Publicado: 11 de diciembre de 2006
Por Hugo Lara Chávez
El lunes 4 de diciembre de 1995, a raíz de las turbulencias que había vivido el país con el escándalo de la familia Salinas de Gortari, el nombre del expresidente Luis Echeverría volvió a sonar estentóreamente. Resulta que, en medio de una fuerte marea de ataques y juego sucio entre las diversas camarillas políticas del país, el también expresidente Carlos Salinas lo acusó, a través de un extenso comunicado enviado vía fax a todos los medios, de fraguar una campaña de destrucción en su contra, soslayado por un grupo de excolaboradores suyos. La respuesta de Echeverría, al día siguiente, fue breve. Estas noticias fueron materia prima del estupor, la ira, el desconcierto y el morbo entre la opinión pública que ningún diario dejó escapar. Casi todos los encabezados apostrofaron una frase de Echeverría: “Yo no controlo ni a mis hijos ni a mis nietos”.
Aparte del razonable descontento o el natural asombro que este irigote político sembró en toda nuestra sociedad, uno no puede contener cierta risa desencajada, de esas que se atoran en la garganta, por estas escenas tragicómicas. Pero más allá de todos los ocurrentes calificativos o las floridas definiciones a los que bien se pueden ajustar los acontecimientos y las contradicciones de nuestro momento histórico, queda a la vista la cloaca incubada por el poder inconmensurable que todos los presidentes del México reciente han ejercido durante su administración. Cada uno de ellos ha hecho al país sexenalmente a su imagen y semejanza, mientras las carestías nacionales aumentan, sobreviven y se reprimen gracias al discurso político que cada seis años renueva un espectro parecido a la confianza.
El poder exacerbado del presidencialismo ha sido el signo y el sostén del régimen político mexicano postrevolucionario. Por eso, cuando Luis Echeverría dijo “no controlo ni a mis hijos ni a mis nietos”, era irónico y parecía increíble que esas palabras salieran de la boca de la misma persona que gobernó a México monolíticamente, según el modelo tercermundista que emanaba de su discurso, y que lo justificaba para manipular a voluntad todos los hilos de los sectores sociales, económicos, políticos y culturales del país (como a su modo también lo hizo Salinas y sus antecesores).
A fines de 1970, cuando Echeverría ascendió al poder lo hizo en un momento especialmente difícil, al menos en términos políticos, pues el país sobrevenía de la crisis del 68, herencia amarga de su predecesor, Gustavo Díaz Ordaz. La administración de Echeverría tuvo que hacer frente a una nueva circunstancia social, política y económica que requirió de cambios estructurales en todos los ámbitos del régimen. Para finales de los 60, se percibía un paulatino desgaste de los mecanismos estatales de relación y control social. Esto tenía un estrecho vínculo con el hundimiento del modelo de crecimiento sostenido que estaba afectado por una desaceleración de la economía a nivel mundial y un deterioro de de los grupos económicos del país. Asimismo, las contradicciones sociales y económicas que se habían incubado durante ese periodo tendían a magnificarse, de tal suerte que aumentaban las demandas por una mejor calidad de vida y por una mayor apertura democrática.
En esta coyuntura, el echeverriato emprendió una serie de modificaciones orientadas al establecimiento de un nuevo pacto social y una nueva relación, dentro del esquema de la economía mixta, entre el Estado y los sectores productivos del país. Esto entrañó una mayor participación estatal en las distintas esferas del país, con el objeto de centrar la economía en el gasto y la inversión pública. De igual manera, estos cambios estructurales se acompañaron de un discurso político progresista que retomaba algunas consignas de apertura democrática, así como promesas de desarrollo compartido y de justicia social.
“Como parte de la necesaria política modernizadora implementada por el régimen echeverrista empezaron a fluir las severas críticas al viejo desarrollismo, las declaraciones nacionalistas y revolucionarias, el enjuiciamiento a los emisarios del pasado -caciques, latifundistas, intermediarios, etcétera- culpables de los males que aquejaban a la nación; a los malos mexicanos que no invertían para lograr un desarrollo compartido con justicia social y la glorificación de un Estado que tomaba en sus manos la difícil tarea de llevar el progreso hasta el último rincón patrio eliminando a su vez la miseria y el hambre. La nueva política denominada apertura democrática lograba sus objetivos restableciendo la confianza perdida […]”.[1]
Respecto al ámbito cinematográfico, la injerencia de su administración fue tan intensa como controversial. Para 1970 el cine mexicano era una zona de desastre azotada por la máquina-de-hacer-churros-al-vapor. Los problemas eran los mismos que se arrastraban de años atrás. La industria se había descapitalizado como consecuencia de la pérdida de los mercados hispanoparlantes. Los empresarios cinematográficos, apurados por el naufragio, invertían cada vez menos en producción y se las ingeniaban para abaratar costos, con base en viejas prácticas de ahorro como la reducción de personal técnico y de tiempos de rodaje. Asimismo, los gremios técnicos y creativos seguían enconchados, con lo que evitaban el ingreso a la industria de nuevos talentos. Por ello, las fórmulas genéricas y temáticas que anteriormente funcionaban, se habían agotado ya, como habían envejecido las otroras figuras taquilleras. Para rematar, los sistemas de exhibición y distribución eran ya inoperantes y se manejabana en números rojos, amén a las enormes pérdidas y las nóminas exageradas.
El Estado formaba parte de ese medioevo cinematográfico: en el terreno financiero, a través del Banco Nacional Cinematográfico, ya para entonces endeudadísimo; en la distribución, por medio de su participación en las empresas Películas Nacionales, Películas Mexicanas y CIMEX, cuyos estados financieros igualmente mostraban números rojos; y en la exhibición, con la Compañía Operadora de Teatros, de nula rentabilidad, salas en mal estado y trabajando con precios congelados. También los Estudios Churubusco, de propiedad estatal, pasaban por una dura época, con equipos obsoletos o falta de mantenimiento de los mismos, con poco aprovechamiento (numerosas producciones se realizaban en locaciones) y afectados por la férrea competencia de los Estudios América. Además, las pugnas intergremiales estaban al orden del día.
Aunque los concursos de cine experimental, el esfuerzo de algunos cineastas arrojados y el cine independiente -que había cobrado fuerza a fines de la década anterior- figuraban en conjunto como una posible cirugía que podía aliviar a un cine mexicano agonizante, la verdad de las cosas es que se veía muy difícil una sana recuperación. Sin embargo, ya en 1970 era un hecho la derrota de la política de puertas cerradas e inevitable el relevo generacional: en ese año, de las 95 películas producidas, 18 fueron dirigidas por igual número de realizadores debutantes.
En esta circunstancia el arribo en 1970 de Rodolfo Echeverría, hermano mayor del futuro presidente, al organismo fílmico más importante de incumbencia estatal, el Banco Cinematográfico, fue saludado por los miembros de la industria con la protocolaria camaradería que efervece en los relevos sexenales. Una vez más se habló de la trepanación definitiva de los tumores del cine nacional; nuevamente se escucharon voces que anunciaron el fin del oscurantismo y el principio del renacimiento cinematográfico nacional; otra vez los mastines de la mediocridad se soltaron en búsqueda inútil de su presa, los culpables de la bancarrota del cine mexicano, paradójicamente sus mismos amos. Pero éstos, los dueños de las canicas, no se imaginaron que en los seis años siguientes la nueva política oficial en materia cinematográfica avanzaría en menoscabo suyo, arrebatándoles no sólo las canicas, sino también el trompo y el valero.
García Riera se refiere a este periodo y a Rodolfo Echeverría de la siguiente manera: “[…] es justo decirlo, aunque resulte obvio que su parentesco con el presidente le dio un poder que ningún funcionario del cine había tenido hasta entonces. Cabe criticar que ese poder se ejercería con impunidad y sin vigilancia legal ni transparencia, cosa facilitada por un sistema político tan reñido con la verdadera democracia como el gobernante en el país. Pero, en lo personal, creo que Rodolfo Echeverría estuvo muchísimo mejor al frente del banco que su hermano al frente de la nación, si cabe tal cotejo”.[2]
El 21 de enero de 1971, ya con su hermano en el trono, Rodolfo Echeverría dio a conocer el Plan de Reestructuración de la Industria Cinematográfica, cuyo contenido puede resumirse como sigue:
El Banco Nacional Cinematográfico se redefinió como el organismo generador del crédito y rector en el aspecto económico de todas las actividades cinematográficas. Los objetivos que perseguiría eran:
1. En el Banco Nacional Cinematográfico: reestructurar financiera, administrativa y jurídicamente el Banco y sus filiales. Financiar las cintas estrictamente comerciales que la industria exige; promover películas de calidad artística; estimular al cine experimental y otorgar créditos preferentemente a los productores de este tipo de cine.
2. En la producción: lograr el equilibrio económico entre costos y rendimiento de explotación. Diseñar y ejecutar un programa de coproducción entre los Estudios y empresas nacionales y extranjeras. Formular y aplicar un programa de filmación de las películas del Estado. Promover la producción de cintas extranjeras en los estudios y laboratorios. Desarrollar un programa de producción de cortometrajes. Favorecer el trabajo de nóveles cineastas.
3. En distribución: conservar y extender los mercados de exhibición nacional y extranjero. En las empresas Películas Nacionales, Películas Mexicanas y CIMEX, idear y practicar un plan de rehabilitación económica y comercial para optimizar recursos. Revisar los locales de venta y exhibición para elevar los rendimientos económicos por película y territorio. Evaluar las funciones, salarios y prestaciones del personal de las oficinas centrales y filiales. Concebir manuales de organización y procedimientos para cada una de ellas dentro y fuera del país.
4. En la exhibición: en la Compañía Operadora de Teatros, mejorar la programación de películas nacionales, abrir todas las salas para nuestro producto; constituir mayor número de salas y mejorar las existentes.
5. En los Estudios: reorganizar en los Estudios Churubusco Azteca los sistemas administrativos y contables; renovar y ampliar el equipo de los estudios y laboratorios.
6. En la formación y difusión: Establecer el Centro de Capacitación Cinematográfica. Edificar la Cineteca Nacional. Reimplantar la ceremonia de Arieles y premios en metálico para la mejor producción nacional. Reestablecer el festival cinematográfico anual y organizar las conmemoraciones del aniversario del cine mexicano. Organizar y participar en muestras dentro y fuera del país y en festivales internacionales, culturales o simplemente competitivos. Fomentar los esfuerzos de difusión que permitan favorecer el crecimiento del cine nacional.
Abunda Alberto Ruy Sánchez: “La reorganización del cine mexicano comienza como un intento de resolver la crisis económica en la que se encuentra desde hace más de veinte años esa industria. Para ello se invirtieron enormes cantidades de dinero, primero en la infraestructura: equipo, laboratorios, estudios, redes de distribución y exhibición, promoción, etcétera; luego, en el intento de obtener películas diferentes a las producidas hasta entonces, comenzó un plan de superproducciones y de películas con una supuesta calidad artística, para con ellas tratar de recuperar los mercados internos que el cine mexicano perdió antes y extenderse hacia mercados internacionales. Ese es el proyecto básico de la reformulación del cine: modernizar una industria capitalista en crisis”.[3]