Por Benjamín Harguindey
EscribiendoCIne-CorreCamara.com
Escrita y dirigida por Ari Aster, el lozano realizador detrás de “El legado del diablo” (Hereditary, 2018), “Midsommar: El terror no espera la noche” (Midsommar, 2019) es otra excelente película de terror que se inspira en una visión original para labrar una atmósfera perturbadora. Ni sustos baratos ni violencia gratuita ni la promesa de una larga cadena de secuelas que socaven el impacto de la original. Aún con algunos defectos, Midsommar: El terror no espera la noche es la mejor película de terror del año, así como El legado del diablo lo fue del pasado.
Cinco jóvenes universitarios viajan a un remoto pueblo en Suecia a presenciar un festival de solsticio de verano (el “Midsommar” del título). Es una comunidad desafectada de la civilización moderna donde todos visten la misma túnica blanca, llevan una vida ascética y observan rituales estrictos. El festival en cuestión dura nueve días y es el más importante del pueblo.
La trama es sencilla, casi decepcionante: es obvio que las cosas en el apacible pueblo no son lo que parecen y que el ritual va a involucrar a los jóvenes invitados de alguna forma horrible. En este sentido no guarda grandes sorpresas. Y sin embargo la película tiene un poder hipnótico. La forma en que se filma y el ritmo que lleva sugieren un mal que ha pervertido el mismo cuerpo de la película. El horror de Midsommar: El terror no espera la noche es el de la subversión del orden natural: simetrías ominosas, contrastes espantosos, composiciones sugestivas, cosas escondidas a plena vista.
Quizás lo que vuelve el horror tan efectivo es una cuestión de perspectiva. El mal no es algo que irrumpe e invade las vidas de nuestros protagonistas (el escalofriante prólogo lo deja bien en claro); más bien los intrusos son ellos, sin saberlo, y su desesperación es la del héroe Lovecraftiano que transgrede en un reino pervertido y descubre su verdadero papel en el indiferente orden del cosmos. La película parece dirigida y filmada desde este “otro lado”, según estas otras reglas, canalizando toda la crueldad y la severidad que conllevan.
Las pistas abundan. Las escenas se anticipan en forma de dibujos, pinturas, bordados, advertencias. La sensación es que se trata de un mal tan antiguo y poderoso que no necesita esconderse o engañar a nadie para surtir efecto. Simplemente pasa desapercibido y se asimila dentro de la vida cotidiana, lo cual lo vuelve tanto más atemorizante. Los personajes lo ignoran porque no están equipados para interpretar lo que ven o porque carecen de perspectiva para notar lo que debería elevar sospechas.
En medio de este calvario comienza a destacar la relación entre Dani (Florence Pugh) y Christian (Jack Reynor), un noviazgo tóxico que se halla en sus últimas ya al comienzo de la historia pero que persiste dada la vulnerabilidad emocional de ella y los ardides manipuladores de él. No es sorpresa que si la película termina tratando sobre algo es sobre el resultado de esta relación, dándole una dimensión personal y trágica a una historia bastante rudimentaria como para ameritar las 2 horas 30 minutos.
A pesar de que no se relacionan literalmente, “Midsommar: El terror no espera” la noche funciona como una suerte de secuela espiritual de “El legado del diablo”. Ambas son tan prolijas y atmosféricas como descarnadas. Ambas tienen de tema la familia (profana) y el dolor (inconsolable). Si “El legado del diablo” se construye sobre una serie de shocks funestos que van complejizando la trama, “Midsommar: El terror no espera” la noche es una ebullición lenta que lo carcome todo. Probablemente la primera es técnicamente mejor gracias a la economía y precisión de su composición, la tensión de sus giros y una actuación sin igual de Toni Collette, pero el poder de “Midsommar: El terror no espera” la noche es profundo e innegable.