Por Sergio Huidobro
Desde San Cristóbal de las Casas

En un acierto que no es accidental, el Festival Internacional de Cine de San Cristóbal incluyó en la selección oficial de ficción dos trabajos recientes que detallan un entorno poco frecuentado por las cámaras: el de los pueblos originarios de las islas oceánicas mayores, Australia y Nueva Zelanda; una en su perspectiva histórica, otra en su dimensión contemporánea.

Mentiras piadosas

La primera, “Mentiras piadosas” (“White Lies: Tuakiri Huna”) resulta ser el primer trabajo transoceánico de la mexicana Dana Rotberg, a quien algún espectador disciplinado recordará por “Otilia Rauda: la mujer del pueblo” (2001) o “Ángel de fuego” (1992). Rotberg, emigrada hace ya varios años a Nueva Zelanda, adaptó una novela corta del intelectual neozelandés Witi Ihimaera acerca de las silenciosas heridas raciales y étnicas ocasionadas por la escisión de las sociedades maorí y la colonizadora. Es un cuento mínimo de tres mujeres unidas por su relación con la maternidad: una mucama celosa, una partera maorí y una joven de clase alta, desesperada por un súbito embarazo fuera del matrimonio.

Rotberg resuelve este relato de temas estridentes con una pulcritud y una sensibilidad ejemplares: después de una introducción parsimoniosa hecha de pinceladas que dibujan el entorno histórico y cultural, la cinta muta en una pieza de cámara de aires teatrales, con algún eco del Bergman de los dramas “de casa”, de “Sonata de otoño” o “Gritos y susurros.”

Es cierto que a ratos se abusa de los fundidos a negro o de las cámaras fijas, pero la mayor parte del tiempo Rotberg y su fotógrafo (Alun Bollinger, habitual de Peter Jackson) mantienen temple y disciplina sobre una estética que deja respirar al drama de estas tres mujeres. Destacan las efectivas soluciones de montaje e iluminación para secuencias clave, sobre todos las más dramáticas y tremendistas.

El país de Charlie

A unos kilómetros de distancia, el veterano cineasta Rolf de Heer se reunió con su actor fetiche, David Gulpilil, para contar un relato amable y tragicómico sobre las dificultades de un “blackfella” nativo al integrarse a una sociedad que intenta ser incluyente por todos los medios. El drama y el leit motiv que mantiene girando a “El país de Charlie” es la imposibilidad de cerrar las brechas naturales de este choque cultural, por mucha voluntad que exista de ambas partes.

David Gulpili, que ha sido el actor por antonomasia de las películas de “nativos australianos” en películas como “Walkabout” de Nicolas Roeg, “La última ola” de Peter Weir o hasta “Cocodrilo Dundee”, ganó el premio por mejor actuación en la sección Una Cierta Mirada del pasado Festival de Cannes. No es para menos: su recreación casi biográfica de un hombre auto-marginado de una sociedad que lo acepta sin llegar a entenderlo es para quitar el aliento. Se trata de un actor que llegó a su primer locación, a los dieciséis años, sin hablar una palabra de inglés, y que tuvo que aprender a emborracharse –su entorno cultural incluye una estricta prohibición al alcohol– para poder actuar como ebrio.

La ironía de “Charlie” comienza por el título: su país ha dejado de ser suyo. Su situación siempre es paradójica: sus lanzas tradicionales para cazar está prohibidas en el código civil de la comunidad, pero Charlie aspira a vivir en una de las casas de interés social que se construyen ahí mismo, a unos metros de su choza. Su relación con los policías blancos es siempre cordial y camarada, pero Charlie no tiene duda de lo bien que vivía sin ellos.

El trabajo de Rolf de Heer ha sido poco difundido en México, y es probable que “El país de Charlie” no corra con mejor suerte, a pesar de su carácter abierto, amable, candoroso y por momentos casi familiar. Por eso es mayor el acierto del FIC San Cristóbal de las Casas al seleccionarla como parte de un programa avocado al diálogo y la inclusión: de alguna forma, Chiapas es el hogar de muchos Charlie’s.