Por Pedro Paunero
Cine de explotación.
R. L. Frost dirigió la infame “A Climax of Blue Power” en 1974. Usó uno de sus varios seudónimos: F. C. Perl. El título alude al “poder” que un uniforme policiaco le otorga al protagonista, Eddie, un falso policía (I. William Quinn, con el seudónimo de Jason Carns), con un auto al que ha puesto pegatinas hasta hacerlo pasar por patrulla, busca una prostituta, la lleva al descampado, abusa de ella, la humilla, y la abandona a su suerte. Cansado, visita la playa, donde es testigo de una mujer que ha matado a su esposo -después que este la amenazara con un arma-, al espiar a través de las ventanas de su casa. Va a un burdel, que funciona bajo la apariencia de establecimiento de masajes, y tiene sexo con dos chicas, pero lo atosigan los recuerdos de la asesina; intenta continuar su vida, pero las fantasías sadomasoquistas de la mujer en la playa se filtran en sus sueños, por lo que decide hacerle una “visita”, finalmente. Hay una vuelta de tuerca travestista bastante inesperada en la historia, así como un final que se vuelve sobre una escena anterior (debido a la torpeza, a un error bastante estúpido por parte de protagonista, que pone su propia arma en manos de la víctima), que expande y sitúa a “A Climax…” varios kilómetros más allá del porno chic que por entonces causaba furor.
Winding Refn escogió la inocua, y bastante divertida, “House on Bare Mountain” (1963), el segundo trabajo de Frost, para restaurar, y un buen ejemplo de cómo los directores que comenzaron con las más inocentes “Nudie Cuties” (aunque en “House…”, el tono de comedia opaque su desacomplejada sexualidad), terminaron en el porno hardcore más descarado. Cumplen la premisa básica de este tipo de películas: mostrar senos y nalgas, pero jamás habrá un desnudo frontal, y los realizadores se cuidaban mucho de esto. En “House…”, incluso, podemos ver a una de las actrices bajo la regadera, tomar una toalla, girar a medias, y cubrirse de inmediato, sutilmente, como si se hubiese percatado que estaba rompiendo las reglas. Sin duda, mucho –y arduo-, fue el camino que Frost recorrió entre ambos títulos.
Frost había dirigido, el mismo año, “Surftide ´77”, que parodia una exitosa serie de televisión de principios de la década, “Surfside 6”, de la cual se publicaron, incluso, novelas que adaptaban lo visto en pantalla, y que iba sobre una agencia de detectives cuya sede se sitúa en un yate, en Miami Beach. Bikinis, sol y playa, se mezclaban en la trama policiaca. En la película de Frost, su detective, Bernard Bingbang (Tom Newman), tiene como misión encontrar a la sobrina de Agatha Bungworthy (Bob Creese, travestido), que recibirá una cuantiosa fortuna. Pero la única pista que tiene Bingbang es una fotografía de la chica, cuando esta tenía sólo dos años de edad. La niña tiene un lunar, en forma de mariposa, sobre el seno izquierdo, así que la búsqueda de Bingbang se inicia como la que realizara el príncipe de la Cenicienta, para saber a quién pertenecía la zapatilla perdida, sólo que, en lugar de pies, aquí hay tetas.
Granny Good (Bob Creese, otra vez travestido), interpreta a una adorable ancianita, pasada de peso, que regenta la “G.G.S.F.G.G.” (Good Grandma School For Good Girls), o “Escuela de Granny Good para chicas buenas”, en la que enseña “buenas maneras” a sus pupilas. Por supuesto, las chicas van por ahí en Topless, y enseñando el trasero, aun cuando no se den una ducha (que acostumbran hacerlo, y mucho), pero la buenaza de Granny se ve afectada cuando acepta a Prudence Bumgartner (Laura Eden), quien, apenas ingresada, se pone a la tarea de investigar a la rectora. Porque la escuela, no es sino la fachada para el verdadero oficio de Granny: una destilería clandestina, para la cual se vale de la explotación de un hombre lobo (William Engesser, con el seudónimo de Abe Greyhound), alto donde los haya, que no tiene empacho en reclamar sus “derechos” sindicales. Sobre el resto de los monstruos, estos sólo aparecen como invitados a la fiesta, sin un intento verdadero por ocultar que son tipos que llevan máscaras.
Los créditos iniciales tienen una particularidad original, la de ser graciosos, aunque muchos realizadores, posteriormente, retomarían la idea, o la encontrarían individualmente para sus propias producciones, por ejemplo, en la serie animada “Los Simpson”, de Matt Groening, en los especiales de Halloween. En “House on Bare Mountain”, algunos de estos aparecen así:
Body Make-up……….Everybody!
Casting Director……..(Deceased)
“House on Bare Mountain” está más cerca de “The Immoral Mr. Teas” (1959), del inicial Russ Meyer, por ese tono burlón que despliega a cada escena, que del sexploitation que vendría después, y que envolvería tanto a Frost como a Meyer, y si algo une aquel título a la obra de este último es, por obviedad, la desfachatez que las actrices demuestran para quitarse la parte de arriba de la ropa, y juguetear todo el rato, ya sea para ducharse, o por el calor del ejercicio que, de otra manera –entendemos-, sólo serían desnudos gratuitos. Es inevitable que el aspecto de Bob Cresse recuerde al futuro Benny Hill, no sólo en el físico y en los gestos, sino en el mismo tono pícaro de comedia. En “The Immoral Mr. Teas”, Meyer ya había plasmado la obsesión que le hiciera célebre. La historia va del Mr. Teas del título (Bill Teas), que va de un lado a otro, encontrando –o alucinando-, con mujeres que muestran los pechos y el trasero, sin ir más allá. La revisión de estos títulos, bajo los estándares actuales, los convierte en piezas de arqueología cinematográfica, torpes, aburridas, lentas. Vistas en su contexto, se sitúan entre las cintas precursoras que desembocarían en uno de los fenómenos más interesantes antes del advenimiento de la Era del Vídeo (a las que muchas, pasado su tiempo, fueron relegadas): el porno chic, y la Era dorada del porno. Las caracteriza su pudor desinhibido, voyerista, inocentón, que evitaba toda situación sexual abierta para así, pasar la censura, y poder ser exhibidas en cines. Si no es en el sueño, o la alucinación, su pretexto es la comedia para mostrar esos desnudos. Aquí no hay erotismo, sólo exhibición, y mucho menos pornografía. Como bien apunta Ado Kyrou, en un ensayo titulado “Por una historia (en movimiento) de sexo, de “nudies” y de amor” (Erotismo y destrucción, Col. Arte, Serie cine. Editorial Fundamentos. España. 1998. 2ª. Edición)
“Ciertos “nudies” se dirigen a tipos particulares de maniacos: los complejos mamarios fueron curados con particular atención. Así, el sado-masoquismo no tardó en hacer su aparición”.
Son, por lo tanto, filmes pioneros, a la vez que películas límites, fronterizas, entre las cintas ingenuas, que descubrían el mundo oculto del nudismo (a través de la realizadora Doris Wishman, la más prolífica, bajo la forma de “documentales”, con cuya etiqueta lograba evadir la prohibición), y el destape total, la violencia, la caricaturización –y ridiculización-, del movimiento BDSM (a la vez que, sin proponérselo, definía, o aportaba, algunos de sus elementos), pasando por la pornografía pura, hasta las películas Snuff de fines del Siglo XX.
“Vagabunda de chabolas” (Shanty Tramp, 1967), de Joseph G. Prieto, fue producida por Gordon K. Murray. ¿Qué se puede decir de una película producida por uno de los reyes del cine de explotación? Ya me ocupé del señor Murray en un artículo titulado “«Face of the Screaming Werewolf»: cómo explotar el cine de terror mexicano”, cuando este, al lado de otros “relevantes” nombres del “exploitation”, adquirió las películas de Santo, el enmascarado de plata (y las distribuyó en los Estados Unidos, rebautizándolo con el nombre de “Sansón”), “El barón del terror” (1962), de Chano Urueta, como “The Brainiac” y la pieza maestra de Fernando Méndez, “El vampiro” (1957), con German Robles. Seamos honestos, y démosle crédito: a Gordon Murray se le debe reconocer como el popularizador de tales películas mexicanas entre el fandom del cine “Weird”, y psicotrónico, a nivel mundial.
Emily Stryker (Eleanor Vaill, acreditada como Lee Holland), es la “Shanty Tramp”, o vagabunda, del título. Así la denomina una mujer negra, que atiende al histérico –no puede ser de otra manera-, sermón del predicador Fallows (Bill Rogers), desdeñándola: “no puede estar en la Casa del Señor”. Pero el “hermano” Fallows tiene otros planes para Emily, que se le insinúa sexualmente, como hará, también, con Savage, un “salvaje” motociclista que llega con los “Rats”, su banda, al pueblo. Al ritmo del góspel “When the Saints Go Marching In”, van desfilando todos los tipos humanos de la más descastada sociedad americana, entre estos, el padre siempre ebrio de Emily (Otto Schlessinger, acreditado como Kenneth Douglas), y el pobre Daniel (Lewis Galen), hijo de la anciana negra anteriormente citada, quien realmente es el único interesado en la muchacha, pues se ha enamorado de ella. Pero Emily, al ver que su motero la ha dejado sin paga, engatusa a Daniel, que cede y se acuesta con ella, sólo para ser acusado de violación por la chica. Así, todo el pueblo, hombres blancos, armados y con perros, se prestan a la tarea de perseguir y linchar al muchacho.
Parecería extraño que una película de tal naturaleza haga hincapié en la maldad de los blancos, y los negros resulten las víctimas, así como en el racismo y el fanatismo religioso, si nos olvidamos que, una característica propia del cine de explotación es, precisamente, enfatizar el morbo que subyace en la denuncia social y capitalizarlo, en pos de las ganancias de taquilla que el escándalo despierta en los espectadores.
“Emociones calientes y escalofríos cálidos” (Hot Thrills and Warm Chills, 1967), de Dale Berry (director texano, que actúa en su película como jefe de policía), es la hermana menor –y bastarda-, de “Faster, Pussycat! Kill! Kill!” (1965), de Russ Meyer. Comienza con un descarado prefacio:
“Filmada en locaciones de la ciudad del pecado del hemisferio occidental, donde las chicas y el alcohol se pueden beber en un abrir y cerrar de ojos”
Toni (Rita Alexander), es visitada por dos amigas, Dody (Susan Branson), que inmediatamente se saca la falda y se queda en pantaletas, tan sólo sentarse al sofá, y Kitten (Jeane Manson), para charlar sobre la inutilidad de sus matrimonios, beber algo y, de paso, añorar los viejos tiempos de “la banda”. Kitten cuenta que su esposo, Harry, la noche bodas, se acostó con una “ninfa”, una de sus damas de honor, y vemos la escena en un mal pergeñado flashback, en la cama, todo besos pudorosos, nada más pero, antes de esta escena, ha sido insertada otra en la que aparece Toni, sola, en la sala del principio, donde ha recibido a sus amigas, bailando, sin que ellas aparezcan por ningún lado. Las escenas son cortadas abruptamente, así como la música que las inunda por completo, a cada instante. Otro flashback, y otra infidelidad, que esta vez incluye un topless, y de vuelta a la sala, en donde las chicas se ponen a bailar. Es hasta entonces que Toni les propone el negocio, uno que las hará vivir como reinas en el Caribe, y sin esas “cicatrices” que llaman hombres. En pleno Mardi Gras, en el que se corona anualmente a un “Rey del sexo”, piensa robar la corona –hecha de joyas auténticas-, basándose en un plan absurdo. El robo nunca lo vemos, pero nos enteramos de este gracias a las continuas –e innecesarias- llamadas telefónicas del cuerpo de policía, a cargo del cual corren las escenas más divertidas y bobas, involuntariamente, por supuesto.
Los diálogos, aunque picantes y divertidos, fueron evidentemente mal aprendidos, amenazan con ser olvidados por las protagonistas a cada instante, como si se tropezaran con obstáculos. La música, según los créditos, fue compuesta por el misterioso Dario de México, pero suena sospechosamente a mambo de Pérez Prado, canción de Eliades Ochoa, y otras tantas, lo que nos pone sobre aviso que se tomaron las pistas sin pagar derechos de autor, y se añadieron al metraje. Aunque acreditada en los títulos principales, Lorna Maitland, una de las actrices fetiche de Russ Meyer, jamás aparece en la película. Hay una sucesión febril de escenas, se supone de persecución, en medio del desfile del Mardi Gras, y las chicas huyendo de un agente de policía, disparando armas de fogueo en medio de la calle, atestada por gente real, que debió preguntarse qué diablos estaba pasando. Aunque, pensándolo bien, tal vez debieron tomárselo a chunga, o considerarlo parte de sus no menas sicodélicas alucinaciones: véase, para esto, el tipo que levanta la mano, para saludar a la cámara, que debió adivinar que estaba por ahí, en algún lugar, filmándolos. Por si fuera poco, como si del “mejor” Ed Wood se tratara, las imágenes del desfile transcurren de día, mientras que algunas de las escenas de las mujeres huyendo, de noche. ¿O es que la escena sólo estaba demasiado oscura? Esta clase de misterios –fuera de la pantalla-, carecen de importancia en realidad, en una película en la que el argumento es mínimo, y su lógica es ilógica. La misma cámara es bruta, grosera. El sol, de frente, provoca reflejos semilunares en la lente, pero esto le valió muy poco al director, que por momentos se detiene a hacer tomas de algunos de los disfraces, o carros alegóricos, quizá porque le gustaron más que otros. El final, en un cementerio, debe llevarse las palmas en cuanto a escenas maestras del despropósito.
Con “Emociones calientes y escalofríos cálidos”, no queda más que sentarse a mirar, sin poner reparos en la inexistente estructura de la película, y disfrutar de uno de los más desopilantes títulos que Winding Refn ha acogido en su sitio, para deleite nuestro.
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