Por Pedro Paunero

-¿Qué es un ser humano?
-Quizá no se pueda saber, sino sólo sentirlo
-Lo importante es intentar serlo

Willi y Karl

 

“En aquellos días” (In jenen Tagen, 1947), de Helmut Käutner, comienza con dos mecánicos, Willi y Karl (Gert Karl Schaefer y Erich Schellow), que charlan, desesperanzadamente, mientras desguazan un automóvil (un Opel Olympia, modelo 1936, desplazado, por obra y gracia de un ligero anacronismo, tres años antes). Los hombres se encuentran en medio de despojos tales como muros y tanques de agua, caídos, derribados, con un fondo en el que podemos ver la ciudad despedazada, en ruinas. Escuchamos la voz, en Off, del mismísimo automóvil que, aunque los hombres no pueden oír, desmiente las suposiciones de estos que, para entonces, han desmantelado el parabrisas del auto, y leen unos números: 30 1 33. Ellos creen que se trata de un número telefónico. Nosotros sabemos que no. La voz del auto se encarga de afirmar nuestras propias suposiciones. Se trata de una fecha. Cuando nos enteramos que la voz del automóvil no es otra sino la del director, Helmut Käutner, que la historia se sitúa en Berlín, en el año 1947 y que, el entorno ruinoso que rodea a los hombres es real, es decir, que no se trata de un set cinematográfico, sino que Käutner ha aprovechado la Berlín en ruinas para filmar, ya caímos en cuenta que estamos ante una película extraordinaria.

Por supuesto, “En aquellos días”, se vale del típico recurso narrativo del objeto inanimado (en este caso, el auto), que pasa de mano en mano, mientras cuenta su historia “personal”, para retratar una época o una serie de situaciones humanas, a la vez que extrae una serie de conclusiones morales, y lo hace de una forma que resulta, ahora, ingenuamente divertida (siempre que se la vea en perspectiva), enmarcándose en un tiempo histórico extraordinario: los años de ascenso del Tercer Reich. Peter Keyser (Karl John), entrega como regalo el auto a  Sybille Wulff (Winnie Markus) quien, al principio, lo rechaza, pero se queda prendada de sus adelantos tecnológicos. Al día siguiente, tiene un encuentro fortuito con Steffen (Werner Hinz), quien le pide que lo acompañe a Tampico, en México, sin darle más explicaciones. Sybille, que explica que podría hacer la maleta en un instante, decide no seguirlo. Por la noche, ya en compañía de Peter, y camino a la ópera, una muchedumbre les impide el paso. Ambos charlan del encuentro de ella con Steffen, y de los oscuros motivos por los cuales se ha formado tal gentío. Más allá de la aglomeración humana, formada como para ver pasar un desfile, se distingue una procesión iluminada con antorchas. Una mujer, a la que han preguntado, responde, a través de la ventanilla, que son disturbios debidos a los “espartaquistas”.

Peter se pone romántico con Sybille, y corroboramos el triángulo amoroso, del que ya habíamos intuido mucho antes. Él, que considera que ese ha sido “un día feliz”, es quien le pide el anillo de diamantes a ella, con el cual graba la fecha memorable en el parabrisas. En ese momento, Peter cae en la cuenta sobre el significado del desfile, cuyo motivo es para festejar “al nuevo jefe del gobierno”, pero le resta importancia, al denominarlo como “al fulano ese”. Este es otro de los momentos extraordinarios de la cinta, porque, a estas alturas, ya sabemos, si hemos leído un poco de historia, que se trata de la fecha del ascenso de Hitler al poder. Sybille le cuenta a Peter de su encuentro con Steffen. Peter se sorprende de ese viaje a México pero, al instante, recapacita que “era lógico que se fuera, pues “ellos” lo “hubieran detenido, entre los primeros”. Es cuando ella, bastante seria, le dice a Peter que ese, después de todo, no ha sido un buen día para él, pues ha decidido acompañar a Steffen al auto exilio.

Willie y Karl encuentran una peineta, y el auto cuenta esta historia. Ha cambiado de dueño, y le pertenece, ahora, a un compositor, Wolfgang Grunelius (Hans Nielsen) aunque, como sucederá con varios de los propietarios siguientes, no se nos explicará jamás cómo es que el Opel ha sido adquirido por esta persona. Lo que a Käutner le interesa contar es el camino que el nazismo fue trazando en su propia tierra, y cómo, en su avanzada política, fue constriñendo la libertad de su sociedad, y no la del auto en sí. Acaso hubiera resultado interesante saber cómo es que el automóvil era vendido, o abandonado (dos veces atestiguamos este hecho, sin contarnos más), por un dueño, y era comprado u obtenido por el siguiente, tal y como se resuelve, de manera sumamente diestra, en la película de François Girard, “El violín rojo” (Le violon rouge, 1998), pero hubiera exigido un desarrollo magistral de la trama, en el que se anudaran más de un cabo suelto. En la película de Girard importa la historia “personal” del objeto, el violín del título, y las historias de fondo sólo remarcan el misterio del origen del mismo; en la cinta de Käutner, al contrario, el auto es un medio para narrar las historias humanas, de las que es el nexo que, a la vez, las ata e incluye en un marco mayor. También el recurso narrativo de la voz en Off del coche supone, al mismo tiempo, un efecto de distanciamiento no tan conseguido, siempre que este demuestra tener una opinión propia y una conciencia, no sólo de su historia, sino de la historia del país, lo que reafirma este punto de vista: el auto es testigo del acontecer de los hombres.    

La película va avanzando, siempre mediante flashbacks, y estos en orden cronológico, hacia delante, con el consiguiente resultado de irregularidad de cada narración, en cuanto a su interés para involucrar al espectador. En particular la segunda, la del compositor, está resuelta de forma magistral; en este caso, la peineta le pertenece a Elizabeth (Alice Treff), esposa de Wolfgang Buschenhagen (Franz Schafheitlin) quien, “misteriosamente”, la ha perdido en el auto de Grunelius. Tenemos, pues, que tanto el compositor, como el esposo de Elizabeth, responden al nombre de Wolfgang, y será Ángela (Gisela Tantau), la hija adolescente de los Buschenhagen, quien ponga, en esta historia, la nota incómoda, al mostrar una conducta de gran apego al compositor, cuando este sólo desea quitársela de encima; mucho más cuando sea ella quien encuentre la peineta, la oculte y, en un picnic, aluda varias veces a mostrarle a su padre “lo que encontró”, sólo para verse interrumpida por Grunelius, que confiesa que su música ha sido prohibida, acusada de “arte degenerado”, y sus partituras han sido quemadas en la hoguera.

Este segmento, en realidad la historia de un enamoramiento juvenil, conmueve más allá del drama del primer amor, iluso e ilusionado, para resolverse en un juego de primeros planos, entre los personajes, de los cuales Ángela forma el centro, con visos de un horror cotidiano que afectaba, cual ola envolvente, los devenires de la ciudadanía, y termina, dramáticamente, cuando la chiquilla esconde la peineta en el tablero del automóvil.

“Y así pasaba una cosa tras otra, en aquellos días”, nos dice la voz en Off. Toca su turno a la historia de cómo llegó un clip de sombrero al tablero. Clip que se localizara, originalmente, en el segundo botón del chaleco de un pequeño burgués, llamado Wilhelm Bienert (Willy Maertens), que ha tenido que hacer una mudanza forzada, de cuyo motivo sólo su esposa, Sally (Ida Ehre), parece tener plena conciencia. Mientras Wilhelm se pregunta el por qué ella ha puesto “todos los trastos” en el auto, y que envidia las “letras blancas” del escaparate de la tienda de su vecino, algo que desea hacer con su propio negocio, Sally le espeta, inesperadamente, que quiere el divorcio. Podemos sentir el drama del fin de un matrimonio. Y conmovernos un poco, pero no habrá un “drama del segundo matrimonio”, al estilo Rossellini en “Viaje a Italia” (aka. Te querré siempre; Viaggio in Italia, 1954), ya que, una vez han vuelto a la ciudad, se ven en medio de una turba juvenil, de uniformados, que arroja piedras a los escaparates de las tiendas. Pero sólo de las tiendas de “letras blancas”.

La siguiente narración nos pone en aviso sobre cómo llegó una herradura al tablero del Opel. La propietaria del auto es, ahora, Dorothea Wieland (Erica Balqué), que busca angustiosamente a Jochen, a quien se lo han llevado hombres de uniforme, sólo para descubrir que su hermana, Ruth, tiene un amorío con él, y que ambos “luchan por la libertad”. En este segmento las fuerzas del azar, y del guion, quieren que Peter Keyser, el primer dueño del coche, se cruce con Dorothea, mientras ella habla en una cabina telefónica, y se sorprenda al verlo, identificándolo por la fecha grabada en el parabrisas. Peter lleva un uniforme militar. Pero Dorothea no tiene tiempo de charlar con Peter, y parte, para siempre, del país, dejando al automóvil abandonado.

Nuestros amigos mecánicos se percatan de un asiento agujereado por balas, y se nos cuenta cómo es que después de ser confiscado, el auto ha terminado en una estación de trenes, en la que un par de soldados charlan. Un letrero avisa: “peligro de partisanos”. El soldado August Hintze (Hermann Speelmans), y un subteniente (Fritz Wagner), se internan en territorio soviético.

El automóvil ha sido camuflado con pintura, y lleva los faros distintos, por lo que el camino nevado parece estar torcido. Hintze le explica al inexperto subteniente que, lo de Polonia, “fue una incursión”, pero en Rusia, “todo el país está involucrado”, incluyendo “los perros, las mujeres, el aire y el bosque”. Una ráfaga de ametralladora mata a Hintze, el auto regresa, y pasa a la clandestinidad, cuando su placa es pintada, para borrar todo registro de su pasado.
En la narración que sigue, suenan las sirenas antiaéreas, y Schmitt (Erwin Geschonneck), reza para que esa pesadilla termine. Erna (Isa Vermehren), le pide prestado el auto, para sacar de la ciudad, asediada por los bombardeos, a la Baronesa von Thorn. Cuando un policía (Franz Weber), las detiene, ambas se descubren sabedoras de un secreto que, aparentemente, la otra ignoraba. Volvemos al presente, en el cual los mecánicos encuentran paja en el auto. Es el turno de contar la última historia. El coche lentamente se oxida en un pajar, “viendo” cómo la aldea a la que ha sido trasladado, se vacía. Ahí se encuentran María (Bettina Moissi), madre soltera de una niña de brazos, de nombre Mariel, y José (Carl Raddatz). María quiere llegar a una aldea, Illingenworth, que no aparece en los mapas, y José quiere echar a andar el auto. Cada uno seguirá su camino, pero intuimos que, debido a sus nombres bíblicos, estos personajes se encontrarán, al final, después de ser zarandeados por el azar, en la aldea de cuyo nombre José no puede acordarse, sino hasta que un soldado lo deje escapar, en un retén militar, para comenzar una nueva era: la de una Alemania restaurada.

A lo largo de la cinta, varias veces, los personajes se formulan la pregunta “qué se ha hecho la humanidad”, para la cual el auto, como hemos visto, tiene una respuesta:

“La época fue más fuerte que ellos, pero su humanidad fue más fuerte que la época”.
 
“En aquellos días” es importante por varias razones, la primera es indudable, ya que no sólo fue la primera película rodada en la Alemania ocupada por los aliados, aún segmentada en zonas (británica, francesa, soviética y estadounidense), en este caso, en Hamburgo, en la zona británica, sino por haber sido foco de un debate, que comenzara en los años 60´s del Siglo XX, cuando se le acusara a Käutner de humanizar demasiado a los alemanes de la posguerra, al presentarlos como víctimas de las circunstancias, evadiendo esa supuesta “culpa colectiva”, para mí siempre debatible. La crítica para Käutner se enfocó, como sucede con la corrección política actual, en una actitud ahistórica recalcitrante, que ignoraba, precisamente, la primera de estas razones, es decir, la presión que ejercieron los aliados sobre las producciones cinematográficas de “aquellos días”. ¿Acaso no vemos, en el segmento correspondiente a Peter y Sybille, que los curiosos que atisban el desfile de antorchas, hacen el saludo nazi? La “culpa colectiva” no existe, sino por presión y, por ende, por una necesidad de “Mentira histórica”. Lo único que tenemos es la culpa individual, privada, así como el remordimiento de consciencia.  

Käutner, como era obvio, tras acumular un pasado heroico, en el que aparecía el dedo acusador de un Goebbels, censurando sus películas, fue visto como detentador de un mensaje, dirigido a un nuevo tipo de alemán, capaz de poner en evidencia su pasado reciente, para ponerlo en la balanza. Su carga ética, más que moral, es evidente. Incluso su heroicidad, pasada ya la guerra, se aclara con, y desde, el título mismo de la película. Se dice que todos, incluyendo al director, pasaron hambre mientras rodaban, por lo que el título, “en aquellos días”, sitúa la trama en un tiempo más bien lejano, que se desea olvidar, como los sueños más febriles. No importaba que la guerra hubiera terminado, apenas, dos años antes. Su tiempo ya levantaba una barrera entre el pasado y el porvenir, antes, incluso, que los soviéticos erigieran el Muro de Berlín.

Recordemos, a propósito, la última frase de Scarlett O´Hara, en otra película vilipendiada por una crítica ahistórica e irracional: “Después de todo, mañana será otro día”.
Es probable que la mejor película de Käutner sea “Große Freiheit Nr. 7” (1944), y “Bajo los puentes” (Unter den Brücken, 1946), la más bella, pero, es indudable que, “En aquellos días”, aun con lo imperfecta que esta pueda ser, es su película más significativa, en todos los sentidos. En la cinta se conjuntan los signos de los tiempos, los de su psiquismo inherente, así como los de un espíritu latente, artístico, siempre heroico, a pesar de las adversidades. 

Léase también:

Nazis y soviéticos: Cine filmado bajo presión:

Nazis y soviéticos: Cine filmado bajo presión (II) Del odio a la posguerra:
 

 

Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.