Por Hugo Lara
El recetario del cine de suspenso exige siempre una dosis de paranoia que se servirá al gusto del realizador. Esta sensación es una de los ingredientes imprescindibles en este género. No obstante, es un recurso dramático que sólo algunos cineastas verdaderamente sagaces pueden explotar hasta sus extremos (en este género todos los caminos llevan a Hitchcock). Aun así, no es demasiado arduo para un director de medio peso echar mano de algunas triquiñuelas que sirvan para sofocar al espectador, aunque sea gratuitamente. Esto es lo más común en un cine de suspenso poco ambicioso pero con una misión que cumplir, como casi todas las de este tipo advierten en su publicidad: “mantenerlo al borde de la butaca”.
En “El juego” (The Game) el protagonista, Nicholas Van Orton (Michael Douglas),un acaudalado hombre de finanzas de San Francisco, será sorprendido por un extraño regalo de cumpleaños que le ha ofrecido su hermano Conrad (Sean Penn): se trata de una inscripción para participar en “el juego”, una suerte de divertimento hecho a la medida que una oscura compañia le diseñará. Tras un examen de aptitudes físicas y mentales donde deberá confesar sus intimidades, Nicholas accede a participar en el juego, seducido por el misterio que éste encierra, pero no imagina que un torbellino se echará a andar tras sus talones, destapando sus fantasías y sus demonios.
Esta es la nueva película del cineasta David Fincher, muy celebrado por su anterior realización, “Seven”, con la que había logrado un relato de suspenso con buen ritmo en una atmósfera neurótica y sobrecogedora. La construcción de ese logrado ambiente parecía el sello de la casa desde su debut con el megáfono, en “Alien 3”. En (The game) Fincher intenta repetir su esquema, pero el resultado es menos efectivo, afectado en parte por la ausencia de su fotógrafo de entonces.
Por otra parte, Fincher debió sucumbir ante las simplezas de un guión convencional, pero escrito no por uno, sino por tres guionistas cotizados en Hollywood: Michael Ferris, John Brancato y Andrew Walker. En este sentido, la influencia de los escritores en la realización de (The game) seguramente fue especialmente intensa, pues tanto Ferris como Brancato son coproductores de la misma. Es muy probable que ambos se hayan empeñado en conservar el estilo del guión, por cierto de muy poca originalidad si se toma en cuenta que fue escrito por tres y que abunda en citas o fusilatas cinematográficas: la idea kafkiana del personaje-víctima de una maquinaria invisible e inexorable, con un poder absoluto sobre su vida (“El Proceso”, Orson Welles, “Brasil”, de Terry Gilliam), que puede conducir a la paranoia trepidante (“Después de hora”, Martin Scorsese; “Simplemente sangre”, de Joel Coen) o la intriga y la conspiración (“Asesinos S.A.”, Alan J. Pakula).
En este tenor, Ferris y Brancato procesan la paranoia pero al modo de Hollywood, como ellos mismos lo habían planteado en “La red” (Irwin Winkler): el mundo del protagonista puesto de cabeza por un pequeño incidente. En (“the game”) la fórmula debía funcionar: un director probado en el suspense, un guión efectista con algunos afortunados giros de tuerca y, como la cereza del pastel, una estrella (Michael Douglas) al que se le ha endosado la encarnación de la ambivalencia (“Wall street”, “Bajos institntos”), la oveja con piel de lobo o la víctima favorita por error (“Atracción fatal”, “Acoso sexual”).
“The Game” se agota por la previsibilidad del relato. Queda, al final, la misma sensación que a uno le provoca la página oficial en internet de la película: para entrar a ella hay que estar dispuestos a divertirse, a responder preguntas, a simular que va a participar en el juego. De otro modo, perderemos el tiempo.

