Por Daniela Espejo
  

Siempre resulta de interés para el cinéfilo acceder al visionado de films de países cuya filmografía es escasa. Y no solo por la mera curiosidad que le impone su avidez. Lamentablemente, sabemos que no todo el que quiere hacer cine logra plasmar su objetivo. Y mucho menos en nuestros países latinoamericanos, cuyo cine es esclavo de subsidios y créditos estatales, más aportes de instituciones mayormente europeas y de algún que otro empresario.
  

En el caso del cine boliviano, cuyo film “Zona Sur” interpela este texto, la escasez de material que atraviesa sus fronteras permite cuanto menos celebrar el acontecimiento de acceder a él. Sin embargo, no podemos dejar de pensar cuáles son las estrategias que permiten que este cine se conozca.
  

El tema que desarrolla el film tiene como escenario una casa en la zona sur de la ciudad de La Paz. Una casa bien en la cual una mujer divorciada vive con sus tres hijos y dos sirvientes: Wilson, el amo de llaves, cocinero, chofer y demás roles y Marcelina, la jardinera. El relato se ocupa de darle espacio y desarrollo a cada uno de los personajes, siendo en última instancia la confrontación entre ellos la protagonista de la historia.
  

Juan Carlos Valdivia logra en este film plasmar los contrastes que caracterizan a América Latina donde, como aparece en uno de los diálogos, las diferencias raciales y las clases sociales no son iguales, pero se asemejan. En ese sentido, podríamos pensar en cierto cliché muy típico del cine de nuestro continente, pero también de nuestras sociedades, sin que esto desmerezca la calidad del film.
  

El director trabajó en su ópera prima “Jonás y la ballena rosada” (1995) y en “American visa” (2005) en co-producción con México y con actores mexicanos. Sin embargo, en este film, eligió actores no profesionales bolivianos para encarnar todos los papeles, lo cual le atribuye un mérito mayor teniendo en cuenta cómo manejó la cámara en este film.
  

Si bien una película no debería destacarse solamente por sus aspectos técnicos, no hay que dejar de lado el virtuosismo de los planos que pueden verse en este film. Es notorio como todos y cada uno de ellos están trabajados desde el plano secuencia y en movimiento circular lo que marca para los actores pautas muy concretas de movimiento dentro y fuera del plano. Los cuerpos de los actores y sus voces entran y salen de cuadro según el movimiento que va desarrollando la cámara dándole una elegancia casi coreográfica a la imagen en pantalla. Todo esto resaltado a su vez por el encantamiento que genera el color blanco, protagonista del arte del film.
  

Todo muy pulcro y muy bello, así quiere verse el film sin esconder, sin embargo, los conflictos que por debajo aparecen. Quizás tenues y acorralados, pero no por eso menos presentes. Para Wilson, romper con ciertas prohibiciones será su manera de rebelarse, tan fuerte es la confusión entre amistad y trabajo que le impide rebelarse abiertamente. Sin embargo, en el final, una causa de fuerza mayor le permitirá romper con su esclavitud. Aquí los colores cambian y ya no todo es tan blanco. Un ritual que protagonizará con su familia en su pueblo de origen es sin duda uno de los planos más bellos de la película.
  

Hay crítica a una clase social acomodada y a las relaciones de poder entre clases y razas. Sin embargo, queda en el espectador encontrar los matices y posicionarse, si es que esto es necesario, ya que no pretende el director hacerlo por nosotros. Solo nos pone como testigos, nos da la opción de ver cómo se producen los cambios y en definitiva vislumbrar el futuro de nuestras sociedades.