Por Hugo Lara Chávez
Con el tradicional ruido que se sucita en las vísperas del Oscar, los exhibidores aprovechan para publicitar sus películas anunciando vistosamente las nominaciones que le corresponden a cada una de ellas. Por supuesto, en esta “guerra” de nominados, gana más público la película que mayor número de candidaturas tenga. Indudablemente, a esta estatuilla se le ha sabido acuñar la pompa y el glamour hollywoodense, efectivas armas de comercialización, aún a costa de que pueda ser un imán engañoso.
Entre las cintas fuertes en este año para el Oscar, además de “Bugsy” de Levinson, “JFK” de Stone y “El Pescador de Ilusiones” de Gilliam, figura también “El príncipe de las mareas”, la nueva película de la famosa actriz-cantante Barbra Streisand, que a la vez significa su segundo film como directora (el primero fue “Yentl”, en 1984). Nominada para 7 Oscares en los que no se incluye la mejor dirección, “El príncipe de las mareas” (“The prince of tides”) es una adaptación cinematógrafica del libro homónimo de Pat Conroy, que se publicó en 1987 y que tuvo mucho éxito en el vecino país. El propio Conroy es, junto a Becky Johnston, coguionista de esta película; motivo por el cual uno se explica que no se haya quejado del resultado final de la adaptación.
El pretexto del relato es el viaje que Tom Wingo (Nick Nolte, bien) debe hacer a Nueva York para encontrarse con su hermana Savannah y con la psiquiatra de ésta, Susan Lowenstein (Streisand). Savannah ha intentado suicidarse, y su estado mental está alterado; por lo que su memoria, afectada por grandes lagunas, ha olvidado parte de su niñez. La Dra. Lowenstein pretende usar a Tom para reconstruir la memoria de su hermana, y hallarle entonces la cura.
Tom, profesor de inglés y entrenador de futbol quien toda su vida ha vivido en un puerto sureño, atraviesa por un momento difícil: está desempleado y su matrimonio está a punto de naufragar. Por su parte, la Dra. Lowenstein, es una mujer moderna y una respetable profesionista en su materia, quien paradójicamente, es incapaz de resolver sus problemas familiares. Las entrevistas entre la Lowenstein y Tom sirven para dos cosas: primero, a través de la tortuosa búsqueda de Tom en su niñez (donde aparecen las figuras de una madre egoísta, un padre abyecto, y el fantasma de un hermano mayor valiente y heróico) logra encontrar el motivo traumático de su hermana y de él mismo; y segundo, después de una serie de situaciones encontradas, y de que ambos vivan juntos un breve pero intenso romance, Lowenstein y Tom logran desbloquearse, y entonces, enderezan sus vidas cada uno en lo suyo.
“El príncipe de las mareas” escoge su rumbo desde las primeras notas musicales que se escuchan mientras caen los créditos y que, redundantemente, se seguirán escuchando a lo largo de la narración: el melodrama. De antemano resulta ya difícil balancear adecuadamente este tipo de historias para que no caigan ni en la sensiblería más primaria, ni en la carencia de emotividad. Sin embargo, “El príncipe de las mareas” se sostiene sobre el primer plato de la balanza, defecto que acarrea la Streisand desde “Yentl”. En el relato, estructurado con el presente y con flasbacks de la niñez de Tom, existen dos personajes (Tom y Lowenstein) en crisis que se encuentran; opuestos en apariencia y que manifiestan diferentes escudos defensivos (él es sarcástico, ella es calculadora).
La apertura entre ambos personajes se da cuando revelan cada uno sus intimidades y las comparten. Para eso, la directora y su guionista se sirven de una serie de personajes cuyo único relieve es dado por una patología desdibujada: el esposo de ella es un músico ególatra y tirano, mientras su hijo, forzado al estudio musical, es un rebelde que prefiere jugar futbol. Por el lado de Tom, una madre ambiciosa y un padre severo, complementan la pareja ideal que sirve de objeto de estudio a la psiquiatra. En cambio, el mejor personaje, el hermano mayor de Tom y Savannah, está muerto. Ante esta galería de seres inestables e inseguros ni siquiera al extremo, el plato fuerte del conflicto tiene que tener el impacto suficiente para superarlos. Así, el motivo traumático de Tom y Savannah, se resuelve de una manera eficaz si se trata de turbar y chantajear al expectador. La directora equivocadamente centró el conflicto en la brutalidad de un trauma, y no en lo que hubiera sido en realidad más angustiante: el vacío de los personajes. El relato navega entre dos aguas, el asunto sentimentaloide de los protagonistas, y la búsqueda del secreto (una violación), hasta llegar a su burda escenificación.
Si la fuerza dramática de la película radica en el horror de un pasado martirizante, entonces los códigos establecido en la narración deben responder continuamente a este asunto para que, cuando llegue el momento climático, se pueda resolver con la crudeza explícita como sucede aquí, y no titubear en los matices con una serie de viñetas más apropiadas para un mal argumento telenovelero. De nada sirve, por ejemplo, extender más de lo necesario el romance entre Tom y Lowenstein, que sólo ponen en evidencia la nula sensualidad de la Streisand, como tampoco la enseñanza a la “karate kid” de Tom al hijo rebelde de la psiquiatra.
Si la historia es la búsqueda de una liberación y de los conflictos personales e interrpersonales, entonces sería más interesante ver un análisis que retome la postura sobre la incapacidad de autorrescatarse y de la necesidad del contacto con los demás, no sólo para ser reconocidos por ellos, sino como primer paso para, entonces, poder reconocerse uno mismo, y después, después, no regresar al bache cotidiano que limita.

