Por Hugo Lara Chávez

El cineasta canadiense David Cronenberg (Toronto, 1943) ha figurado, desde sus comienzos en el cine de horror, como un realizador sui generis, poco convencional y arriesgado a la hora de mostrar imágenes sobrecogedoras, por su violencia explícita, sus escatologías o cualquier otro exceso que por lo general hacen difícilmente tolerables sus películas, al menos para el público no avisado. Sin embargo, a diferencia de muchos de sus colegas que durante los años 70 sacaron partido de la estética gore en su más primitiva expresión —mucha sangre, muchas vísceras, mucha adrenalina— y que más tarde agotarían ese esquema, el cine de Cronenberg ha madurado hacia otra ruta más original, lo cual le ha permitido, también, ofrecer otros giros genéricos a una de sus principales constantes temáticas: las experiencias físicas y las obsesiones mentales de sus creaturas que se entreveran y llevan las cosas a extremos insospechados.

Esa característica, de la que se tiene noticias ya desde sus primeras películas, ha sido definida por él mismo como “la grieta entre la mente o el alma y la existencia física”. Dicha preocupación ha sido un denominador común de la obra cronenbergiana, que se manifiesta mediante sus personajes atormentados que transitan por una metamorfosis psíquica mientras los flagela una corrupción somática. Así, en la cinta Los parásitos asesinos (Shivers / They Came from Within, 1975) Cronenberg aborda este aspecto a través de una de sus anécdotas favoritas: el experimento científico que escapa de las manos de su creador para dar lugar a una retahíla de calamidades, crueldades y aberraciones. Con sus pertinentes variables, este planteamiento lo ha retomado en varias de sus siguientes películas: Rabia (Rabid, 1977), Los engendros del diablo (The Brood, 1979), Telépatas, mentes destructoras (Scanners, 1980), y La mosca (The Fly, 1986).

Pero más allá de lo meramente anecdótico, lo que más inquieta del cine de Cronenberg es la mirada desenfadada hacia un mundo poblado de manías y patologías, donde subyace una perversión que repta y atrapa irremediablemente a sus víctimas. Es por ello que una de las películas más polémicas exhibida durante la pasada Muestra Internacional de la Cineteca haya sido precisamente una obra de Cronenberg: Extraños Placeres (Crash, 1996). Aunque no se trata de una película de horror —en términos genéricos estrictamente—, Extraños Placeres acopia la brutalidad, la repulsión y la sordidez de las que ha hecho gala el estilo del realizador, aunque con una óptica que la hace más cercana a su cinta Almuerzo desnudo (Naked Lunch, 1992) que a sus demás fantasías terroríficas.

Como bien lo advierte ya su título original en inglés, Crash, palabra onomatopéyica que habla por sí sola, las catástrofes automovilísticas son el pretexto para introducirnos en una vorágine donde el dolor y el placer se confunden y se funden: el fotógrafo James Ballard (James Spader) es un fornicador desaforado que vive al acecho de experiencias sexuales que pueda compartir con su no menos voraz amante, Catherine (Deborah Unger). Debido a un accidente de tránsito, Ballard se relacionará con un hato de seres fascinados y obsesionados con las catástrofes automovilísticas, todos supervivientes de alguna de ellas. El singular Vaughan (Elias Koteas) que encabeza a este grupo, encarna a una especie de líder espiritual que induce a los demás a experimentar los goces orgásmicos sólo disfrutables a bordo de un auto y, climáticamente, en los choques más espectaculares y violentos.

Curioso binomio, el dolor y el placer, que para tener efecto ha de sustraerse sólo de situaciones límite. Estas situaciones transgreden progresivamente la de por sí anómala y peculiar concepción vital de cada personaje, convertidos en ánimas en medio de un desolador paisaje urbano. La degradación física, las mutilaciones, las cicatrices que se trazan en los rostros y en el cuerpo de los personajes (hay que ver a Rosanna Arquette convertida en una perversa amante con prótesis en las piernas o a Holly Hunter despojada de su áurea pudibunda), no son meros signos de malicia para estimularse sexualmente sino también, en un sentido más trágico, son las señas del individuo como tal y la búsqueda de su fatalidad, dádivas que únicamente a bordo de su propio auto pueden asirse libre e intensamente.

Basada en la novela homónima de J.G. Ballard, el relato —cuyo guion corrió a cargo del mismo Cronenberg— se desarrolla a partir de la severidad de un lenguaje formal y narrativo en el que no se brindan a los protagonistas indulgencias al sufrimiento físico ni tampoco espacios a los cuestionamientos de orden moral, aunque las insinuaciones al respecto son de provecho para algunos atisbos de un humor que se atora en la garganta. Para los protagonistas resultan ambivalentes el dolor y el placer —tanto como el bien y el mal— y además mimetizables el uno con el otro. Es la ambigüedad de este tratamiento lo que dispensa al relato un tono de decadencia corpórea y emotiva. Es por ello que lo más agresivo del relato no resulta ser la obscenidad de sus escenas de sexo y violencia ni la amoralidad con la que obran los protagonistas, sino más bien lo que se urde con sigilo detrás de todo eso: una angustiante sensación que inexorablemente perturba al cuerpo y a la mente.

Por sus características, Extraños placeres está llamada a convertirse en una película maldita, una cinta de culto reservada para aquellos seguidores del mórbido universo cronenbergiano.

Por Hugo Lara Chávez

Investigador, escritor y cineasta, miembro del Sistema Nacional de Creadores de Artes (2023). Egresado de la Licenciatura en Comunicación por la Universidad Iberoamericana. Ha producido el largometraje Ojos que no ven (2022), además de dirigir, escribir y producir el largometraje Cuando los hijos regresan (2017) y el cortometraje Cuatro minutos (2021). Fue productor de la serie televisiva La calle, el aula y la pantalla (2012), entre otros. Como autor y coautor ha publicado los libros Pancho Villa en el cine (2023), Zapata en el cine (2019) en calidad de coordinador, Dos amantes furtivos: cine y teatro mexicanos (2016), Ciudad de cine (2011), *Luces, cámara, acción: cinefotógrafos del cine mexicano 1931-2011* (2011), Cine y revolución (2010) como editor, y Cine antropológico mexicano (2009). En el ámbito curatorial, fue curador de la exposición La Ciudad del Cine (2008) y co-curadór de Cine y Revolución presentada en el Antiguo Colegio de San Ildefonso (2010).En el ámbito periodístico, ha desarrollado crítica de cine, investigación y difusión cinematográfica en diferentes espacios. Desde 2002 dirige el portal de cine CorreCamara.com. Es votante invitado para The Golden Globes 2025.