Por Hugo Lara
En los países alpinos la nieve ha sido tradicionalmente un símbolo que describe no sólo al entorno, sino a sus criaturas y sus emociones, es decir, define también un modo con el que se interpreta la existencia. En el ciclo que presenta la Cineteca Nacional estos días, ‘El infierno blanco’, se muestran siete películas de géneros diversos trenzadas a través de este mismo motivo, la nieve, asociado en cada una de ellas a las señales del mundo exterior que, en mayor o menor medida, confieren a los personajes peculiaridades de conducta y reacción, ya sea porque inducen la expresión de la interioridad del individuo o porque refleja una identidad colectiva.
El cine se ha asomado reiteradas veces al microcosmos del mundo nevado, donde el hombre es afectado inexorablemente por la naturaleza y, entonces, el sacrificio y la inclemencia componen el binomio de una extraña comunión, como bien lo muestran ejemplos sobresalientes como los clásicos ‘Nanook el esquimal’ (1922), de Robert J. Flaherty, o ‘Derzu Uzala’(1975), de Akira Kurosawa. En esta relación hombre/naturaleza —siempre y cuando ésta sea vista con relevancia superior a la de un simple fondo escénico—, se admite la subordinación humana a fuerzas mayores de su dominio y, por eso, más notable puede resultar el contraste entre la intensidad dramática y el gélido ambiente.
El ciclo inicia con ‘El tren del escape’ (1985), una de las primeras películas norteamericanas del cineasta ruso Andrei Konchalovsky. Dos fugitivos de una prisión de máxima seguridad escapan en un tren que, para su mala suerte, se desboca a gran velocidad. La inercia de las acciones permiten profundizar en la idea de la supervivencia de estos dos hombres marginales y perseguidos. Esas adversidades, en la inmensidad del paisaje helado, aluden a una condición humana desesperanzadora pero emotiva por ello mismo. Akira Kurosawa fue coautor del argumento que, sin duda, es una de las cintas más importantes en la filmografía de Konchalovsky.
En ‘Donde no hay compasión hay cobardía’ el realizador Andreas Gruber examina uno de los tantos episodio sangriento de la Segunda Guerra Mundial. En medio de un duro invierno en Austria, un grupo de prisioneros tratan de escapar de un campo de concentración nazi. La fuga masiva se convierte en una cacería despiadada, en la que toma parte también la población civil. La anécdota pone sobre la mesa la maquinaria deshumanizante de la guerra, pero quizá con mayor ahínco flota una inquietante reflexión que se refiere a la crudeza del miedo y a la mezquindad de una cruel complicidad..
Por su parte, el noruego Hans Petter Moland teje un estudio psicológico en ‘Cero grados Kelvin’ (1995). Basada en la novela ‘Larsen o el bastardo del amor’, la película narra la transformación de un educado joven noruego que acepta trabajar en Groenlandia al lado de unos rudos cazadores. Lo que en principio se sugiere como una aventura y luego en una confrontación de caracteres, paulatinamente se convierte en un ensimismamiento doloroso, en la que se manifiestan las paradojas de la hostilidad y la ternura de tres hombres abandonados a su suerte en el fin del mundo o, como dice el protagonista, en un lugar que es el fin del amor y de la higiene.
‘Fargo, secuestro voluntario’ (1996) es la sexta película en la filmografía de los talentosos hermanos Joel y Ethan Cohen quienes, una vez más, incursionaron en el cine negro con los tonos que los han caracterizado: un humor negro hasta el extremo, constantes giros de tuerca y personajes exóticos de una sola pieza. No en vano, el relato está situado en los helados parajes de Dakota del Norte, pues de esa manera se define con prontitud un sesgo dramático de los personajes —la manera en que hablan y obran— que contrapuntea con la atmósfera glaciar en un caso policiaco. En ‘Fargo’ la ambición es el resorte de la historia y la ironía es el antídoto que lo sofoca.
El director armenio-canadiense Atom Egoyan da cuenta en ‘Dulce porvenir’ (1997) del trágico extravío del amor filial. El accidente de un autobús escolar en una pequeña localidad alpina es la excusa para internarnos en un abismo de culpa y desconsuelo, tristemente encarnada por un abogado que busca representar las demandas de los padres que han perdido a sus hijos. La metáfora de ‘El flautista de Hamelin’ se torna en un oración de angustia y pesimismo, en medio de un sobrio escenario que ha devorado, como el hielo al autobús, las ilusiones de todos. La aguda y paciente mirada de Egoyan escruta sin cortapisas el quebranto de esos personajes.
‘Corazón de luz’ (1998), del cineasta Jacob Grønlikke, es un alegato sobre la identidad —o la reivindicación de ésta— de los pobladores de Groenlandia, un lugar cuya naturaleza lo hace incógnito y aciago. Grønlikke utiliza la tragedia como detonador para que el protagonista, un hombre ahogado en su decadencia, emprenda un viaje que le permita recuperar la esperanza y el orgullo. La odisea por los desolados paisajes nevados se convierte en una experiencia mística e introspectiva que abonará optimismo contra esa infertilidad largamente consentida.
‘El plan’ (1998), del estadunidense Sam Raimi, es la película que cierra este ciclo. En un poblado nevado, tres hombres urden un plan para quedarse con un fabuloso botín que han encontrado casualmente y cuyo origen, se deduce, ha sido mal habido. La codicia y la desconfianza se apoderarán de ellos provocando las lógicas desavenencias. Raimi infunde una buena dosis de ingenio narrativo y de técnica visual, que son los que soportan el mayor peso para que tengan efecto la sorpresa y el suspenso.

