjas y era una ingenua en el umbral de la edad madura cuando debutó en el teatro. Empeñada en convertirse actriz de cine, casi lo consiguió. Casi, porque como todo mundo sabe, la actuación tiene que ver muy poco con el cine.

De nombre María Guadalupe Villalobos Vélez y nacida potosina en 1909, tenía apenas dieciséis años al comenzar hacer historia en el México rataplanero. A muchos parecía el vivo retrato de su madre cuando joven, pero mentían. A diferencia, de ésta, que abandonó los sueños teatreros por el matrimonio, la hija no tardó en revelarse más intencionada y capaz de todo. A dirigir su porvenir y evitar tropezones en el mundo de arenas movedizas de la farándula, tan lleno de decepciones, llantos y fracasos sin fin.

Invadió Hollywood a edad temprana colándose en dos cortos de Laurel y Hardy que bastaron para alertar a los del negocio que tenían entre manos una valiosa materia prima. Poco tuvieran que hacer para moldearla: joven, bella y despierta, de intensidad sugerente y juguetona, Lupe poseía tremendas condiciones naturales para la comedia. De hecho, las suficientes para aparecer, prácticamente sin aviso previo, en una película con una de las supernovas de la industria: Douglas Fairbanks. No cumplía aún los veinte y era ya una estrella del futuro cercano, por breve tiempo la más desfachatada, fresca y radiante inquilina de la mitología sexual de Hollywood.

Con su aire de espabilada y pícara, fue desde sus comienzos clasificada, situada y jerarquizada como presencia rara y salvaje de una raza distante. Cayó en la trampa y acabó empeñada en simplificarse, en parecer alguien común y corriente. Nunca lo consiguió por completo, pero jamás dejó de ser una extraña en el país de los sueños. Incrementó la leyenda de cenicienta enemiga de hipocresías, de gusto desbordado por los hombres y de la seducción arriesgada. Esto, y más, la condujeron al aislamiento y la soledad. Para la mentalidad timorata de Hollywood, resultaba tan mortificantemente agradable como una pesadilla.

Antes, sin embargo, existieron cuarenta y cinco largometrajes entre 1927 y 1941, muchos dirigidos por algunos de los mejores (Griffith, Fleming, Browning, DeMille, Van Dyke); y otros por oscuras nulidades cuyos nombres más vale olvidar. A partir de su agresiva aparición con Fairbanks en “El Gaucho” (1928), los responsables de guiarla no tuvieron que romperse mucho la cabeza para explotar groseramente la novedad exótica tan diferente a todo lo conocido. Sobre todo, tan opuesta a la suave y lánguida Dolores, su compatriota aristócrata siempre contenida, tan segura de si misma. Lejana e inasequible. La comparación fue obligada y todos se dieron cuenta demasiado pronto de la lejanía entre las dos.

En Lupe todo era rápido y directo. Lleno de bromas estridentes y relajo interminable. En sus actos, ningún misterio. Para todos, digerida la primera impresión de sorpresa y curiosidad, resultaba finalmente una persona bastante abordable. Tal vez fue ella misma, la que, con su aspecto de mexicanita arremangada y arribista decidido a todo, hiciera que el público la viera como demasiado a ras de tierra. Estas evidentes limitaciones la fueron llevando poco a poco a su verdadero nivel, lo que quedó demostrado con películas apresuradas y necias. Ninguna con la minuciosidad que requería quien pretendía ser una gran estrella con características propias. Estas circunstancias la orillaron a establecerse como una de las reinas de la serie B con la serie infumable “Mexican Spitfire” y fue eso lo que hizo hasta el final.

La popularidad de su personaje fuera de la pantalla, se debió a que puso al descubierto el movedizo terreno social de los grandes y pequeños pícaros. Tolerado su desparpajo en un principio, llegó el momento del rechazo y la condena. Su vida privada, sostenida constantemente  en el ojo público, se volvió pasto de escándalo y la sola mención de sus amantes innúmeros ocuparía varias líneas (entre otros Fairbanks, Gary Cooper, John Gilbert, Howard Hughes, Gig Young, Jon Hall, Arturo de Córdava, etcétera). Su vida matrimonial, de golpes y gritos con Johnny Weismuller, concluyó en el divorcio habitual por la sencilla razón que ni Tarzán mismo podía convivir con mujer tan fiera y tan brava. “El matrimonio apesta”, sentenció filosófica casi en brazos de otro viril convencional y torpe, Guinn “Big Boy” Williams. La fiesta no podía detenerse y para ella, divertirse se traducía estar en compañía masculina. De uno o varios hombres.

Cercana la navidad de 1944, harta y aburrida, cansada y desilusionada, fue que conoció a Harold Ramond. Tenía ella treinta y cinco anos, casi diez más que él. El cine no le ofrecía ya nada, los proyectos morían en la basura y Lupe, aferrada a rehacer su carrera en México, pareció no darse cuenta que todo había terminado: concluyó su última película, la mexicana “Naná” (1943, Celestino Gorostiza); y regresó a Hollywood.

En su comportamiento, se dejaban ver inquietantes síntomas de desequilibrio. Apagada la alegría y olvidadas las excentricidades, apareció una mujer desolada y triste. Su amarga confesión de no tener amigos fuera de los estudios, no dejaba dudas que Lupe había topado con la verdad imposible de ocultar: “Yo sé que no valgo nada. No puedo ya ni cantar ni bailar bien. Nunca he hecho nada que me guste. Y todo esto lo digo desde el fondo de mi corazón. Si no, no lo diría. Lo único que quiero es divertirme un poco”.

Fue cuando regresó a Hollywood. Con el ceño fruncido, concentrada, pensando en la nada agradable realidad que le esperaba. Sus cada vez peores relaciones con el vividor Ramond, agravadas por la indiferencia de éste ante la comprometida situación de Lupe. Segura de esperar un hijo de él y obsesionada con volver a México, sin saber que ya era el puro extravío. Perdido el valor y la, confianza, decidió en un momento olvidarlo todo, “divertirse un poco” y festejar su santo y el de la virgencita. de Guadalupe con una juerga en su mansión de North Rodeo Drive. Como no podía estar sin tumulto, invitó a casi todos los mexicanos del cine. Empleados y desempleados, pobres y ricos, bellas y feos, dandis ancianos. Abundaron las risotadas, los gritos y las canciones; y, desde luego, los guisos picantes, el tequila y, desde luego, la alegría triste de los presentes con la consabida nostalgia por la patria lejana.

Lupe, una vez más, mencionó su deseo de regresar a México pero al hacerlo, no sabía que le quedaban apenas dos días de vida.. En la mañana del jueves 14 de diciembre de 1944, la policía de Beverly Hills recibió una llamada: Lupe Vélez, la conocida actriz mexicana estaba “gravemente enferma”. Se solicitó una ambulancia, un médico y un inhalador. Posteriormente, el informe policial añadió que durante una hora se intentó inútilmente revivirla. El forense dictaminó suicidio perpetrado con barbitúricos. Después de reconocer el cadáver, se reveló que Lupe tenía cuatro meses de embarazo.

El cuerpo sin vida tuvo largo trasiego esa navidad de 1944. Ricamente vestida y calzada con zapatillas doradas, crucifijo de oro entre sus manos y en la muñeca derecha un brazalete de diamantes con incrustaciones de oro, Lupe fue expuesta en la capilla de Forest Lawn a la curiosidad de cuatro mil personas que circularon ante el ataúd. El día 22, sus restos abandonaron Hollywood con destino a El Paso, para de aquí transbordar rumbo a México, a donde llegó la tarde del 26. En los andenes de la Estación Central, una multitud esperaba apretujada. De nuevo, el cuerpo fue exhibido, ahora en la Funeraria Alcázar. Cincuenta mil personas, la mayoría hombres, desfilaron y otros miles bloqueaban el tráfico en el funeral más grande ocurrido en la Ciudad de México en muchos años. Después de todo, Lupe había finalmente conseguido lo que deseaba: regresar a México a descansar de todos. Vaya navidad ajetreada.