Por Ulises Pérez Mancilla. Enviado.
Morelia. Los festivales de cine, tan en boga y tan abundantes en nuestro país, tan necesarios y tan fugaces en la construcción de nuestras películas, a la postre, voceras de nuestra identidad cinematográfica, son también como la vida misma. Tan acogedores y a la vez tan hostiles, dónde se puede vivir la fiesta eterna hacia dos direcciones, la gloria por haber llevado a buen puerto un proyecto por siempre soñado y ahora aplaudido, o el fracaso que ante el mismo esfuerzo, por razones que sólo el ánimo del público y los jurados sabe, pasó desapercibido.
También son oportunidades de encuentros, de fortalecer amistades, de crear puentes en beneficio de una nueva película o de medir con qué sí y con qué no se cuenta en el largo y tortuoso camino hacia la realización del cine mexicano. Oportunidades de discusión y de autocrítica: exhibiciones ajenas que son como espejos. La cita perfecta entre realizadores y críticos, entre intereses genuinos y el público real (¡tangible en la taquilla pero intangible en sus corazones!), entre la burocracia del cine que se construye desde un escritorio y aquellos que lo desconstruyen en el set o en un búnker de postproducción. Una batucada de egos obligados civilizadamente a convivir a gusto.
Los festivales son un manojo de emociones que van de lo predecible a lo mágico, de la bruma al llanto en la sala de cine, de la esperanza a la confusión, del reconocimiento a la indiferencia, de la necesidad cantante de reconocimiento, a la coexistencia cotidiana con la indiferencia. A veces arriba, a veces abajo, a veces más abajo, pero siempre pintando sobre un lienzo que dice mucho de lo que somos como sociedad, de nuestros miedos ante el mundo y de la respuesta que el mundo le da a estos.
Los festivales de cine, son como la metáfora que aborda Sergio Tovar Velarde en su cortometraje “Jet Lag” (de la competencia oficial este año) a propósito de las máscaras sociales en una noche de despedida entre dos chicos, cuando uno de ellos decide optar por un estilo de vida que traiciona su esencia. El Jet Lag, apuntaría el director en una sesión de preguntas y respuestas, “es ese cambio de horario entre países que te hace sentir que estás en un espacio y en un tiempo que no te pertenecen”. Así son los festivales, la vida breve en un espacio que si acaso existe, no corresponde a nuestra realidad.
Este año, el IX Festival Internacional de Cine de Morelia se vivió en un ambiente enrarecido, celebración al fin y al cabo pero de tensa diplomacia. Días atrás, el presidente del Festival Alejandro Ramírez, también dueño de Cinépolis, en su calidad de presidente de la CANACINE, declaró: “En los últimos cuatro años, el Imcine ha dado apoyos por 275 millones de dólares; es decir, más de 3 mil millones de pesos, con lo que se hicieron muchas películas basura. Quiero que hagamos un acto de conciencia, y me pregunto: ‘¿No debieron mejor haberse canalizado estos recursos a hospitales o escuelas?”.
La semana fue una avalancha más de declaraciones por el estilo, en las que el empresario insinuaba que quizá se produzca más de lo que se debe, que tal vez haciendo menos películas se puede llegar a ese estándar de calidad que él supone el cine mexicano habría de obtener para ganarse su derecho a ser exhibido, o ciertamente, que hacen falta filtros a los estímulos fiscales y no leyes que regulen la exhibición. Mientras tanto, en el Palacio Clavijero, 28 proyectos en desarrollo de 8 países aspiraban a llevarse un premio de 50 mil pesos a través del Morelia lab, mediante esa evaluación caprichosa que es el pitching; una de esas razones por las que Bela Tarr asegura que cada vez más, en los festivales de cine las películas son como perros, “donde hay que ir a vender los cachorros al mejor postor”; pero que a su vez, tienen a James Cameron tan bien posicionado que se nombra así mismo el rey del mundo.
Ahí, oportunamente en su ponencia “Artículo 226: mitos y realidades del estímulo fiscal” (un estímulo eminentemente panista que podría desaparecer con el regreso del PRI al gobierno) Víctor Ugalde, presidente de la Sociedad Mexicana de Directores-Realizadores de Obras Audiovisuales equilibró la balanza: “Si el estímulo desapareciera la producción nacional se reduciría a más de la mitad del nivel actual. Todo lo que diga a continuación en favor y en contra es simplemente con el afán de mejorarlo. Sé que todo es perfectible, pero se necesita sensibilidad, humildad y trabajo para lograrlo”.
Entrado el mediodía, a media semana, con ese sol de octubre que medio calienta, a las puertas del Cinépolis Centro, donde sus cristales son tapizados anualmente por la más amplia variedad de propuestas; la selección de lo que se quiere ver casi siempre llega como oleaje, por lo tanto, interés y ánimo de por medio, hay que asumir la ansiedad de aceptar que no se puede ver todo lo que se desea, pero que al final, uno terminará extasiado de haber rayado su programa como el más aplicado de los alumnos. De compartir o refutar opiniones, de sumarse al entusiasmo de otros, de aquellos que se muestran sinceros pero también de los que no, especialmente porque los pasillos de las salas son lugares sentimentalmente frágiles, donde lo que uno piensa, o se toma con demasiada seriedad o simplemente le puede venir valiendo madres al otro.
La Selección Oficial de largometrajes mexicanos en competencia este año, tuvo un claro interés por la visión femenina, no sólo por que hubo una importante presencia de directoras (Lucía Carreras, Yulene Olaizola, Kenya Márquez, Paula Marcovitch en la ficción, ó Tatiana Huezo, Alejandra Sánchez, Paulina del Paso, Gabriella Gómez-Mont en el documental), sino por los conflictos abordados, incluso por sus compañeros directores.
En “El sueño de Lu”, de Hari Sama, Lucía (Ursula Pruneda en absoluto control de una actuación catártica, efervescente tras “Las buenas hierbas”) vive el duelo por la pérdida de un hijo. Una película íntima, desarrollada entre las aplastantes paredes de un cuarto, suficientes para que “Lu” se pierda en una tragedia a la que sólo ella puede poner fin. Como un grito ahogado, sin aspavientos, rodada con una energía al interior que beneficia mucho al melodrama aunque a riesgo de aletargarlo, Sama deja pasar el dolor de su protagonista al ritmo en que suelen irse las penas en la vida real. Amargo, pero con un dejo de esperanza con la vista puesta al mar.
Por su lado Hatuey Viveros, crea en la ópera prima del CCC “Mi universo en minúsculas” otro escenario de desarraigo emocional a través de la evolución de un estilo narrativo del que se apropia amorosamente, dándole un vuelco inesperado al resquebrajado plano contemplativo. La premisa es encantadora y está respaldada por un trabajo de fotografía colectivo, y un panorama poco usual en los debuts fílmicos nacionales: la confianza total del director en un guión ajeno (de Ana Mata e Inti Aldasoro, basado en una idea original de él mismo).
Una joven española (Aida Folch) llega al DF buscando la calle Juárez 37, como única referencia para reencontrarse con su padre. La película, tan sencilla como vigorosa, desmitifica a una ciudad capaz de reinventar sus rincones, mientras desarrolla la resolución de un duelo a destiempo, entrañable, cotidiano, necesario. Es la historia determinante de cómo la vida a veces nos empuja a cerrar ciclos para continuar en paz. De ahí el sutil arrobo a ese guiño contradictorio que es el diálogo de Diana Bracho (espléndida): “No me gusta que las cosas cambien”.
Toda la expansión, tanto creativa como emocional que emana en la obra de Viveros, en “Paraísos artificiales” de Yulene Olaizola se contrae para ofrecer un mundo de auto-opresión por parte de Luisa (Pardo) y su ansiedad por sentirse incapaz de existir sin alterarse los sentidos. La directora subraya reiteradamente la ironía de la relatividad sobre los paraísos con un halo de ingenuidad que termina por sucumbir a las reglas profesas del cine de festival (paisajes poéticos, no actores, planos largos); sin embargo, se trata de una de las pocas piezas de autor que en vez de girar su lente a las sinrazones del narco, se toma el tiempo de explorar los motivos de los consumidores de drogas con una valía dotada de su inmediato pasado documental.
Premio del Jurado en 1995 en el Festival de Cannes, “N’oublie pas que tu vas mourir” de Xavier Boavois, en retrospectiva, se erige vigente y recuerda por qué hay temas que es necesario abordar en su momento, no por la taquilla, ni esperando las palmas, sino por el registro honesto de nuestros conflictos existenciales en su preciso momento. Es la historia de Benoît (el mismo Boavois) que al saberse seropositivo tras evadir la milicia tomando antidepresivos, decide abandonarse en las drogas. Un descalabro emocional sobre la entrega a la muerte en tiempos en que el SIDA significaba la muerte, pero también la adherencia social sin meter siquiera las manos. Irracional en sus actos, no hay acción que Benoít ejecute sin una profunda carga de inteligencia negada.
En función de medianoche, inexplicablemente fuera de competencia se presentó “Pastorela”, de Emilio Portes, distribuida por Videocine y próxima a estrenarse el 11 de noviembre en cartelera comercial. Se trata de una comedia sátira (¡lúdica, rozagante, fausto-fastuosa!) sobre la pelea que emprende un Judicial (reinventándose otra vez, Joaquín Cossío) por que le regresen el papel del diablo que ha venido representando en la pastorela de su barrio desde hace años, tras la llegada del nuevo párroco (Carlos Cobos: neurótico-cábula-exorcista).
A través de un guión hilarante, edificado sobre una estructura casi matemática de significantes enredados, Portes toma lo mejor de un selectivo puñado de actores mexicanos (Serradilla, Manzano, Cristiani, Palacios, Gama, Sefami, España, Yañez) y mediante la risa plena (de la discreción socarrona a la carcajada desorbitada), elabora una fabula navideña con crítica ácida hacia la iglesia y otras instituciones sociales que deviene en retrato-homenaje de los vicios más añejos de la sociedad mexicana, (tan expuestos últimamente) sin descuidar ni traicionar jamás las motivaciones personales de su antihéroe “El Chucho”.
En “Fecha de caducidad” (ganadora del premio del público), Kenya Márquez toma la saludable estafeta del humor negro y, fiel a su pasado cortometrajista, desarrolla una farsa gore costumbrista (¡que le costó más de una década llevar a la pantalla!, hecho que transpira tanto en el guión como en la realización) sobre la búsqueda de una madre que ha perdido a su hijo y lo busca reiteradamente en la morgue, siendo sus visitas constantes la renuencia de que quizá, su vástago ya esté muerto hasta que opta por construir una fantasía esquizoide en torno a una serie de personajes freaks/perturbadores.
En una efusiva conferencia de prensa, emocionan las palabras de la señora Ana Ofelia Murguía, quien tras “Las buenas hierbas” y ese merecido reconocimiento donde se le otorgó en Bellas Artes el Ariel de Oro a principios de este año, sigue en activo, sorprendiendo, sagaz y vital tejiendo personajes que se carcomen de complejos (aquí, haciendo dupla con Martha Aura, gozosa, y Damián Alcázar, el homenajeado del festival, en un loable intento por deshacerse de su propio personaje).
Ahí, dijo sentirse agradecida de encontrar este tipo de papeles toda vez que a las actrices, con la edad, se les relega a los papeles de relleno, e intentó lo imposible: alzó su voz para decir que es justo reconocer el triunfo de los mexicanos en el extranjero, pero que ya es hora de tratar el trabajo de quien hace cine mexicano desde México, como se trata públicamente a los nacionales que sí son Hollywood. Irónicamente, días después, en reiterado y predecible empeño por honrar a los charolastras en el festival de Morelia año con año, los reporteros y los fans y los que mandan en taquilla abarrotaban la premier de “El planeta más solitario” de Julia Lovtek, directora masiva/desconocida, pero con Gael García Bernal como protagonista, galardonado esa noche con el premio Tradicional Tequila Cuervo (el año pasado fue para Diego Luna). Cuarenta y cinco minutos duró la pasarela entre autógrafos, fotos de celulares y preguntas banqueteras a las que Gael contestó como la autoridad fílmica que es ante los medios.
El maestro Arturo Ripstein estuvo presente a través del estreno nacional de “Las razones del corazón”. Tanto él como Paz Alicia Garciadiego se encontraban en el festival de Abu Dhabi, pero en su representación acudió Roberto Fiesco, el productor, y su elenco: Plutarco Haza, Arcelia Ramírez, Pilar Padilla y Alejandro Suárez. Daniela Michel, precedida por la proyección internacional que sumó este año como jurado en secciones de Cannes y San Sebastián, anunció la presencia de otro maestro, quien personalmente pidió se retrasara la proyección por que quería ver la película. Volker Schlöndorff, quien venía de otra sala donde recibió de una medalla de la Filmoteca de la UNAM, tomó asiento no sin antes pedir “dos carteles” de la película (de autoría de Alejandro Magallanes) para llevar. Al final, lo reconoció públicamente: “es poderosa”.
“Las razones del corazón” fue un regalo extensivo que Fiesco hizo a su equipo de trabajo que formó a raíz de “El cielo dividido” junto con Julián Hernández y en el que Ripstein depositó su absoluta confianza. Siendo parte de esta película, me viene la necesidad de transmitir el infinito gozo que fue hacerla y llegar todos los días y pisar un set donde el director ejercía un respeto total por su oficio, llevándolo al extremo metafórico en que Werner Herzog asegura que deben ser los sets: operaciones a corazón abierto. Donde además, cada ensayo, cada momento de preparación, cada toma; se respiraba, se sufría, y se vivía al ritmo de una cámara vital, rebosante, riesgosa. Donde al final de cada llamado, el Ripstein de la leyenda negra, el de los libros de historia del cine, el que no tenía otro objeto que regalarle esta película a su guionista, agradecía generoso el trabajo otorgado, a veces hasta con un abrazo o un beso. Donde uno volvía a casa impregnado de una experiencia capaz de revolucionar esa pasión que es hacer películas.
“Las acacias”, ópera prima del argentino Pablo Giorgelli, ganadora este año de la Cámara de Oro en Cannes y triunfadora rotunda en Biárritz, recoge las cenizas de ese cine contemplativo que marcó una pauta en los festivales por los últimos años, y que ciertamente hoy está a la baja, al grado de que los programadores internacionales comienzan a detectar la imperiosa necesidad de deshacerse de la fórmula. Como ave fénix, “Las acacias” (el viaje en tráiler de un hombre solo que lleva de Uruguay a Argentina a una mujer y su bebé de meses) resuena en un público sensible que se sigue emocionando hasta las lágrimas con ver el mundo pasar.
La competencia oficial de cortometrajes mexicanos fue dominada por distintas técnicas de animación, muchos de ellos cineminutos desbordando su creatividad entre la conciencia social (“A secas” de Andreas “La Mandrágora” Papacostas), lo experimental (“El álbum de las ideas” de Viridiana Pérez), lo humorístico (“El cortejo” de Emiliano González Alcocer) o de plano, propuestas filosóficas sobre las extrañas adicciones de una comunidad de seres de papel (“Por un desgarre” de Dominique Jonard): mundos imaginarios postrados sobre realidades concretas. A diferencia del año pasado, hubo un creciente número de propuestas surgidas en universidades privadas (Ibero, Anáhuac, CENTRO) o de cineastas independientes con estudios en el extranjero. Del CUEC, dos trabajos destacados: “Venecia, Sinaloa”, de la muy joven Betzabé García, que hace gala de una formalidad cinematográfica emotiva y puntual sobre el arraigo; y desde luego, “En aguas quietas” de Astrid Rondero, ese enorme manifiesto sobre el derecho a ser como se quiere ser. Sin duda, uno de los mejores cortos mexicanos del año.
Los temas recurrentes del festival, el duelo y la resignación, versaron con singular sensibilidad y energía a través de: “Assemblê” de Miguel Ferráez, la reubicación social de un niño tras la muerte de su padre en un país ajeno, “Cenizas” de Ernesto Martínez Bucio sobre la postergación del duelo de una chica que se ve reflejada en el espíritu de su madre muerta, también en un país lejano, “Despedida” de Fabián Ibarra, ingeniosa metáfora sobre el miedo a decir adiós, “Jet lag” de Sergio Tovar Velarde, el retrato final de un amor que se consume ante el pavor a ser uno mismo, “Retrato anónimo” de Paola Chaurand, sobre la muerte como impacto de vida cuando se vive en muerte y “Vendaval” de Jesús Torres Torres la explosiva elección de una mujer que le da la espalda a sus prejuicios y aprende a vivir guiada por su deseo. Mención aparte es “El firulete” de Carlos Algara, la reafirmación de votos de amor de una pareja que celebra a través de mantener vivo el recuerdo de cuando se conocieron.
Una sorpresa, exhibida al inicio de varias galas internacionales, fue el cortometraje rumano “Stopover”, de la directora Ioana Uricaru (presente en Morelia), con un guión de Cristian Mungiu (Palma de Oro por “4meses, 3 semanas, 2 días”) sobre una premisa inquietante que le da para resolver un entripado moral sobre cómo en una situación extrema, los valores oscilan y se emparejan, se concilian y hasta se hermanan, no importa lo que se pensaba es “bueno” o “malo”, cuando a una mujer le roban la billetera con su pasaporte y boleto de abordaje dentro, y se queda varada en el aeropuerto sin solución alguna, hasta que aparece un connacional rumano ofreciéndole ayuda.
Dentro de las actividades paralelas fuera de las salas de cine, destacó una emotiva presentación del libro “Hoy grandioso estreno: El cartel cinematográfico en México”, una edición del IMCINE coordinada por Carlos Bonfil, donde no sólo se puede apreciar una amplia recopilación de carteles, sino de ensayos por décadas, escritos por especialistas amantes del cine. Una publicación tan majestuosa como su costo (¡$750.00!), pero que generó una de las reuniones más emotivas del festival por lo que encerró la esencia de los ahí presentes: Carlos Renau (hijo del artista cuyo legado compone gran parte del libro y de la historia del cine nacional), Rafael Aviña (con ese temple cinéfilo loable y certero), Roberto Fiesco (cálido y provocador de ese arrobo inusitado por el cine en su calidad de productor, director y coleccionista), el propio Carlos Bonfil (que en un principio se negaba a creer en la pertinencia de un libro más sobre el cartel) y Arcelia Ramírez (hermosa, inteligente y brillante), que apeló a la preservación de la memoria, al cobijo y al estudio de nuestro cine y llevó su ponencia al extremo de vanagloriar el libro por tener ese don de provocar querer ser un mejor ser humano.
En el territorio documental, Everado González emerge con toda la fuerza que suele imprimir a su trabajo, virando del retrato personal al corazón de una nación y su pasado doloroso. Un documental transgresor, hecho por encargo y que al final, dado el oficio de su autor, rebasó las expectativas en su búsqueda precisa de ese ambicioso y preciado objetivo que es la realidad y se impuso como obra independiente. “El cielo abierto”, a través de material inédito (liturgias de Monseñor Romero, tomadas metafóricamente de la basura) retoma los días en que se gestó en El Salvador el movimiento de la Teología de la Liberación y de cómo ésta impactó en un pueblo que fue obligado a pelear entre sí para beneficio del gobierno y las clases poderosas. Como un hermoso díptico, por esa fuerza que se reproduce gracias a esa azarosa ley de arborescencia semántica, “El cielo abierto” termina donde “El lugar más pequeño” de Tatiana Huezo, comienza. Cediéndole así la oportunidad, a través de palpitaciones diferentes, de narrar la progresión del daño ocasionado a estos seres humanos por una guerra tan estúpida como necesaria. Ambos documentales, hermanados en tiempo y forma con la luminosidad de “Nostalgia de la luz” de Patricio Guzmán, devienen en sentimientos de rabia y conciliación por igual, en un ánimo amargo subversivo impactante.
“Le gamín au vélo” de los Dardenne, próxima a estrenarse en la Muestra de la Cineteca, subraya el carácter autoral de su cine que, cámara en mano, vuelve a asaltar ese desamparo latente que habita en nuestros corazones y termina por hacerlo añicos vía la historia de Ciryl, un niño abandonado por su padre (en total uso de sus facultades, pero que sencillamente no desea tenerlo a su lado) y su lucha y furia por restablecer el orden natural; mientras que en el camino, se convierte en un adulto capaz de dañar a quienes le muestran afecto. Aplastante en los mismos niveles de neurosis y desolación que “El premio” de Paula Marcovitch, quien llegó con un nuevo corte de su película que no es ni el de Berlín, ni el de Guadalajara, pero que engrandece su obra de por sí devastadora hacia el mundo interior de una niña, a quien las circunstancias obligan a crecer dolorosamente en medio de la tensión militar de la dictadura argentina.
No en balde, el palmarés marcó una reafirmación significativa: “El premio” de Paula Marcovitch (cuyo trabajo como guionista respalda un triunfo que reposa sobre años de disciplina y dedicación en torno al cine) y “Mari Pepa” de Samuel Isamu Kishi (un debut arrollador ante todo por su espontaneidad generacional), se hicieron de El Ojo al mejor largometraje y cortometraje de ficción respectivamente, como en marzo lo hicieran con el Mayahuel en el Festival de Guadalajara.
Los premios son así, y los festivales de cine son así. Sobrevivir a ellos tiene qué ver con nuestra distancia crítica, con aceptar que a veces, nuestras apreciaciones son erróneas y nuestras emociones a flor de piel, que las decisiones que se tomaron para darle luz verde a un proyecto (se esté desde la palestra que se esté) no fueron las indicadas, que nuestras obsesiones no empatan con las de los otros, o llegaron tarde, o están adelantadas o simplemente hay que adaptarse a un motor innegable que sostiene al cine, según David Trueba: “el engreimiento de creer que lo que a ti te importa le importa a los demás”.
De manera que la vida sigue después de ese primer efusivo corto por el cuál se vendió el auto para poder terminarlo, o después de esa improbable ópera prima, incluso después de esa película número 30. Saber que a los festivales se va a más que a ganar, y que el hecho de mostrarla en una sala llena, no importa si gustó o no, ya es un tramo suficientemente ganado habiendo tantos guiones en los cajones personales y de la burocracia fílmica, tantas películas enlatadas, ideas que no pasaron de la hoja en blanco o producciones que se quedaron en el camino de los presupuestos inalcanzablemente inflados o en la eterna cadena de favores no otorgados.
Y es que al final, sólo al final, lo más importante es lo que remataba Arcelia en su abrumadora y luminosa ponencia durante la presentación del libro sobre el cartel cinematográfico en México. Que en el futuro, alguien lea con tal vehemencia sobre nuestro pasado fílmico y se sienta tan motivado como para que la aventura haya valido la pena, eso sí que tendrá un sabor de gozo total. Un auténtico triunfo colectivo en retrospectiva.
Por eso hagamos películas que nos hagan sentir bien, películas que nos hagan mejores seres humanos… y compartámoslas, y veámoslas, y apoyémoslas y escribamos de ellas o distribuyámoslas, ¡pero hagámoslo!
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http://www.moreliafilmfest.com
ARRIBA: Los ganadores del festival. EN LA FOTO DEL INICIO: Paula Marcovich. Fotos de Paulo Vidales /Imagen Latente