Por Pedro Paunero
Estos individuos eran indudablemente indios y en nada se parecían a los Pedros y Panchos del estúpido saber popular americano… tenían pómulos salientes y ojos oblicuos y gestos delicados; no eran idiotas, no eran payasos; eran indios solemnes y graves, eran el origen de la humanidad, sus padres.Jack Kerouac, “On the Road”.
Jack Kerouac escribió la novela “On the Road” (“En el camino”) en un rollo de papel continuo, siguiendo los dictados del “flujo de conciencia” al estilo de Virginia Woolf, por citar uno de los más célebres autores que utilizaron esta forma de escritura, en tres semanas, utilizando las notas de viaje que había tomado entre los años 1948 y 1949, terminándola en 1951, otorgándole una característica propia: la inmediatez frenética de las descripciones. Los lectores no fueron conscientes que con este libro estaban asistiendo a la presentación “oficial” de un nuevo tipo de artistas bohemios e intelectuales, los “beats”, cuyos “padres” más inmediatos serían los “hipsters”: aquellos blancos que imitarían, amarían y asimilarían parte de la cultura negra del jazz a decir de Norman Mailer en un texto suyo: “El blanco negro”.
El libro narra la serie de viajes que Jack Kerouac, su autor, emprendería a lo largo y ancho del territorio estadounidense al lado de Neal Cassidy (1), Allen Ginsberg y varias de sus parejas, así como el encuentro con las personalidades más notables del “underground” de la post guerra; periodo este asumido como un tiempo de consciencia oscura, un sueño de droga, sexo y caídas abismales así como de indagación espiritual en dónde la geografía es también un paisaje mental: la búsqueda de una revelación mística.
De acuerdo a las intuiciones del ensayista norteamericano D. Wayne Gunn (2) se puede seguir a los modelos reales de los personajes de “En el camino” a través de la técnica narrativa que usara el novelista Tom Wolfe, una gran influencia sobre Kerouac:
“Como la novela, escrita en 1951, proporciona, como todas las de Kerouac, una transcripción al estilo de Wolfe de los hechos reales, resulta bastante fácil seguir el hilo de la vida de Kerouac…”
Hoy se da por descontado que el libro es un recuento autobiográfico y se ha recuperado la versión original sin expurgar en español. En el caso de la fallida cinta del brasileño Walter Salles (“On the Road”, 2012), estrenado un año después de su presentación en Cannes, en el Foro de la Cineteca de la Ciudad de México, se añade un final con las palabras iniciales del rollo original:
“Conocí por primera vez a Neal poco después de morir mi padre”. (3)
Que contrasta con la versión que el editor aceptó por fin, tras una tarea de reelaborar el libro varias veces por parte de Kerouac:
“Conocí a Dean poco después que mi mujer y yo nos separásemos”.
Sal Paradise (interpretado por Sam Riley), el mismo Kerouac, es convencido, pues, por Dean Moriarty (interpretado por el actor Garret Hedlund) de una necesidad de viajar como parte de una catarsis.
“Acababa de pasar una grave enfermedad de la que no me molestaré en hablar, exceptuado que tenía algo que ver con la casi insoportable separación y con mi sensación de que todo había muerto. Con la aparición de Dean Moriarty empezó la parte de mi vida que podría llamarse mi vida en la carretera. Antes de eso había fantaseado con cierta frecuencia en ir al Oeste para ver el país, siempre planeándolo vagamente y sin llevarlo a cabo nunca”.
Al principio de su libro describe el encuentro entre Neal Cassady (el Dean Moriarty de la novela) y Allen Ginsberg (el Carlo Marx del libro interpretado en la película por Tom Sturridge) como un choque entre dos potencias, fuerzas estas que marcarían el cataclismo que sería “hacer el camino” no sólo del libro sino de lo que se denominaría el movimiento “Beat” o “Beatnik” cuando se refiere al mismo de forma despectiva.
Kerouac-Sal describe así ese encuentro en la novela:
“Y cuando Dean conoció a Carlo Marx pasó algo tremendo. Eran dos mentes agudas y se adaptaron el uno al otro como el guante a la mano. Dos ojos penetrantes se miraron en dos ojos penetrantes: el tipo santo de mente resplandeciente, y el tipo melancólico y poético de mente sombría que es Carlo Marx. Desde ese momento vi muy poco a Dean, y me molestó un poco, además. Sus energías se habían encontrado; comparado con ellos yo era un retrasado mental, no conseguía seguirles. Todo el loco torbellino de todo lo que iba a pasar empezó entonces; aquel torbellino que mezclaría a todos mis amigos y a todo lo que me quedaba de familia en una gran nube de polvo sobre la Noche Americana.”
Marylou (la chica “Crepúsculo” Kristen Stewart en la película), la pareja de Neal Cassidy, a quien Kerouac describe en el libro:
“Aparte de ser una chica físicamente agradable y menuda, era completamente idiota y capaz de hacer cosas horribles”
Sí es capaz en el filme de las acciones irracionales que le adjudica en la novela. En esta película dónde se desperdicia mucho del material más rico que conforma el libro, supuestamente rodada con ese “movimiento de vaivén” (ver nota 3) que impone un ritmo a la narración, es toda superficie. Mientras viajan llevan sobre el tablero del auto la gran novela de Marcel Proust “Por el camino de Swann”. Fuman marihuana y tienen sexo, en el asiento trasero del auto, Dean y Marylou. Roban en tiendas a orillas del camino. Encuentran a Bull Lee (interpretado por Vigo Mortensen) (4) que considera su letrina como el acumulador Orgón de las teorías sexuales de Wilhelm Reich. En un tramo del viaje viajan desnudos Sal, Dean y Marylou en medio de ambos mientras Dean maneja y ella los masturba. Dean abandona a su mujer, Camille (la Carolyn Cassady de la vida real, interpretada por Kirsten Dunst) preñada y con otro bebé en la cuna y se prostituye con un sujeto que ofrece llevarles a Denver.
-Sé que no hay un tesoro al final del camino, sólo hay mierda y orina pero el saberlo me hace libre- expresa Carlo.
Aún en Estados Unidos, ya camino de México, el país al cual se puede escapar, en la novela se encuentran con esa inestabilidad fronteriza, ese híbrido binacional que es San Antonio, Texas:
“Nos detuvimos en una extraña estación de servicio para engrasar el coche. Había muchos mexicanos bajo las calientes luces de las bombillas del techo que estaban ennegrecidas por los mosquitos; iban a un puesto y compraban cerveza y tiraban el dinero al encargado. Había familias enteras haciendo esto. Se veían casuchas por todas partes y árboles polvorientos y un olor a canela en el aire. Pasaron unas nerviosas chicas mexicanas con unos muchachos.
—¡Eh! ¡Eh! —gritó Dean.
—Sí, mañana —respondieron en español.
Salía música de todas partes, y era música de todas clases. Stan y yo bebimos varias botellas de cerveza y nos colocamos. Ya estábamos casi fuera de América y sin embargo definitivamente en ella y en el sitio donde está más loca. Pasaban coches preparados. ¡Ah, ah, San Antonio!”
Describe Laredo como una pesadilla criminal:
“(..) era un pueblo siniestro aquella mañana. Todo tipo de taxistas y ratas de la frontera andaban por allí en busca de negocio. No había mucho que hacer; era demasiado tarde. Estábamos en el culo de América donde se reúnen todos los rufianes, donde tienen que ir los desviados para estar cerca de otro sitio específico al que pueden deslizarse sin que nadie lo note. El contrabando circulaba bajo el pesado aire dulzón. Los policías, congestionados y sombríos y sudorosos, no fanfarroneaban. Las camareras estaban sucias y de mal humor. Un poco más allá se notaba la enorme presencia de todo México y casi se olía el billón de tortillas friéndose y soltando humo en la noche. No teníamos ni idea de qué sería realmente México”.
Llegan a Nuevo Laredo:
“Pero todo cambió en cuanto cruzamos el misterioso puente sobre el río y nuestras ruedas rodaron sobre suelo oficialmente mexicano, aunque de hecho se trataba de una desviación para la inspección fronteriza. Justo al otro lado de la calle empezaba México. Miramos maravillados. Para nuestro asombro, era exactamente igual que México. Eran las tres de la madrugada y tipos con sombrero de paja y pantalones blancos dormitaban por docenas apoyados en las paredes de tiendas destartaladas.
—¡Mirad a esos tipos! —susurró Dean—. ¡Oh! —respiró con suavidad—. Espera, espera… Salieron unos funcionarios mexicanos, sonreían y nos rogaron que les mostrásemos nuestro equipaje. Lo hicimos. No podíamos apartar los ojos del otro lado de la calle. Deseábamos ir allí y perdernos en aquellas misteriosas calles españolas. Sólo era Nuevo Laredo pero nos parecía la Sagrada Lhasa.
—Tío, ésos están levantados toda la noche —susurró Dean.
Nos apresuramos a presentar nuestros pasaportes. Nos previnieron de que no bebiéramos agua del grifo ahora que estábamos al otro lado de la frontera. Los mexicanos registraron nuestro equipaje por puro formulismo. No parecían policías para nada. Eran perezosos y amables. Dean no dejaba de mirarlos. Se volvió hacia mí.
—Fíjate cómo es la pasma en México. ¡No puedo creerlo! —se frotó los ojos—. Debo estar soñando”.
La policía de aquella primera mitad del Siglo XX, en contraste con los policías de los tiempos que corren, les sorprende por su amabilidad. Sal-Kerouac expresaría unas palabras que hoy parecen ingenuas:
Dios nunca fabricó en América policías tan maravillosos. Nada de sospechas, de complicaciones, de molestias: era el guardián de la población dormida, punto”.
Y se extiende ante ellos México, el país del cual se puede leer en “On the Road”:
“Tras nosotros estaba toda América y todo lo que Dean y yo habíamos sabido previamente acerca de la vida, y la vida en los caminos. Habíamos encontrado, al fin, la tierra mágica al final de la ruta y nunca habíamos soñado la extensión de esa magia”.
Dean expresaría en “On the Road”:
“Aquí nadie desconfía, nadie recela. Todo el mundo está tranquilo, todos te miran directamente a los ojos y no dicen nada, sólo miran con sus ojos oscuros, y en esas miradas hay unas cualidades humanas suaves, tranquilas, pero que están siempre ahí. Fíjate en todas esas historias que hemos leído sobre México y el mexicano dormilón y toda esa mierda sobre que son grasientos y sucios y todo eso, cuando aquí la gente es honrada, es amable, no molesta”.
En Ciudad Victoria conocen a un niño que les proporciona marihuana y les conduce a un prostíbulo dónde pasan una noche de excesos. La velada en el prostíbulo sí es retratada en la película pero ahora hago uso de la frase que Emilio García Riera expresara cuando habla de las filmaciones en México en su imprescindible “México visto por el cine extranjero” (5):
“Más visto como un paisaje que como una sociedad, México no imponía tanto a los extranjeros un orden parejo al que debían acatar los chicanos en los Estados Unidos como la inmersión en lo absurdo y lo irracional”.
Kerouac describe a una chica que conoce en el prostíbulo, tan sólo una de la tropa de muchachas menores de edad que constituye el personal del lugar, de esta manera:
“Con la música del rápido «Mambo Jambo» bailamos frenéticamente con las chicas. A través de nuestro delirio empezamos a distinguir entre sus distintas personalidades. Eran unas chicas espléndidas. Extrañamente la más desmadrada era una venezolana medio india y medio blanca que tenía dieciocho años. Se hubiera dicho que era de buena familia. Sólo Dios sabe lo que estaba haciendo en México trabajando de puta a esa edad y con sus tiernas mejillas y su agradable aspecto. Tal vez había una tragedia en su vida. Bebía de un modo increíble. Se pegaba latigazo tras latigazo aunque parecía que no podía más”.
En la película podemos ver a una niña bebiendo caballitos de tequila sin intervenir en la acción, sólo como una espectadora en una desvaída puesta en escena de las avergonzadas palabras del Kerouac literario, en una escena confusa dónde el idioma y las conductas constituyen una barrera cultural a la vez que un auténtico delirio pederástico:
“De pronto corrieron a uno de los cubículos. Yo me las entendía con una chica gorda y sin interés que tenía un perrito y que se enfadó conmigo cuando dije que el perro no me gustaba porque quería morderme. Acordamos que llevara el perro afuera, pero cuando volvió ya me había ligado otra chica, era más guapa pero no la que más me gustaba, y se me pegó como una lapa. Yo trataba de librarme de ella para ligar con una mulata de dieciséis años que estaba sentada sin hacer nada en el otro extremo de la sala y se contemplaba melancólicamente el ombligo a través de la abertura de su cortísima camisa. No lo conseguí. Stan estaba con una chica de quince años de piel color almendra con un vestido que estaba abrochado por arriba y por abajo, no por la mitad. Unos veinte hombres miraban desde la ventana. En un determinado momento, la madre de la chica mulata —que no era mulata, sino negra— apareció por allí y mantuvo un breve y triste coloquio con su hija. Cuando vi aquello, sentí demasiada vergüenza para acercarme a la chica que realmente me apetecía. Dejé que la lapa me llevara a uno de los cubículos donde, como entre sueños, y entre el estrépito de la música, pues también había altavoces allí, hicimos rechinar la cama durante media hora. Era un cuartito cuadrado de paredes de madera y sin techo, con una imagen en un rincón y una palangana en el otro. Las chicas gritaban en el sombrío vestíbulo:
—Agua, agua caliente.
(…) “—Tranquilízate, guapa —le dije. Tuve que sostenerla para que no se cayese del taburete. Perdía el equilibrio todo el tiempo. Nunca había visto a una mujer tan borracha; y sólo tenía dieciocho años. Conseguí que le sirvieran otra copa; me estaba tirando de los pantalones para que lo hiciera. Se la tragó de golpe. No tenía valor para llevármela a uno de los cubículos. La tía con quien me había acostado tenía treinta años y sabía cuidar de sí misma. Con Venezuela retorciéndose y lamentándose entre mis brazos tenía muchas ganas de desnudarla y hablar, sólo hablar con ella… o eso me decía a mí mismo. Esta chica y la mulata me hacían delirar de deseo.
La marcha continúa. Tras varias páginas descriptivas de paisajes lujuriosos de montaña y la “enternecedora” pobreza de las niñas indias que encuentran, acceden por fin a la Ciudad de México:
“Se acercaba el final de nuestro viaje. Se extendían grandes praderas a ambos lados de la carretera; soplaba un viento noble a través de los inmensos árboles y sobre viejas misiones que adquirían tonos de un color rosa asalmonado con los últimos rayos del sol. Las nubes eran espesas y enormes y rosadas.
—¡Al amanecer estaremos en Ciudad de México!
Lo habíamos conseguido; habíamos hecho un total de tres mil kilómetros desde el atardecer aquel de Denver hasta estas vastas zonas bíblicas del mundo. Ahora estábamos a punto de llegar al final de nuestra ruta”.
“México City, la ciudad sagrada del exceso”, si bien para los “beats” constituía una andanza existencial, una especie de encuentro con lo pánico y dionisíaco –erróneo, en todo caso, una lectura inocente del país (6)-, era también el encuentro con la epifanía, la revelación. En palabras del ensayista D. Wayne Gunn (nota 2):
“Rechazando casi todos los valores de la clase media, que parecía de algún modo responsable, se sentían traídos en diversos grados hacia lo criminal, lo primitivo, lo exótico y lo alucinante; hacia cualquier cosa fuera de la sociedad. En consecuencia, México, la cultura ajena más próxima, les proporcionaba magia”.
Atrás quedaban la bomba atómica, las crisis económicas, las guerras. Pero en la cinta sólo aparece como ese telón de fondo que señalara García Riera; un país de antros, de prostíbulos, enfermedad (Sal enferma de disentería y lo abandona Dean al pronunciarse su divorcio) y de pobreza dónde el tráfico es poco y hasta nulo, en contraste con lo que se puede leer en “On the Road”:
“Luego, ya estábamos en la ciudad, y de pronto pasábamos por delante de cafés abarrotados de gente y de teatros y de muchas luces. Chillaban los vendedores de periódicos. Los mecánicos estaban sentados tranquilamente con llaves inglesas y destornilladores en la mano; y descalzos. Muchos conductores indios se cruzaban por delante y nos rodeaban y tocaban la bocina y convertían el tráfico en algo frenético. El ruido era increíble. En los coches mexicanos no hay silenciadores. Se puede tocar la bocina todo lo alto que se quiera.
—¡Vaya! —gritó Dean—. ¡Mirad! —Lanzaba el coche a través del tráfico y jugaba con todo el mundo. Conducía como un indio. Se metió en una glorieta circular de la avenida de la Reforma y dio la vuelta mientras ocho calles nos echaban coches encima por todas direcciones, izquierda, derecha, izquierda, por delante, y Dean gritaba y saltaba de alegría.
—¡Esto sí que es tráfico! ¡Siempre había soñado con algo así! ¡Todo el mundo se mueve al mismo tiempo!”
Y aparecen, en la versión de Salles, los típicos niños de la imaginería hollywoodense con máscaras de calaveras del Día de Muertos y todo en un lapso de unos cuantos minutos alongados cinematográficamente dónde no se profundiza en las jugosas observaciones “beatniks”.
Ese “país tan salvaje” de Kerouac se muestra sin embargo en las escenas de saguaros extendiéndose en el horizonte que se describen en la novela:
“— ¡Esto es el mundo! —interrumpió Dean—. ¡Dios mío! —golpeó el volante—. ¡Esto es el mundo! Podemos seguir a Sudamérica si esta carretera lleva hasta allí. ¡Piensa en eso! ¡Hijoputa! ¡Cagoendiós! —aceleramos la marcha. Amaneció rápidamente y empezamos a ver la blanca arena del desierto y algunas chozas alejadas de la carretera. Dean aminoró un poco la marcha para contemplarlas—. ¡Auténticas chozas miserables!, tío, de esas que sólo se encuentran en el Valle de la Muerte, e incluso mucho peores. Esta gente no se preocupa de las apariencias”.
Y añade:
“—Y esta carretera —continúo Dean— no se diferencia nada de cualquier carretera americana, excepto en una cosa. Fíjate que los mojones están en kilómetros y señalan la distancia que falta hasta Ciudad de México. ¿Te das cuenta? Es la única ciudad de todo el país, todo señala hacia ella”.
Para 1968, año de la emblemática muerte de Neal Cassidy, los hippies buscarían esa misma libertad en los Estados Unidos que sus predecesores los “beats” buscaron en México. Es el año de la represión estudiantil, de las Olimpíadas, de un sueño que se desvanece. México como país del “buen salvaje”, el paraíso de la droga, la libertad y los páramos de Pan, ya no es meta, final del camino. Y tampoco lo constituye la desangelada versión cinematográfica de Walter Salles de esta gran novela inicial de un movimiento que parecía condenado al olvido. Como ha señalado D. Wayne Gunn, los “beats”:
“Formaron el único grupo notable que trabajó reunido en México”.
Nada de esto aparece en el filme. Y nos quedamos con una primera mitad lenta en arrancar y otra hora angustiada para ver aparecer esa “revelación” ingenua pero poderosa de lo que sería México para los “beats”. También nos quedamos pensando en la suerte de Neal Cassidy (Dean Moriarty) sostenida de las frases finales de la novela –en contraste con el de la película que finaliza con las palabras iniciales de Sal-Kerouac escribiendo en el rollo original: “Conocí por primera vez a Neal poco después de morir mi padre”, un final irónicamente más optimista por lo que tiene de impulso en la aventura-:
“Así, en esta América, cuando se pone el sol y me siento en el viejo y destrozado malecón contemplando los vastos, vastísimos cielos de Nueva Jersey y se mete en mi interior toda esa tierra descarnada que se recoge en una enorme ola precipitándose sobre la Costa Oeste, y todas esas carreteras que van hacia allí, y toda la gente que sueña en esa inmensidad, y sé que en Iowa ahora deben estar llorando los niños en la tierra donde se deja a los niños llorar, y esta noche saldrán las estrellas (¿no sabéis que Dios es el osito Pooh?), y la estrella de la tarde dedicará sus mejores destellos a la pradera justo antes de que sea totalmente de noche, esa noche que es una bendición para la tierra, que oscurece los ríos, se traga las cumbres y envuelve la orilla del final, y nadie, nadie sabe lo que le va a pasar a nadie excepto que todos seguirán desamparados y haciéndose viejos, pienso en Dean Moriarty, y hasta pienso en el viejo Dean Moriarty, ese padre al que nunca encontramos, sí, pienso en Dean Moriarty”.
Es por esto que podemos decir, siguiendo la película de Walter Selles, que “no todos los caminos conducen a México”.
“On the Road” aparece, subjetividades aparte, en la lista de “Los cien libros del Siglo XX” por el periódico francés “Le Monde” en el puesto 67, encima de obras fundamentales como “Lord Jim” de Joseph Conrad (puesto 75), “Ficciones” de Jorge Luis Borges (puesto 79), “El guardián en el centeno” de J. D. Salinger (puesto 88) y “Bajo el volcán” de Malcolm Lowry (puesto 99).
Bibliografía:
(1) Neal Cassady, fue el “hipster” gurú del movimiento “beat”. No sólo Jack Kerouac lo hace el personaje antihéroe de “On the Road” sino que Allen Ginsberg le dedicaría su “Aullido”, el himno “beat” por excelencia; Tom Wolfe, Hunter S. Thompson y hasta Charles Bukowski escribieron sobre él disfrazándole bajo diferentes nombres en varias novelas. Cassady terminaría sus días, después de asistir a una boda en San miguel de Allende, Guanajuato, el 4 de febrero de 1968 por ingesta de barbitúricos, sobre las vías del tren.
(2) D. Wayne Gunn: Escritores norteamericanos y británicos en México. El rastro de los “beats” en México. Fondo de Cultura Económica. Lecturas Mexicanas 87. México D. F. 1977.
(3) Véase la entrevista de Walter Selles para CorreCamara: http://www.correcamara.com.mx/inicio/int.php?mod=noticias_detalle&id_noticia=4137
(4) Old Bull Lee, en realidad William Burroughs, el gran gurú de varias de las corrientes bohemias juveniles que se superponen a través de varias décadas, desde los “beats”, los “hippies” hasta los músicos y poetas “punks”.
(5) Emilio García Riera. México visto por el cine extranjero. Tomo 3. 1941/1969. Ediciones Era y Universidad de Guadalajara. Primera Edición. 1988.
(6) México fue el fermento, en parte, de las ideas y del imaginario de la posterior contracultura hippie, heredera del movimiento “beat”. En el país los hongos alucinógenos, la marihuana, María Sabina, Robert Graves, Robert Gordon Wasson, Aldous Huxley y una larga letanía de nombres y actitudes bien o mal leídas, desembocarían en la posterior decepción de Jac Kerouac en sus obras posteriores; en 1952, en otro viaje a México, sin dinero y ayudado por el matrimonio Burroughs, describiría en un ensayo “México fedayín” cómo encontró la sombra de los ritos mexicanos en las corridas de toros, en los cristos sangrantes de las iglesias mezclándose con el recuerdo de rituales aztecas. En “Doctor Sax” (1959) utiliza la figura autoritaria de Burroughs como el Doctor Sax del título: “el doctor Sax hizo un viaje especial a Teotehuacán (sic), México, para investigar la cultura del águila y la serpiente azteca; volvió cargado de información sobre la serpiente; ninguna sobre el ave”. En 1960 en “Tristessa”, Kerouac escribe sobre sus relaciones con una indígena mexicana (Esperanza Villanueva) a la que amó y enfermó gravemente: “Mis poemas robados, mi dinero robado, mi Tristessa muriendo, los autobuses mexicanos tratando de atropellarme, arena en el cielo, ¡agh!, nunca soñé algo tan horrible…”. En “Desolation Angels” escribiría una frase que le escucharía decir al otro “beat”, Gregory Corso: “Hay muerte en México –vi un molino de viento haciendo girar la muerte de este modo-, no me gusta esto”.