Por Gabriel Ramírez

I

Siempre he pensado que el mejor método para historiar una ciudad como Mérida sería ubicar a una familia y hacer la crónica de su paso por el lugar. Imaginar sus vivencias en tiempos pasados. El ascenso, auge y caída de algunos de sus personajes y cómo el cronista (o novelista) acude a licencias con coherencias lógicas para llenar los tan frecuentes vacuos en los textos históricos.

Se trata de un pequeño viaje a un tiempo que no existe. De una simple revista que alcanza por ese mero hecho, y a pesar de su modestia inevitable, un interés testimonial. Fija en sus páginas la imagen social de una comunidad a través de reclamos publicitarios o noticias de espectáculos. Al hojearlas, lo que éstas reflejan es lo ajeno que se estaba de la compleja realidad de Yucatán y el país, el desinterés absoluto por asuntos que no fueran los siempre frívolos de entretenimientos tan banales como los del cine y teatro, cada vez más los deportivos y (faltaba más) líneas de arrojados poetas. Es un buen referente para comprender cómo hace cien años era idealizada la vida del meridano común, cómo soñaba con vestir y comer, su manera de pensar y actuar, cuáles sus gustos. En este sentido, la imagen sesgada que se ve y lee trasciende lo anecdótico y revela muchas costumbres que evidencian lo poco que en el fondo ha cambiado el conformista meridano tradicional.

Sin analizar demasiado podemos conocer algunos aspectos de una particular sociedad meridana, su estratificación de clases, su férrea moral, el mito de que cada hogar era un mundo feliz en el que las mujeres cosían y cocían. El cine —más que el teatro— se volvía la diversión generalizada de ociosas clases medias y populares porque a través de él podían acceder a inalcanzables, raras y atractivas formas de vida. Si las Grandes Historias con H mayúscula están siempre inconclusas, llenas de lagunas y zonas oscuras, con más razón las pequeñas historias. Las modestas que en apariencia no importan demasiado porque lo que en ellas ocurre no modifica gran cosa las realidades que ilustran. Sin embargo, no dejan de ser intrahistorias con un valor innegable por el interés documental de la vida yucateca en un momento que México vivía una agitada y permanente inestabilidad.

Nacer y vivir en la periferia geográfica del país, entonces un México en llamas, propiciaba el carácter aislado del yucateco y al trasladarnos a aquel 1916 de “Revista del Cinema”, Yucatán parece ser un territorio único habitado por una sociedad anclada en un modus vivendi dictado por un exterior extranjero invisible, por modelos y propuestas que daban la impresión de que ocurrían por una casualidad de hechos, principalmente la escasez de recursos, el aislamiento regional y la ausencia de presiones. Factores como la manipulación ideológica de un líder como el recién llegado Salvador Alvarado y su control del poder político y económico no ejercían influencia alguna en sus páginas. La revolución mexicana ocurría lejos, la guerra europea estaba aún más lejos y en el enclave yucateco estos fenómenos carecían de sentido, sucedían fuera de sus límites.

La situación geográfica había creado una conciencia unificadora y consolidado una especie de proto-estado con una cultura propia. Se cultivaba y potenciaba una ideología vinculada a los que sustentaban y consolidaban el poder. Los reyes locales del henequén y el comercio primero, cuyas actividades acumularon y retuvieron riquezas durante años y que ahora heredaba la nueva estirpe de los revolucionarios venidos del más allá, enviados por “el Centro”. En ambos casos, la superioridad de esos grupos era sagrada y por encima de cualquier otra cosa. Eran elementos que condicionaban una manera de proceder transmitida, ampliada y consolidada con el tiempo. Esta manera de hacer se vinculó a la clase en el poder, a la mítica figura del líder, garante de la estabilidad, tranquilidad y paz en su territorio. Que se usara o no la violencia para ejercer dicho control poco importaba ya que en la Mérida de 1916 lo que de verdad importaba era que prevaleciera la normalidad frente al caos, proceso para nada consciente y programado sino impuesto. Finalmente, parte de un juego político en el que los yucatecos apenas si metieron las manos.

Salvador Alvarado.

La revolución había comenzado a destiempo. Es decir, como si se tratara de una abortada obra teatral el  telón se levantó violentamente en Puebla dos días antes de lo convenido, en la mañana del 18 de noviembre de 1910 en casa de los Serdán. Madero lo hizo horas después pero el gozo les duró poco. Los mismos protagonistas se encargarían de transformarla en un sainete sangriento durante los siguientes veinte años, que fue lo que tardó en cuajar esa mezcolanza de buenos y malos propósitos denominada Revolución Mexicana y que el PRI se encargaría de institucionalizar. En Yucatán, la cosa más urgente desde el inicio fue arreglar la casa, ya que en cinco años habían subido y bajado del escenario gubernamental un elenco de once corruptos e ineptos. Para remediar la situación los constitucionalistas mandaron a Salvador Alvarado, que llegó tumbando caña. Guerreó en Blanca Flor y entró a Mérida por el sur, por el rumbo de La Ermita y San Juan. Nada más quitarse el polvo y secarse el sudor comenzó por eliminar los remanentes del molinismo, liquidar a los ubicados a la derecha de Atila el huno, atemorizar a hacendados y “bien nacidos”: en una palabra, a los que vivían entre el ocio y el negocio. Posteriormente pasó la charola a los acaudalados, fijó su residencia en la lujosa Casa Iturralde de la calle 59 y, para redondear, se casó con una yucateca.

Para septiembre de 1915 organizó una ruidosa manifestación callejera. Frente a la Catedral “se pronunciaron violentos discursos contra los curas, las monjas y la Iglesia católica”, hecho lo cual “la chusma” derribó puertas destruyendo todo a  su paso, incluido el inocente órgano. Para amenizar el acto, el aire se llenó con los broncos sones de La cucaracha. Tres meses más tarde, aplicó la Ley Agraria para informar a los estupefactos hacendados que “nadie es propietario exclusivo de la tierra, como nadie lo es de la luz ni del aire”. Alfonso Taracena, siempre tan parcial, observaba perspicaz que los “militares que, por lo general, expropian tierras para el pueblo, se quedan con ellas a la postre”.

El furor anticatólico continuó en 1916 durante el primer aniversario del general con campañas masivas “desfanatizadoras” promovidas por agitadores que se apoderaban de púlpitos desde donde incitaban a la quema de ídolos religiosos. Así, en la escuela “socialista” “Belén de Zárraga”, Alvarado en persona —ex alumno marista—, presidió un pecaminoso banquete carnívoro en mismísimo Viernes Santo, 21 de abril. A la hora del brindis, en inflamada arenga exhortó al alumnado a destrozar cuanto símbolo sacro encontrara. A renglón seguido y ante el asombro de los presentes demostró con machete en alto cómo blandirlo con eficacia. En su edición del 2 de agosto de 1916, el oficialista “La Voz de la Revolución”[1] publicaba la lista de los comerciantes y hacendados obligados a contribuir con 200 mil pesos cada uno para sostener “el conflicto internacional” de Carranza con Estados Unidos (léase Villa). Se les concedía un plazo de veinticuatro horas para cubrir sus respectivas cuotas y quien no lo hiciera sería aprensado. La avidez del general, tan dura, pura y efectiva como la de la élite henequenera, no tenía límite: poco antes, ésta aportó obligatoriamente 5 millones para crear la Comisión Reguladora del Comercio y otra partida similar para fundar la procesadora La Industrial, parte del proyecto gobernista llamado Comisión Reguladora del Mercado de Henequén. 

A la larga, su fracasado bolchevismo tropical de la República escolar, la liberación de los peones-esclavos, la implantación del estado seco, prohibición de corridas de toros, etcétera, sirvió para alimentar la visión histórica oficial. Sin embargo, en la memoria colectiva de los yucatecos —en resumidas cuentas una memoria personal relacionada con el personaje—, la imagen que prevaleció fue la de un militar sonorense que tal vez no odiara a los yucatecos pero tampoco los quería. Un rudo militar acostumbrado al control férreo, a salirse con la suya y partidario de la mano dura. Su gobierno efímero de apenas tres años dejó un legado ambivalente, uno de ellos el histórico recelo del yucateco contra “el Centro”, de los mitos reaccionarios locales más arraigados.

Oficialmente glorificado, ingresó a la historia como un personaje al que indistintamente, de acuerdo a la manipulación interesada de los hechos, se le disfrazó de héroe a la medida. Una figura fija y estable que no admite revisiones, repetida año tras año por el gobierno en turno en plomizas y aburridas ceremonias conmemorativas de bostezo. Esa fue y será siempre la ortodoxia establecida y para nada se aceptan otras opciones o visiones políticas distintas.[2]

Esta muy breve y simple evocación sonorense que llegó para quedarse es únicamente para enmarcarlo en nuestro pasado, para construir un escenario al año 1916. Finalmente, sólo agregar su desdichado destino fatal luego de sucesivos encontronazos con Obregón y otros generales de diverso pelaje: uno de ellos el exfelicista Aparicio  Villaseñor, autor intelectual de su asesinato en el rancho tabasqueño “El Hormiguero” en 1924.

II

Que nadie comparta mi descriptible entusiasmo, pero sin duda que “Revista del Cinema” es un hallazgo hemerográfico sorprendente e importante. Tenía vagas noticias de su existencia pero al paso de los años las posibilidades de recuperar testimonio tan valioso poco a poco se fueron perdiendo. Durante un tiempo lo lamenté por formar parte de la memoria de nuestro pasado, específicamente (y de manera interesada) en lo que se refería a la pionera producción cinematográfica local y que estaba seguro, en algo alteraría mi libro “El cine yucateco” (editado por vez primera —1980— por la Filmoteca de la UNAM y en una segunda edición —2006— por el Fondo editorial del Ayuntamiento de Mérida). No dudo que para muchos el tema sea irrelevante y prescindible, pero guste o no, está integrado a nuestra historia común y sería absurdo desinteresarse de un material que sin importar sus obviedades ha permanecido remontándose a casi un siglo de nuestra no demasiado brillante existencia yucateca.

Así las cosas, fue el director de la nueva Biblioteca Yucatanense, Faulo Sánchez Novelo, quien rescató de la mugre y el olvido diez números de la mítica “Revista del Cinema” [3] (10 noviembre 1916 / 12 de enero 1917). Más adelante, el que me alertaría del descubrimiento fue el crítico y escritor Jorge Cortés Ancona. Quedé mudo. Guardé la compostura, lentamente recuperé el interés perdido y en un tercer acto igualmente inverosímil, el investigador Luis Ramírez Carrillo dejó caer en mis manos diez números fotocopiados de esa rareza a la que en sus días no se le concedió mayor interés. ¿Cómo podía tenerla una publicación de brevedades sobre cine, teatro y otras frivolidades?

En ella abundaban los errores ortográficos, las fechas equivocadas y los datos engañosos pero también —para mi regocijo—, nuevas y valiosas aportaciones para mi incompleto “Cine yucateco”.

Este semanario, quizá caso único en México (¿cómo una revista de tal naturaleza en el país convulso?), es necesario leerlo casi como si se tratara de una divertida ficción, sorprenderse de una memoria que rescata la cotidianeidad de una feliz mediocridad general no tan radicalmente borrada como cabría suponer: entonces, como ahora se exhibe una pobreza social y cultural que atestiguan un panorama tan desalentador que uno pensaría estar al inicio del siglo XXI. Necesario leerlo como una manera de aproximarnos a nuestra cercana prehistoria, así sea a través de un medio sin mayores pretensiones que publicaba anuncios y obtenía ganancias que sospecho no serían muchas. Sin proponérselo, al pasar sus páginas se penetra al pasado en un acto parecido al de abrir una caja de sorpresas conservadas para la posteridad. Lo ahí registrado puede mirarse desde diferentes ángulos de interpretación sin exigir honduras o verosimilitud. Perogrullada o no, el que busque va a encontrar una lección de historia porque sencillamente es el producto de un ambiente, de una forma de ver, de percibir y proyectar la Mérida de hace cien años.

Mal haría uno en confiarse ciegamente en los códigos municipales de conducta formulados por su director propietario Valeriano Ibáñez o en lo que desfachatadamente aseguraba en la editorial del primer número al decir que en 1912 “comenzó a conocerse el Cinematógrafo en Yucatán”. Se equivocaba y mucho porque el cine había llegado a Mérida en enero de 1987, apenas dos años después que en París y Nueva York. Importaban apenas tales imprecisiones, por lo demás comunes en aquellos días atolondrados cuando todo lo que venía del exterior vía La Habana eran “sorprendentes novedades”. Antes que ninguna, las divinas divas italianas en sus papeles de marquesas y duquesas, fatales e indecentes o algo peor. Sólo imaginarse lo que significaba entonces asistir a las proyecciones del “Frontera” y “Pathé”, al “Palacio”, “Venecia” o “Peón Contreras”. El efecto de que producía trascender diferencias sociales, liberarse momentáneamente de los problemas y concederse tiempo para el ocio.

“Revista del Cinema” estaba muy seguramente auspiciada por Alvarado[4], “gobernante sumamente partidario de la instrucción”  y ante el que don Valeriano se ponía “a sus órdenes en lo que respecta a la enseñanza pública hasta poder implantar el Cinematógrafo en las escuelas”. De paso, se comprometía a combatir “con tesón aragonés”  a quienes propagaban alarmantes noticias falsas “sobre el Cine (y evitar) los charlatanes que no saben lo que dicen” acerca de la intocable maravilla en blanco y negro de imágenes en movimiento a razón de 16 fotogramas por segundo. Para contribuir al bienestar de la comunidad, don Valeriano alentaba en cada número a practicar conductas virtuosas y hacía listas de vicios y virtudes, deberes familiares de maridos hacia las esposas (y viceversa), de los gobernados hacia sus gobernantes.

Don Valeriano no estaba solo en la aventura, pues igual de empeñosos lo eran su administrador Manuel A. Manzanilla B. y los cronistas Horacio E. Villamil, Juan Tabares, “Condesa D’Armonville”, “Kaiser”, “Vinagre”, “Zepellin”, “Dick” y dos o tres más anónimos ocultos en estrambóticos seudónimos. Más adelante se les uniría don Juan Muñoz, mejor conocido como “El Chivo de Halachó”, autor de “amenísimas notas deportivas”. “Revista del Cinema” recibía colaboraciones en sus oficinas del teatro Peón Contreras (posteriormente en el 550 de la calle 58) y los ejemplares  podían conseguirse en la librería “El Quijote” de Justo Ausucúa y Hno.

La portada de su último número era sobria y directa, sorprendentemente moderna para la época con una foto a toda plana de Pina Menichelli. Los reclamos comerciales acaparaban espacios y proliferaban desplegados de los dueños de las películas, las máquinas, las salas y los teatros: las poderosas compañías Germán Camus y Álvarez Arrondo. La yucateca Cirmar Films ofrecía sus servicios para hacer comerciales (“El anuncio cinematográfico es bueno pues anuncia y divierte: si no es de su agrado al entregarlo nosotros, no nos pagan”), e informaba de otro largometraje en preparación, “El amor que huye” (rebautizado “El amor que triunfa”). Las razones precisas de su desaparición luego de apenas tres meses se desconocen, aunque muy probablemente su corta vida estuvo ligada a la suerte del proyecto alvaradista, cuyo término prácticamente coincidió con el final de la empresa de don Valeriano, quien al igual que su revista desapareció sin dejar rastro. ¿Cumplió su cometido y no hubo después nada que justificara su continuidad? Como quiera que sea (y sin proponérselo), lo que quedó de esta curiosidad hemerográfica se ajustó a un marco histórico que el tiempo se ha encargado de relacionarlo con otro más amplio, de privilegiar las limitaciones de esta revista milagrosamente rescatada del olvido y de los herrumbrosos rincones de la saqueada y abandonada vieja hemeroteca del Estado. Hoy, casi un siglo después adquiere un verdadero sentido: significa un pequeño viaje a nuestro lejano pasado y exterioriza una percepción idealizada de cierto segmento de la sociedad que en 1916 quería ver a Mérida como una urbe moderna y civilizada.  


NOTAS

[1] Impresa en los talleres de la Revista Yucatán, confiscada en 1914 por el general Eleuterio Ávila, uno de los más fugaces gobernantes.

[2] Este encuentro de Salvador Alvarado con la vida y la gente del estado de Yucatán ha sido objeto de cuando menos dos películas mexicanas: el largometraje “La casta divina” (Julián Pastor, 1976), filmado en Mérida, Progreso y la hacienda de Xaxcopoli y protagonizada por Ignacio López Tarso y Jorge Martínez de Hoyos en el papel del general sonorense, y el mediometraje “Salvador Alvarado: tres años de revolución en Yucatán” (1982), docudrama de Federico Chao patrocinado por la Universidad Autónoma Metropolitana con guión de Alejandra Islas, investigación de Francisco José Paoli Bolio y actuaciones de Claudio Obregón, Alberto Urzaiz y Luis Gómez. 

[3] La enciclopedia “Yucatán en el Tiempo” asienta que el único ejemplar en existencia en la hoy desaparecida Hemeroteca José María Pino Suárez era el del 10 de noviembre de 1916, correspondiente al  primer número.

[4] Se imprimía en los talleres del Gobierno Constitucionalista instalados en la Escuela Vocacional de Artes y Oficios ubicada en la calle 52-555.