Por Mitzi S.A
Un avistamiento peligroso, catártico. Ver “El séptimo continente” no puede ser de otra manera. La película en su totalidad representa súplicas existenciales que se han oído muchos años antes de que alguien pensara en plasmarlas de manera formal en celuloide. Michael Haneke lo ha logrado, las ha materializado. La vida como desfile de sucesos ambulatorios, sin sentido y gravemente intrascendentes por fin encuentra un himno solemne en esta obra.
El Séptimo Continente (Der Siebente Kontinent) (1989) fue la primera película del director alemán Michael Haneke. La historia a cargo Haneke y adaptada a guión por Johanna Teicht narra una situación que podría parecer una experiencia como cualquier otra que pasa y termina. No se trata del caso. El ambiente, la historia, la sentencia subyacente hacen de esta película un espectáculo del horror y su cualidad verosímil la presenta más cruda aún ante nuestros ojos. No hay artificios, no hay adornos. La fotografía de Anton Peschke nos brinda un vistazo real, que incluye momentos de tedio, repetitivos y rutinarios reales, irrenunciables en la vida. No se necesita de nada más. Una obra que explica tanto diciendo en apariencia tan poco es difícil de encontrar.
Podemos percibir cómo un frío interno, inexplicable e inseparable de nuestra consciencia crece a medida de que avanza la cinta. El director sabe cómo encantarnos, dejarnos quietos y sobre todo sin palabras. Un creador que tiene conocimientos artísticos, psicológicos o filosóficos no podrá jamás lograr un filme que no contenga atributos de ese tipo tan evidentes.
El Séptimo Continente es un producto redondo, abarca el todo y a sus partes de la misma manera. No necesita explicación, todo está ahí. Las existencias fatuas y terrenales no pueden encontrarse identificados si no se permiten ver más allá de la expresión plástica del fenómeno.
Haber nacido en países latinoamericanos o asiáticos puede ser un factor decisivo en la opinión sobre lo que H. representa como la sociedad burguesa actual en esta película. Sin embargo no es completamente relevante puesto que a pesar de ser un cuadro bien acotado de una situación al parecer bien limitada, los sentimientos, sensaciones y percepciones resultan universales.
Un lenguaje cinematográfico distinto, no del gusto popular pero impecable. Cada toma es más asequible en nuestras mentes que la anterior. La vida es ineditable y ahí radica el temor latente.
La identificación no resulta arbitraria. Los tres personajes principales: el hombre (Dieter Berner), la mujer (Birgit Doll) y la niña (Leni Tanzer) son tres posturas delimitadas hacia el entorno y ante las circunstancias. Pero para Haneke esto no es relevante; ya sea una visión inocente, una totalmente consciente o una intermedia, no hay escapatoria.
No existen respuestas fáciles y los vistazos de calidez y humanidad se evaporan ante la terrible amenaza de la idea principal, un plan acabado y terminal. Observar el día a día monótono e insustancial de la vida de la familia argumenta cada pregunta que pueda hacerse sobre la parte final. En ese núcleo existen amor, entendimiento y complicidad. No hay carencia de sentimientos, hay un exceso. Y es precisamente ese desencanto natural que alberga el intelecto, el espíritu y la emoción el parteaguas del desarrollo de los sucesivos acontecimientos.
Un parpadeo no hará al tema desaparecer. Incluso, es probable que permanezca en la mente de los espectadores por más tiempo del que imaginan. La noción completa se adentra en la psique de los comprometidos a entender la relevancia del filme que para muchos puede resultar algo similar a una segunda interpretación de muchas expresiones artísticas como el más famoso cuadro de Munch “El grito”.
Éste, como el primer largometraje de este creador, no puede pasar desapercibido, es una declaración clara, concisa y estricta sobre las inquietudes que posee como artista y como ser humano.
Esta cinta inicia también la llamada “Trilogía de la Glaciación”, donde el sujeto como entidad se desborda. En esta primera entrega los individuos ya no son capaces de dotarle de significado a quehaceres mundanos. La realización profesional, económica, familiar y personal se vuelven insuficientes y absurdas respuestas a un vacío existencial inabarcable e inalterable. Mucho de lo que puede sorprender de la cinta es cómo la carencia de problemas o conflictos diarios se vuelve en sí una situación insufrible y demandante. La rutina agobia y ahoga. No hay sueños, no hay expectativas. La condición es inevitable y se ha firmado desde el momento en que nacimos.
En la película no hay lugar para sentimentalismos. No existen las lágrimas fáciles pero si los cuestionamientos tácitos preguntando si ese mundo que vimos en la pantalla es el nuestro. La respuesta es afirmativa; al deconstruirlo, todo se reduce a lo que apareció en la película. Absolutamente todo.
No es necesaria la aclaración de que todo el concepto está basado en un hecho real. Para quienes han entendido y asimilado la obra en su totalidad, dicha declaración sale sobrando. Entendemos que no es imposible y que lejos de serlo, podría ser tan común como para empezarse a inquietar por ello.
Desasosiego y un poco de náuseas. Muchas de las escenas podrían no ser visualmente memorables pero el significado que se les ha dotado hace que se tatúen de manera necia en nuestra mente y que incluso recordarlas represente una desencajante y vertiginosa sensación.
Nos destruye con la imagen y nos reconstruye a partir de una visión crítica que surge minutos después de contemplarla. La percepción es manipulada, pero no gratuitamente; su objetivo es hablarnos de una manera en la que pocos lo han hecho, haciendo de sus interrogantes nociones, imperativas de realidad. Por ello, nadie puede refutarle argumentos, ya que no expone ninguno en realidad, más bien los genera en el público espectador que después de observar sus cintas y en especial ésta, puede odiar o amar su trabajo pero definitivamente no puede negarlo.