Por Pedro Paunero
El argumento ofrece mucho desde el punto de vista cinematográfico: dos fugitivos encadenados, o esposados juntos, opuestos pero destinados a permanecer unidos a la fuerza, se ven obligados a huir de sus captores y cooperar a pesar suyo. Si a esto le añadimos que pertenecen a razas distintas, la historia puede tomar un cariz político descarado y aunque no se caigan bien, la tolerancia, en pos del bien común (la libertad), tendrá que orillarlos a replantearse su condición humana. Mientras logran liberarse de sus cadenas, irán sucediéndoles una serie de aventuras un tanto predecibles para hombres que van por ahí, con esposas o grilletes en las manos, pero no por ello emocionantes y cargadas de tensión y de suspenso. Algunas de estas películas están teñidas de un profundo sentido de lo humano, otras se deciden por la mera aventura, habrá en alguna un sentido de justicia bien planteado o de venganza y, al ser un tema recurrente, encontraremos que hasta la animación se ha ocupado de este. Estos son algunos ejemplos importantes.
Fugitivos
(The Defiant Ones, Stanley Kramer, 1958)
Esta es la cinta arquetípica de los fugitivos en cadenas. Una metáfora de dos razas encadenadas sobre una sola geografía que compartir, intolerantes la una con la otra, pero obligados a permanecer juntos aunque las cadenas que los mantienen unidos hayan sido cortadas.
El camión que transportaba a un grupo de prisioneros vuelca en la carretera, Noah Cullen (Sidney Poitier) y John Jackson (Tony Curtis), prisioneros negro y blanco, respectivamente, escapan. Alguien le pregunta al Sheriff cómo es posible que hayan encadenado a un negro con un blanco, les responde que el alcalde tiene sentido del humor y piensa que, antes de diez kilómetros, ambos se habrán matado entre sí como para tener demasiada prisa en ir tras ellos.
Jackson pretende ir al sur segregacionista, donde una conocida suya puede soltarlos, Cullen se niega. Los diálogos hirientes, que atañen a ambas razas, se suceden como una ráfaga de ametralladora, mientras los fugitivos sortean ríos, pantanos, pozos de arcilla y hasta a una mujer solitaria a quien urge encontrar marido, intentando no ser descubiertos. La convivencia entre ambos hombres es difícil, al grado que a Jackson le molesta el buen trato de parte de Cullen por mero racismo, pero cuando envían al negro a morir a una trampa natural, en un pantano, Jackson, el blanco prejuicioso, sabrá que la cadena que los mantenía juntos, ahora invisible, aún les une e intentará salvarlo y redimiéndose.
Fugitivos es una película atemporal, rodada en blanco y negro, que significó uno de los mayores hitos de los años cincuenta que, como bien ha señalado la crítica, intentaban encontrar cierta paz y reconciliación con la minoría negra a través del cine, lo que abría la posibilidad para el activismo político en esa área y el camino hacia fin de la segregación racial.
El film tuvo un remake dirigido por Kevin Hooks en 1996, con el actor afroamericano Laurence Fishburne como Charles Piper, que corresponde a Cullen y Stephen Baldwin como Luke Dodge, que corresponde a Jackson. La trama se actualiza, convirtiendo a Dodge en un hacker en prisión que tiene que huir con Piper; la mafia cubana se mezcla aquí, con personajes y situaciones de la película original, pero no logra acercarse en absoluto a la obra maestra de Kramer.
El inspector: Toulouse, el truco
(The Inspector: Toulouse, La Trick, Robert McKimson, 1966)
El inspector Clouseau de la Pantera Rosa tiene que llevar, esposado a su muñeca, al famoso delincuente Toulouse, apodado “el truco” (que ha escapado a Cherburgo), de vuelta a París, viajando en el Expreso de Oriente.
Por supuesto, en apenas cinco minutos, estos divertidos personajes vivirán las más desopilantes aventuras, cuando Toulouse escape del tren, arrastrando, literalmente, al inspector por tierra y por agua, hasta que este, más por azar que otra cosa, vea cumplida su misión.
Caza humana (aka. Figuras en un paisaje; Figures in a Landscape, Joseph Losey [como Joseph Walton], 1970)
Sobre el horizonte la redondez de un sol moribundo. A un lado del mar corren dos figuras humanas. Aparece un helicóptero. Vemos el paisaje y a los animales debajo, en huida. También los hombres, a través del bosque. Llevan las manos atadas tras la espalda. Dos figuras en el paisaje, Mac (Robert Shaw) y Ansell (Malcolm McDowell), perseguidos implacablemente por el misterioso helicóptero negro que juega con ellos, como un gato con el ratón o, en este caso, como un halcón con su presa. No sabemos qué han hecho los fugitivos, apenas se esboza el pasado de uno de ellos, e ignoramos por qué se les persigue sin más, sin dispararles, sin intentar atraparlos. Pero esto no tiene importancia.
Esta cinta presenta una variante de las películas de fugitivos encadenados pero intenta ser algo más, pretende alcanzar una metáfora, enmarcada en ese cine ácido, hippie, contracultural, que recuerda mucho a esa obra maestra de lo oblicuo que es El tiroteo (The Shooting, 1966), del realizador Monte Hellman, y que no puede evitar las referencias a Vietnam en las escenas en las que los fugitivos son bombardeados, las milpas arrasadas por el fuego y los campesinos, ajenos a la persecución, se ven obligados a inundarlas para sofocar el incendio.
Los fugitivos no van atados el uno al otro, pero permanecen juntos en su larga huida, aun cuando logren liberarse de sus ataduras. La trama está situada en un impreciso país latinoamericano, y los que huyen pueden ser prisioneros de guerra (al menos eso pasa en la novela de Barry England, en la que está basada) y por este motivo es que un ejército completo intenta darles caza. El filme cuenta con una fotografía esplendida, como su expresiva banda sonora, debida al compositor Richard Rodney Bennett. Se trata de una película de Joseph Losey, realizador que indagaría, una vez más, en la naturaleza de la persecución en una cinta posterior y más relevante que esta, “El otro señor Klein” (1976), y en el estudio sobre la sumisión y la dominación entre las clases sociales con “El sirviente” (1963), en la que fuera la primera colaboración que hiciera con el Premio Nobel Harold Pinter. Elementos de estas dos cintas impregnan la rareza atmosférica de esta imperfecta, pero digna de presenciar, cacería humana.
Encadenadas
(aka. Mama negra, mama blanca; Black mama, White mama [aka. Hot, Hard and Mean], Eddie Romero, 1973)
A una prisión femenil, en una especie de país filipino-caribeño llamado “La isla”, llegan, entre la multitud de prisioneras, una prostituta negra, Lee Daniels (interpretada por Pam Grier, la reina del Blaxploitation, célebre por su papel en Coffy), y una revolucionaria blanca, Karen Brent (Margaret Markov). Desde el principio las mujeres, debido a una celadora lesbiana que compite por los favores sexuales de ambas, se descubren como rivales. Cuando son trasladadas para ser debidamente interrogadas, una por sus actividades en la guerrilla y la otra por sus nexos con el narcotráfico, el autobús en el que serán transportadas es atacado por los compañeros de Karen. A partir de ese momento, vistiendo de monjas o asaltando a un mecánico, y aunque una pretenda ir en una dirección y la otra en una diferente, tendrán que hacer a un lado sus diferencias ideológicas y de clase y, muy a pesar suyo, cooperar mientras la guerrilla intenta rescatar a Karen a la vez que un grupo de cazadores de recompensas pretende dar con ambas, antes que lo haga la misma policía.
Un film exploitation en toda regla, rodado en Filipinas, que contiene escenas de desnudos en la cárcel, mujeres torturadas o el vestuario bastante reducido de las fugitivas (incluyendo la escena de los calzones de una de las chicas puestos como collar en un perro para confundir el rastro de sus perseguidores), en una película de burda factura que desaprovecha la sub trama revolucionaria y algunas otras buenas ideas, en un producto que no trata de ocultar su prestigiado origen, al cual copia descaradamente, la legendaria “Fugitivos” de Stanley Kramer.
Colofón: Sin cadenas
Los valientes andan solos
(Lonely are the Brave, David Miller, 1962)
Dalton Trumbo, el célebre guionista incluido en la lista negra del macartismo (uno de los Diez de Hollywood), adaptó la primera y exitosa novela, “The brave cowboy”, de Edward Abbey, escritor y activista ambientalista, de claras influencias anarquistas y cínicas en el más amplio sentido helénico (la filosofía de la extrema austeridad de Diógenes, el cínico), en este Western marginal que idealiza la figura del Cowboy como el último representante de una forma de vida en estado puro y libre, que se niega a morir en la urbanidad enajenada.
Esta película, una pieza de culto, comienza con el vaquero Jack Burns (Kirk Douglas), durmiendo a campo abierto. Creemos que se trata de un Western, y lo es, pero cuando varios aviones a reacción rayan el cielo, entendemos que no se trata de un Western convencional. Burns es un vaquero que vuelve a Duke City, pueblo de Nuevo México, para rescatar de prisión a su amigo Paul Bondi (Michael Kane), sentenciado a dos años de prisión por haber protegido a inmigrantes mexicanos ilegales.
Burns se hace arrestar para convencer a Bundi de escapar, pero Bundi, temiendo que la fuga se malogre prefiere quedarse y cumplir el resto de la condena, pues así podrá volver a su familia y saldar su deuda con el gobierno y no meterse en una aventura de la que, quizá, no saldrá bien parado. Burns, en cambio, pretende cruzar la frontera con México, montando su semisalvaje yegua Whisky, que sólo le da quebraderos de cabeza. Sus perseguidores, el Sheriff Morey Johnson (Walter Matthau), que admira el temple, la valentía y la osadía de Burns, no resultará tan implacable como el policía Gutiérrez (George Kennedy), personaje traidor y buscapleitos.
Una persecución en jeep, en helicóptero y el temor a los automóviles al cruzar las carreteras por parte de la yegua (con un plano excepcional, simbólico, del espejo retrovisor de un auto que refleja una extraña figura del pasado, un vaquero a caballo en medio de la carretera), serán los obstáculos que se le presenten a este Cowboy, que no lleva encima ninguna identificación, odia las fronteras y las alambradas y que, en secreto, es un condecorado héroe de guerra de Corea. Todos estos son elementos que tendrían clara influencia en la historia de “Rambo: primera sangre” (Ted Kotcheff, 1982), esa desvergonzada película con “mensaje” de la era Reagan. Como dato curioso, el actor que interpreta al manco que le propina una paliza a Burns en la cantina, se trata de Bill Raish, el asesino de la esposa del Dr. Richard Kimble en la serie original de televisión “El fugitivo”.
El rastreador
(The Tracker, Rolf de Heer, 2002)
Año 1922. En algún lugar de Australia. Un rastreador aborigen de procedencia desconocida (David Gulpilil, actor indígena australiano) y tres hombres blancos, un policía montado y fanático que no sabe de estadísticas (Gary Sweet), un hombre recién llegado a la frontera (Damon Gameau) y un hombre reclutado para la expedición (Grant Page), van tras el rastro de un aborigen acusado de matar a una mujer blanca (Noel Wilton). Los blancos van a caballo y el rastreador a pie. El fugitivo se aleja cada vez más de su propia tribu, internándose en el desierto, para proteger a su pueblo de sus perseguidores.
El rastreador trata a los blancos con una condescendencia secreta, a la vez que con temor, como cuando encuentran a un grupo de aborígenes inocentes, hombres y mujeres, a quienes el fanático encadena y masacra al no poder obtener la información que requieren.
El Rastreador es un implacable Western australiano, rodado a la manera del Spaghetti Western más experimental, con una hermosa banda sonora (escrita y musicalizada por Graham Tardif y cantada por el cantante indígena australiano Archie Roach) que describe a los personajes y nos da cuenta de sus estados de ánimo, así como de pinturas (creaciones del artista paisajista Peter Coad) que nos ahorran las escenas más escabrosas y sangrientas. Como dice una de las canciones que recorren la película: algunos hombres son propensos a la desventura, a un destino inevitable; algunos se ocultan de recuerdos que los persiguen; algunos hombres lo ven todo a través del deber, rehuyendo toda responsabilidad; algunos hombres tienen una actitud justa, no les importan las consecuencias, pero luchan con la violencia interior; algunos hombres han dado con su propio destino, encontrando, así, su propia serenidad. Todos eligen el camino que transitan.
En algún momento, el rastreador, que parece traidor a su propia raza, se ve encadenado por el cruel y racista policía montado, que lo considera un “mono”, pero se vale de sus dotes para leer las señales más invisibles en el camino, mientras lo lleva, encadenado como a un perro, delante de su caballo. Las ideas de que un mestizo es poseedor de lo peor de las dos razas que lo engendraron, o que hubo un tiempo en el que la raza negra fue mejor, pero cayó en la degradación, y el blanco tiene la misión divina de salvar al mundo de esa decadencia, envenenan el proceder convencido del fanático y acelerará su destrucción, cuando el perseguido o el oprimido, se vuelvan contra él.
“El rastreador” es una película de rara belleza, que por momentos amenaza con caer en el sentimentalismo pero logra evitarlo, a no ser por la serie de pinturas que ilustran la violencia despiadada, y que por instantes caricaturiza involuntariamente, una fantasía al final, que denuncia el exterminio con el que la raza blanca amenazó a la raza original de Australia, en los años veinte del siglo pasado. El director Rolf de Heer, holandés afincado en Australia, volvería a explorar el mismo tema, al año siguiente, con “Charlie’s Country”, una visión más amable de la vida de otro rastreador.