Por Ali López

“Café” (Hatuey Viveros | México | 2014) llega a las pantallas nacionales tras varios años desde su corte final, sin embargo, el paso del tiempo no le ha restado fuerza, pues en su fondo, y no en su forma, se encuentra el epicentro de su fortaleza. Es el primer acercamiento, como director, de Viveros al cine documental, pero no como cineasta, pues su fotografía ya había estado en otras películas del mismo corte, como “Elevador” (México | 2013) de Ardían Ortiz o “El patio de mi casa” (México | 2015) de Carlos Hagerman. Esto dota al su cinta de una visión completa de realizador pues el mismo ejecuta las decisiones de cámara, lo que resulta en una mirada estética,  íntima y profunda.

Una familia, de las sierras poblanas cercanas a Cuetzalan, donde el café, la muerte, la religión y el tomar decisiones son parte de su día a día. Una familia que habla en náhuatl, y que se debate entre el pasado y el futuro; que lo mismo alimenta sus tradiciones que las cuestiona. Una metáfora de un país en plena adolescencia, y que apenas y entiende por dónde ir.

Desde el primer momento el documental se nos devela interno, íntimo, sin inmiscuirse, pero sí dentro de la vorágine cotidiana. Un primer diálogo entre madre e hijo, a unos cuantos minutos del amanecer, en dónde, de pronto, estamos inmersos. Pero la cámara, y nosotros junto a ella, parece invisible; como si siempre hubiera estado ahí. Y entonces la vida diaria de los participantes se vuelve nuestra vida, y así, no necesitan decir más de lo vital, no necesitan explicarnos y volvernos turistas, pues estamos con ellos ahora como hemos estado siempre. Porque también vemos a México en cada espacio del cuadro, y en cada secuencia de la película, lo vemos en sus raíces, en su tronco y en sus ramas; hasta vemos eso del país que no queremos ver, pero que tampoco podemos ocultar. Pero no hay demagogia, ni denuncia, hay vida; y sorprende, sorprende la forma en que el director pudo volverse uno con la familia, con el entorno.

La sexualidad es, casi siempre, un tema velado; hasta los mismos conquistadores eliminaron rastros de las tradiciones sexuales de los habitantes de estas tierras. “Café” toma algunos aspectos de esta vida sexual, las dudas tradicionales y las exclamaciones presentes. Lo hace sin ser pornográfico, ni académico, lo toma como se hace en la cotidianeidad, como un tópico constante, donde el amor da la respuesta, pero el sexo las preguntas. Así, se detonan otros aspectos del México profundo como el abuso, el machismo y el rol de la mujer ante lo social. Pero la denuncia sigue sin ser dogmática, pero tampoco superflua, es más, ni siquiera es explicita; todo es un juego de miradas, silencios y, a veces, palabras, que el documental nos va proponiendo.

La fotografía es, casi siempre, con una fuente de luz parca, cenital, que cae sobre los rostros, las manos o los objetos importantes; nos sentimos siempre dentro de una casa, una de esas casas viejas de adobe y láminas que ya casi no hay, pero que resultan entrañables, íntimas, nostálgicas.  Se agradece que la cámara esté siempre sobre los personajes, sus reacciones, y no haya un naturalismo, o paisajismo, del lugar; no es que no importe, pero no sé trata de un folleto para turistas. No hay, a pesar de que lo vemos casi todo el tiempo, imágenes del México pintoresco de provincia, de las raíces culturales que vendemos como postales. Hay una mirada de respeto hacia ese trabajo artesanal, no un vistazo mecánico en búsqueda de lo que mejor quede en una revista.

Una mirada etnográfica, propia del principio de siglo, donde México aún no se desprende de la conquista, ni la colonia, la revolución o el siglo XX. Donde hay un país que, descubrimos al final, tiene que comprender su dialéctica, y toda la importancia de sus miradas, pues como dice la canción, no es de aquí, ni de allá. Sólo así podrá emprender el viaje, tomar ruta a una meta benefactora.