Luis Tovar escribe en La Jornada Semanal sobre el libro Una ciudad inventada por el cine, de Hugo Lara.
Hace por lo menos tres lustros que Hugo Lara dedica su talento a la difusión, el análisis y la crítica del fenómeno cinematográfico. Durante todo ese tiempo, Lara ha sido integrante, colaborador y autor, respectivamente, de diferentes entidades, publicaciones y libros: el IMCINE y TV UNAM entre las primeras, Dicine y Cinemanía entre las segundas, y México: 30 años en movimiento en cuanto a lo último. En todos estos trabajos Hugo ha dado cuenta, a la par que de su capacidad, del entusiasmo que en él despierta el embrujo de la pantalla grande.
De eso mismo es prueba fehaciente Una ciudad inventada por el cine, libro publicado por Conaculta y la Cineteca Nacional, en la colección Cuadernos de la Cineteca, Nueva Era.
CHILANGOTITLÁN, LA GRANDE
El Distrito Federal, Ciudad de México, Chilangotitlán, Chilangolandia, Imecatitlán, el Defectuoso… esta ciudad ha sido y sigue siendo, entre muchísimas otras cosas, el blanco favorito tanto del denuesto como del encomio, y es, parafraseando a Joaquín Sabina cuando se refiere a Madrid, “una ciudad invivible pero insustituible”. Así suele quedar de manifiesto tanto en boca de quienes aquí habitamos, como de los que sin ser parte de ella no pueden eludirla. No se habla esta vez de la innegable distorsión económica, política y sociocultural que significa el centralismo, sino de algo que, teniendo que ver con eso, es más que eso; algo que quizá tenga que ver con el origen de dicho centralismo.
Por lo que respecta al ámbito cinematográfico, para muchas personas hablar mal de Ciudad de México se ha convertido casi en un deporte. Las voces en contra no son muy variadas ni abundan en explicaciones, sino más bien suelen limitarse a señalar, según ellas, que siempre se filma aquí y nunca en otra parte. Bastaría con revisar la producción cinematográfica reciente; digamos, la de los últimos cinco años, para echar abajo tamaña mentira. Más interesante sería averiguar por qué a tanta gente le da la impresión de que sólo el DF aparece en el cine. A riesgo de parecer simplista, una posible explicación sería que, sencillamente, las cintas filmadas en esta ciudad son más memorables, han obtenido mayor reconocimiento o, sin ir más lejos, las ha visto mayor número de espectadores.
Como quiera que sea, en la cuarta de forros de la obra se afirma que Una ciudad inventada por el cine ha sido escrita para dos tipos de personas: los cinéfilos y los que aman la Ciudad de México. Para quien, como este sumeteclas, pertenezca a los dos grupos invitados, este libro será lo que con seguridad fue para su autor al escribirlo: un viaje gozoso a través de un espacio urbano que, siendo uno, es una multiplicidad expresada en los innumerables puntos de vista a partir de los cuales ha sido retratada.
Lara eligió treinta y ocho filmes, que cronológicamente arrancan en 1935, con La familia Dressel, de Fernando de Fuentes, y culminan en 2005 con Batalla en el cielo, de Carlos Reygadas. Setenta años de cine en los que cabe de todo, desde infaltables como Los olvidados (1950), de Buñuel, o Un rincón cerca del cielo (1952), de Rogelio A. González, hasta otras que sin tener a la ciudad como tema de modo inequívoco, terminaron por presentarla de tal manera que la ciudad se les metió al argumento, por decirlo así. Buen número de la antología que el autor propone forman parte de esta última posibilidad: Santa Sangre (1989), de Alejandro Jodorowsky; María Candelaria (1943), de Emilio el Indio Fernández; Elisa… antes del fin del mundo (1996), de Juan Antonio de la Riva…
Junto a ellas están los filmes que, por el contrario, no hallarían explicación posible si no tuvieran como telón de fondo, sustrato y protagonista al mismo tiempo a esta ciudad inabarcable: el importantísimo documental El grito (1968), de Leobardo López Aretche; la denuncia alguna vez censurada de Rojo amanecer (1989), de Jorge Fons; la agridulce El milusos (1981), de Roberto G. Rivera; la muy memorable Del brazo y por la calle (1955), de Juan Bustillo Oro; la contundencia de Perfume de violetas (2000), de Maryse Sistach; la extraña belleza de Temporada de patos (2003), de Fernando Eimbcke; la nostálgica ternura de El Mago (2004), de Jaime Aparicio…
Para cada una de ellas, así como para el resto de las treinta y ocho seleccionadas –a las que la memoria del cinéfilo deberá sumar las de su personal cuenta-, Lara tiene un comentario, un apunte, una observación enriquecedora. Enhorabuena por este libro que amplía la perspectiva sobre una urbe a la que el celuloide le ha dado y de la que ha recibido tanto (Luis Tovar, Cinexcusas, La Jornada Semanal)