Por Pedro Paunero
J. D. Vance, católico converso y convencido de que el “American Dream” es posible, publicó su autobiografía “Hillbilly Elegy” en 2016, y no tardó en convertirse en un Bestseller a través de la plataforma de Amazon, según The New York Times, y lectura preferida de los Conservadores estadounidenses. Ron Howard, director de la apoteosis americana “Apolo 13” (Apollo 13, 1995), la engañosa, como sobrevalorada historia de triunfo personal, “Una mente brillante” (A Beautiful Mind, 2001), y responsable de llevar a la pantalla grande varias de las novelas de súper éxito de Don Brown, es decir, un cineasta entregado a rodar historias de superación personal y adaptaciones fílmicas de literatura basura, no podía sino erigirse como el más idóneo para dirigir la adaptación de dicha obra.
“Hillbilly, una elegía rural” (2020), cuenta la historia del citado personaje, descendiente de auténticos “hillbillies” (es decir, aquellos habitantes de las regiones más pobres de la Unión Americana, específicamente situados en los Apalaches, retrasados tanto económica como culturalmente y despreciados por los citadinos), su infancia al lado de su madre, la enfermera frustrada Beverly Vance (Amy Adams), que padece profundos problemas psiquiátricos, y de su abuela, “Mamaw” Vance (Glenn Close), que lo rescata de los malos tratos de su madre, mientras supera todos los obstáculos y logra ingresar a la Universidad de Yale, hacerse novio de Usha (Freida Pinto), una India-Americana (¡Vamos, el triunfo del liberalismo debe ser que no se es racista!), y contarnos todas sus desventuras, mientras se lleva los aplausos de aquellos convencidos de la frasecita más célebre de Donald Trump: “Make America Great Again”.
Mr. Vance fue denostado –y con razón–, por algún sector de la crítica literaria, por retratarse como un falso Hillbilly, siendo apenas un descendiente de estos, mientras la película que Mr. Howard nos entrega no pasa de ser una especie de capítulo agringado, y muy aumentado, de uno de esos que constituyen la afligida serie mexicana, “La Rosa de Guadalupe”. Me pregunto muchas cosas al ver esta película. Una de ellas, si el autor del libro –y con este, el director–, sabían, de verdad, el significado de la palabra “elegía”, al usarla tan libremente en algo que no llega ni a tragicomedia (con perdón de “La celestina”, por supuesto). Toda la película está conformada por flashbacks y forwards donde priman los gritos, los intentos de suicidio, los pasones de dosis de droga y el fácil melodrama lacrimógeno, y un “duelo de actuaciones” entre la oxidada Glenn Close, que causa risas involuntarias con sus diálogos plenos de groserías ingeniosas, y el tira y afloja de Amy Adams, como la mamá violenta que la emprende, incluso, a puñetazos sobre el hijo menor de edad, mientras él la llama “fracasada” y ella “gordo”, enmarcado en la época en que Bill Clinton levantaba ámpula por el escándalo sexual más vergonzoso –según pueden ver los personajes, en las noticias de la T. V.– y engorroso de su administración.
No es de extrañar que, con su actuación, Glenn Close haya logrado situarse en una posición de extraña ironía, al ser nominada al Óscar como Mejor actriz de reparto (?), y otra a los Golden Raspberry Awards, o Razzies, esos divertidos “Anti Óscar”, al lado del mismo Howard como peor director. En “Hillbilly, una elegía rural”, la mirada profunda, la auténtica crítica social e, incluso, los verdaderos “Hillbillies”, cómicamente retratados por el espectáculo estadounidense, brillan por su ausencia. A Ron Howard sólo le importa encadenar una tras otra situación, a cual peor, de agresiones verbales y dizque conmovedoras, logrando que las caricaturas de los habitantes de los Apalaches, como los de la teleserie “Los Beverly Ricos” (The Beverly Hillbillies), de los años 60´s, o la serie animada “Los osos montañeses” (Hillbilly Bears), de la casa Hanna–Barbera, de los mismos años, se recubran de más dignidad que los de su película.
Liberalmente frívola, peor todavía que aquel melodramón olvidado de Barbra Streisand, ”El príncipe de las mareas” (The Prince of Tides, 1991), todo un panfleto bobón y machacón a lo Paulo Cohelo sobre “decidir ser alguien en la vida” y, por el sólo hecho de desearlo, poder alcanzarlo, tanto el libro como la película no son sino reflejo de una sociedad hastiada, a la que le han vendido –o, mejor dicho, metido por los ojos, los oídos y la consciencia, gratuitamente, a fuerza de repetición–, que cada quien es “un guerrero”, aunque jamás logre sus metas, y se quede en su nivel de ineptitud, debido a lo azaroso de las cosas.
Por esto, y no por nada más, “Hillbilly, una elegía rural” vale la pena verla. Nunca mejor dicho: porque es una pena verla.
Para saber más sobre auténtico cine “Hillbilly”, leáse: