Por Pedro Paunero

“Detrás de cada gran fortuna hay un crimen”
Honoré de Balzac
(Citado por Mario Puzo al inicio de la novela “El padrino”)
 

El 4 de diciembre de 1989, durante una entrevista televisada, el periodista Guillermo Ochoa le formuló una pregunta, claramente maliciosa, a su entrevistado, Joaquín Hernández Galicia, alias “La Quina”, por entonces poderoso líder sindical de la petrolera estatal Pemex.

–Señor Hernández Galicia: ¿usted ya vio la película “El padrino”, con Marlon Brando?
–¡Cómo no!
–¿Encuentra alguna similitud entre usted y el personaje principal?
–¡Claro que no! Porque aquél era un bandido; yo soy un dirigente, un trabajador…
–Pero… la forma en la que concede favores… cómo otorga favores…
–No otorgo favores. Administro lo que el sindicato me da en posesión de acuerdo con el estatuto. Eso no es otorgar favores; eso es reglamentar el derecho que se nos da”. (1)

La entrevista, que Ochoa repetiría sin autorización en el noticiero “Eco”, cuatro años después, le valdría la expulsión de la –también por entonces–, poderosa televisora mexicana “Televisa”. Joaquín Hernández había sido ya detenido por el ejército, y sus días de “benefactor” habían terminado. Las intenciones, en los recovecos de la política, pueden ser oscuros, pero muy claros sus resultados. Tras su detención, comenzaba el sexenio presidencial de Carlos Salinas de Gortari, el llamado “Salinato”, y el hecho se vería como un “acto de voluntad para democratizar a México”, según escribía, en absoluto ingenuamente, el periodista Antonio Caño, en una nota publicada por “El País”, el 12 de enero de 1989. 

“El padrino”, dirigida por Francis Ford Coppola, uno de los hijos pródigos de Roger Corman, apodado como el “Rey de la Serie B”, cineasta que preparó a varios actores, y a algunos directores (más grandes que él) en su “escuela”, sin apenas pagarles un centavo de dólar, tomaría la batuta, por derecho propio, del “Nuevo Hollywood”, ese movimiento de cine estadounidense de calidad –y cualidad, plagado de ideas y estéticas– que bebiera de la Teoría de autor, derivada de los ensayos del crítico francés André Bazin, traslapadas a Hollywood. Calificada por muchos, en un principio, como una novela barata sobre la Mafia, “El padrino” (publicada en 1969), alcanzó el estatus de Best Seller –y la película superada, empero, por su segunda parte (más profunda), se incluye entre las mejores de la historia y, a veces, como la mejor jamás filmada (así lo creía Stanley Kubrick, que se vio maravillado por su talentoso elenco, que incluyó a Diane Keaton y Robert Duvall, entre otros muchos), lo que les valió su inclusión en el “National Film Registry”, de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos en 1990 y 1997, respectivamente, al ser consideradas como “cultural, histórica o estéticamente significativas”–, tiene el mérito de haber introducido a los demás idiomas, términos italianos como “Cosa nostra”, “Consigliere” u “Omertá”, que se utilizaban en el argot secretista de la Mafia.

La primera escena de la película se abre con un quejoso Amerigo Bonasera, personaje interpretado por Salvatore Corsitto, que expresa, mientras la cámara hace un lento Zoom Out, desde el primer plano de su rostro:

–Creo en América. América hizo mi fortuna, y he dado a mi hija una educación americana; le di libertad pero, le enseñé a no deshonrar a su familia. Conoció a un chico, no era italiano. Iban juntos al cine, volvía tarde; nunca dije nada. Hace dos meses, dieron un paseo en coche, con otro amigo suyo. La obligaron a beber whisky, después trataron de abusar de ella. Ella se resistió. ¡Defendió su honor! Y le pegaron, como a un animal. Cuando llegué al hospital, tenía la nariz rota, y la mandíbula destrozada, sujeta con un alambre, no podía ni llorar a causa del dolor, pero yo sí lloré, y no me avergüenzo. Ella lo era todo en mi vida. Una chica preciosa, y ya nunca volverá a serlo”.

La cámara sigue alejándose. Se detiene. Bonasera hace una pausa dramática, se lleva una mano a la boca, tose. Expresa “lo siento”. En primer plano, el gesto de orden de otra mano, borrosa, cruza la pantalla. Vemos la superficie de un escritorio, papeles, un teléfono, una caja, un cenicero. Le acercan un trago a Bonasera, que bebe, consolándose.

–Verá, yo fui a la policía, como buen americano –continúa su relato–. Los dos asaltantes fueron procesados. El juez los sentenció a tres años de prisión, y dejó en suspenso la condena. ¡Suspendió la condena, y los dejó en libertad el mismo día! ¡Yo me quedé en la sala como un estúpido, y los dos cabrones se reían de mí! Le dije a mi mujer: la justicia, nos la hará Don Corleone.

Hay un silencio.

–¿Por qué acudiste a la policía y no viniste a mí primero?
–¡Pídame lo que quiera! No importa lo que sea, pero ayúdeme en lo que le pido.
–¿Qué quieres? –Bonasera se levanta, se inclina sobre Don Corleone, y le dice algo al oído.

Por primera vez vemos el rostro de Corleone, en primer plano, mientras Bonasera se aleja de él. Corleone muestra hastío, se rasca un poco por encima del labio.

–Eso no puedo hacerlo –responde.

Vemos ahora el plano general de un despacho lujoso –pero sumido en tinieblas, como los tratos que hace el crimen organizado–, donde predominan la madera y el cuero, como en el de un ejecutivo de muy buen gusto.

–Le daré lo que me pida –Corleone tiene un gato gris, rayado, entre sus manos, que juguetea, plácido. Va vestido con un smoking impecable, con una rosa en el ojal, que nos avisa que la escena se desarrolla durante un marco todavía mayor. No se va por ahí, trajeado, para recibir a personas quejosas.

–Nos conocemos hace muchos años, y es la primera vez que vienes a pedirme ayuda. Ya no recuerdo la última vez que me invitaste a tu casa a tomar un café. Y creo que mi mujer es madrina de tu hija. Pero hablemos claro, nunca has deseado mi amistad. Te asustaba estar en deuda conmigo.

–No quería meterme en líos.

–¡Oh, entiendo! Tu paraíso era América. Tenías tu negocio, te ganabas bien la vida, la policía velaba tu sueño con la ley. Y no me necesitabas –el gato sigue jugueteando entre sus manos– Pero, ahora vienes a mí a decir: ¡Don Corleone, haga justicia! Y pides sin ningún respeto, no como un amigo, ni siquiera me llamas “padrino”…”

Fue idea de Marlon Brando, en el papel de Vito Corleone, “el padrino”, la de sostener a un gato sobre las piernas, durante el desarrollo de la escena. Le pareció que le añadía complejidad, y le ocupaba las manos, que hubieran aparecido desnudas y con las que, quizá, no hubiera sabido qué hacer. Bonasera, dueño de una funeraria, podrá ser un personaje muy secundario en la trama, pero es importante para subrayar el hecho más significativo en esta historia criminal, que no deja de ser actual, los favores, tarde o temprano, se pagan.

Bonasera pide un favor para sí, y su hija golpeada, durante la boda de la hija del mismo padrino, cumpliendo así una tradición siciliana, la de atraer la fortuna sobre el matrimonio, si durante su celebración, el pater familias –de él dependen, literalmente, las familias de todos sus subordinados y empleados, así como las demás “familias” de mafiosos, es el patriarca casi divino, a quien se debe rendir pleitesía– concede favores a quien se acerque a él a pedirlos.

Es este un universo masculino –“Jamás me preguntes por mi negocio”– donde las mujeres, por muy influyentes que sean, no pueden evitar caer en ataques de histeria ante las acciones de los hombres. Como en la escena en la que Connie Corleone comienza a destrozar los platos de su alacena, al enterarse que su marido Carlo (Gianni Russo), la engaña, y aquella –localizada en la segunda parte–, en la que una alcoholizada Deanna (Mariana Hill), esposa de Fredo, el apocado segundo hijo de Don Corleone, amenace con engañarlo con otro, espetándole que “no es un verdadero hombre”. 

Sus personajes, modélicos –pero sin llegar a ser monolíticos arquetipos–, siguen con transparencia muchos de los postulados de Maquiavelo en su ensayo “El príncipe”; no hay que ser muy avezado para notarlo, y parten de una tradición antigua y patriarcal. Santino “Sonny” Corleone, el psicópata hijo mayor de Don Corleone, promiscuo y temerario, interpretado por un James Caan en uno de sus mejores papeles (por el cual fuera nominado al Óscar por mejor actor de reparto), un auténtico príncipe, es asesinado antes de heredar el trono, por lo cual, Michael, el menor, enrolado como Marine de los Estados Unidos, interpretado por Al Pacino en el papel que marcó su carrera, tendrá que asumir –a su pesar– el cargo sangriento, de forma por demás implacable, pasando sobre Fredo (John Cazale), el segundo hermano e incapaz, incluso, de responder al ataque que acaba con la vida de su padre.    

Mario Puzo –cuya novela él mismo, como autor, y Francis Ford Coppola, como director, adaptaran, después que la Paramount le comprara los derechos por míseros ochenta mil dólares, cuando la película (que había costado seis millones de dólares), ganaría 242 en taquilla– despliega pleno conocimiento de las costumbres italianas ancestrales –más concretamente, sicilianas y napolitanas–, que se remontan a los magníficos Médici, cuando familias pobres les pedían favores, y no tenían que pagar más que con gallinas.

Puzo se inspiró en varios “Dones”, para el personaje –entre estos Joe Profaci y Vito Genovese– y en el padrino original, Alfonso Tieri, que controlara el mercado de Nápoles y quien, a la muerte de Charles Gambino, se trasladara a los Estados Unidos, y llegara a controlar las familias mafiosas de dicho país, e incluye un par de frases –de todo un desplegado de diálogos memorables que contiene–, que pasarían al habla común en forma de parodia o, por el contrario, cuando se están por sellar altos compromisos de negocios: “Le haré una oferta que no podrá rechazar” y “mantén a tus amigos cerca, pero a tus enemigos más cerca”.

El famosísimo logo –una mano sosteniendo las cuerdas de una marioneta sobre la palabra “Padrino”– fue creado por el diseñador hawaiano S. Neil Fujita (descendiente de japoneses) para la novela y, a petición de Coppola, añadido a los créditos iniciales de la película, así como el nombre de “Mario Puzo”, como un acto de reconocimiento a este como coguionista. La fotografía penumbrosa, debida a Gordon Willis –y por la cual se ganó el mote de “príncipe de las tinieblas”–sería una metáfora de los bajos fondos, del secretismo de la Mafia.   

La película supuso el regreso de Marlon Brando al cine, en una especie de apoteosis –después actuaría en “El último tango en París” (1972), una de las mejores películas eróticas (y bastante controvertidas) de todos los tiempos, dirigida por Bernardo Bertolucci–, y no tardaron en formarse leyendas a su alrededor, como la que dice que se había rellenado las mejillas con algodón cuando, en realidad, le habían colocado bolas de resina en las muelas, lo que le otorgara su apariencia mofletuda, y su voz característica aflautada, que tomaría de Frank Costello, un gánster de la vida real, a quien había visto en una entrevista por televisión.

Ganadora del Premio de la Academia en los rubros de Mejor película, Mejor guion adaptado y Mejor actor, para el mismo Brando, sufrió una especie de boicot, cuando el gran actor lo rechazó categóricamente, en otro acto mitificado –debido al “trato injusto que reciben los indios americanos en la industria del cine”, según palabras de la activista amerindia, Sacheen Littlefeather, enviada en su lugar por Brando, lo que obligó a la Academia a cambiar las reglas para la aceptación del premio– a la vez se trató, de alguna forma, de un proyecto familiar (en un guiño a las “familias” de la Mafia), por parte de Coppola –el apellido “Corleone” habría sido una imposición (como se narra en la segunda parte), cuando el agente de migración, al no comprender el apellido italiano del pequeño Vito, le habría asignado el nombre de su lugar natal, en Italia, en un acto por demás repetido en la vida real–, cuando varios de sus parientes se involucraran en la misma. Aunque Nino Rota –famoso por componer la música para los filmes de Federico Fellini– compuso su partitura, fue Carmine Coppola, padre de Francis, quien añadió algunas piezas al conjunto.

Talia Shire, hermana de nuestro director, interpretó a Connie, hermana menor de Sonny, Fredo y Michael, y su actuación fue también nominada (a Mejor actriz de reparto), así mismo, marcó el debut en el cine de Sofia Coppola –con el tiempo, relevante directora ella misma–, hija de Francis, sobrina de Talia y prima del actor Nicolas Cage, como el bebé bautizado en la primera parte, ahijado de Michael –en la célebre secuencia en la cual el sacerdote le pregunta a Michael “¿renuncias a Satanás?”, mientras este ha enviado a asesinar a todos los “Dones” rivales–, y que apareciera, igualmente, como niño migrante en la segunda.

La cinta no se libró de una andanada de protestas por parte de los Italoamericanos –entre estos, la de Joseph Colombo, verdadero líder de la Mafia, y dirigente de la Liga Italo–Americana por los Derechos Civiles, a quien se tuvo que contentar evitando pronunciar las palabras “Mafia” y “Cosa Nostra”, en la película, y cuyo asesinato recrea Martin Scorsese en “El irlandés”–, que la acusaron de difamar su cultura –el mismo Francis Ford Coppola, en un primer momento, se rehusó a dirigirla, pero después aceptó, si con esta podía hacer una metáfora del crimen imperante detrás del capitalismo americano– pero que, después, se volvería en fuente de orgullo –Scorsese, el segundo director relevante como representante del “Nuevo Hollywood”, y siempre crítico con el “American Way of Life” es, así mismo, italoamericano– y de respeto a los valores familiares, aunque, irónicamente, provengan estos de la Mafia. El otro caso en que una película –esta vez sobre una familia de “locos” bienintencionados y divertidos, no de asesinos– pusiera el dedo sobre la llaga en cuanto a pérdida de los valores familiares americanos, lo ofrecería la comedia de terror “Los locos Addams 2” (Barry Sonnenfeld, 1993), que se tituló, originalmente en inglés, “Addams Family Values”, es decir, “Los valores de la familia Addams”, para recalcar este hecho. 

Varias de sus escenas han permeado en la cultura pop, y han sido copiadas, plagiadas o parodiadas: la cabeza de un caballo, puesta sobre las sábanas, en la cama; el asesinato de Fredo –ordenado por Michael–, a bordo de un bote, mientras pesca; la muerte del Don, mientras juega con su nieto a los vampiros, en el huerto de tomates; el ataque de celos de Connie, o aquella en la que Sonny golpea a su cuñado, mientras unos niños se bañan en una fuga de agua y su posterior asesinato, en las series animadas, “Los Simpson” y “Padre de familia”.   

Cincuenta años después, esta prodigiosa película continúa siendo un reflejo fiel, no sólo de una parte de la corrupción de cualquier sistema político –con sus inherentes nexos con el crimen organizado–, sino de la parte más oscura de la humanidad.   

Notas:

(1) José Reveles. Mirando a los ojos de la muerte: lo mejor de Pepe Reveles. Fondo de Cultura Económica. México. 2019.  

Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.