Por Ali Lopez

Juan Gabriel, tan sincero como puede ser el personaje, mira frente a la cámara, sabiendo que ahí atrás siempre hay un alguien; una mirada que no es una sola, y que tampoco pertenece a un solo tiempo. Juan Gabriel agradece, por nacer en el siglo XX y haber podido dotar a la gente con su música. En esa falsa modestia, e inocencia, se esconde una gran verdad, que siempre trae consigo una gran mentira.

Sí, los afortunados por tener a Juan Gabriel somos nosotros, pero también el tiempo. Porque como él mismo lo señala, ese siglo de la explosión del archivo nos permite hoy seguir construyendo el mito a partir de fragmentos de video, sonido, imágenes fijas y recuerdos pomposos pasados por el formato tecnológico en boga. Juan Gabriel se convirtió a sí mismo, no solo en el cantautor genial y excéntrico que explotó en la mente de un país acostumbrado a cierta dosis de locura y surrealismo, sino en una antología de lentejuela que estará en esos futuros posibles que ya no verá, pero ayudó a construir.

Genio, siempre, adelantado a su tiempo. Se hizo a sí mismo un fantasma, uno que sabiendo que el cuerpo dejaría de ser algún día, se digitalizó tanto como pudo. Pero en esa intimidad del vídeo hay también una artificialidad, una línea que sabemos imposible de cruzar. Por más casero que sea el material, la presencia misma de la cámara ya nos da la sensación de espectáculo. Y es que así lo quería él. Como en sus inolvidables conciertos, de a poco caemos en el embrujo de su presencia y voz, sin más remedio que rendirle pleitesía, como el más grande, siempre el mejor.

Las voces cercanas al personaje (Juanga) y la persona (Alberto Aguilera) nos guían por el museo personal del artista. Saltamos del anonimato a la fama, de la grandeza al hastío, de lo personal a lo público y de lo canalla a lo político. Por fortuna, María José Cuevas, directora de la serie documental, escapa del simple chisme; pero también, a sabiendas de nuestra curiosidad, nos deja ver ciertos destellos de los cotilleos que nos llevaron ahí. Un estira y afloja que nos mantiene siempre pendientes del hilo y de lo que vendrá. No nos presenta a Juan Gabriel perfecto; nos presenta su caos, su volatilidad, si condición propia de ser que es capaz de ver el mundo de otra forma, una que los demás no podemos.

Hay una buena dosis de cameos, de personajes de la cultura pop mexicana de la última mitad del siglo XX, y nos alegra verlos. Nos adentramos a ese álbum familiar, donde miramos de nuevo al tío con pelo o la prima que vive lejos. En ese pasado, que es el pasado de este país, también están los innombrables, los malos del cuento, pero sin ser necesario el juicio, el documental los presenta como lo que fueron, un engrane de México, que a veces se siente que no funciona sin ellos.

Juan Gabriel ya era íntimo, aún sin ver lo que esta serie documental nos presenta, por que vive en las anécdotas de la familia mexicana, en sus fiestas, en sus amores y desamores. Juan Gabriel ya era un mito, por lo que se sabe y por lo que, por lo que se ve y no se juzga. Juan Gabriel ya era parte de la historia, popular, cultural, social y política de nuestro país aún sin que haya textos analizando su discurso. Este documental nos reafirma lo que ya sabíamos, que Juan Gabriel, es un genio, es nuestro, es un antes y un después en lo público y en lo privado. Y citando al divo de Juárez, no nos queda más que decirle lo mismo que Elvis Presley: Thank you