Por Pedro Paunero
¿Qué podemos esperar de una película de Herschell Gordon Lewis? Trucos prostéticos de quinta, encuadres que se desencuadran (la cámara se desliza, como cuando se suelta por unos segundos un motor de lancha, y esta se va por un lado), historias mal pergeñadas, guiones con lagunas oceánicas pero, sobre todo, explotación –y más explotación–, de los temas abordados.
El paso de Herschell Gordon Lewis en el cine de explotación es elocuente por sí mismo, y ofrece un panorama de la evolución del subgénero, aunque no pueda decirse que, en realidad, dicha “evolución” pasara por etapas claramente diferenciadas y estratificadas. La obra de H. G. Lewis –un “autor” pese a sí mismo, debido a navegar siempre en las olas del cine independiente más áspero, quien debutara con “Living Venus” (1961), una cinta de cierta calidad, tanto técnica como argumental, que jamás volvería a alcanzar–, abarca los subgéneros de las “nudies cuties” (películas que presentaban candorosos desnudos, sin erotismo, sexo o tomas frontales), los filmes de “campos nudistas” (con tramas desvanecidas, y viarios desnudos), las “roughies” (cintas que ya presentaban desnudos y, sobre todo, violencia sexual), filmando películas de uno u otro subgénero en un mismo año, traslapándolos, y de las cuales aquellos filmes, que entran en el terreno del sexploitation –y el gore mismo– no son sino consecuencia lógica.
“Linda y Abilene” (1969), pertenece al puñado de películas de explotación sexual que H. G. Lewis rodó entre los años 1969 a 1971, tras abandonar la inicial etapa de las “nudies cuties”, con títulos como “The Adventures of Lucky Pierre” (1960) y “BOI–I—N–G!” (1953), experimentar con el subgénero –hoy, por completo muerto– de las películas de “campos nudistas”, con “Goldilocks and the Three Bares” (1963), y pasar por un breve período en las películas “roughies”, con títulos como “Scum of the Earth” (1963), que pasa por pionera del subgénero, si bien al lado de la invisible “The Orgy at Lil’s Place”, de Jerald Intrator (que aparece acreditado como J. Nehemiah, en la película) y la más vista “Lorna”, del señor Russ Meyer, estrenadas el mismo año. Lewis acompañaría la incestuosa historia de Abilene, su hermano Tod, y la prostituta Linda, con “The Ecstasies of Women”, filmada el mismo año, “Miss Nymphet’s Zap–In”, de 1970, y “Black Love”, de 1971 que, en un típico alarde del cine de explotación, pretende pasar por documental sexual sobre gente de raza negra –¡sin asomo de racismo!– pero que se decide por el hardcore más explícito, y que el mismo H.G.L. negó haber dirigido), cuando ya había descubierto la veta sangrienta –y redituable–, que el Cine Gore (con “Blood Feast”, de 1963), del cual fuera “padrino”, le ofreciera.
“Linda y Abilene”, pues, narra la historia de un incesto, pero también mucho más. Abilene (Sharon Matt), vive acompañada de su hermano Todd (Kip Marsch), en la granja que les han heredado. Los hermanos se lamentan por la pérdida de los padres, atienden la granja, y como no son un par de críos –a ambos se les ve muy creciditos–, es inevitable que se descubran uno al otro. En el ámbito sexual, se entiende. El vestuario, dando por entendido que estamos en el Siglo XIX, bien puede pasar por el de los menonitas del Siglo XXI –¡Vamos, ni los calzoncillos de Todd, cuyo elástico se alcanza a ver en algunas tomas, ni los vestidos de los que Abilene se despoja a cada momento, son de la época!–, mientras las actuaciones sorprenden por aceptables.
La película es importante por varias razones. La primera, porque permite estudiarla en el contexto formativo de un director de cintas de explotación como H. G. Lewis –quien dirigió la película bajo el seudónimo de Mark Hansen–, que se deslizaría, entusiasta y decisivamente, hacia la creación del gore (si el Soft porn no es suficiente, “hazlas sangrar”, como se apunta en un relato de Douglas E. Winter sobre el cine catastrofista); la segunda, porque se enmarca perfectamente entre las corrientes que darían como resultado el “porno chic”, o “Edad de Oro del Porno”, que culminarían gloriosamente con la “Trilogía dorada” que encabeza “Garganta profunda” (Deep Throat, 1972), de Gerard Damiano, “Detrás de la puerta verde” (Behind the Green Door, Artie y Jim Mitchell, 1972), y “El diablo y la señorita Jones” (The Devil and Miss Jones, 1973), del mismo Damiano, que atrajeron el interés de la crítica seria, de los intelectuales de la época, y del gran público, con lo que la pornografía se incluyó como materia de ensayos sobre lo marginal y marginado, en una época, lamentablemente, fenecida; la tercera, porque la historia no es sino una recensión erótica –por cierto, muy cándida–, del mito de la pareja situada en un entorno paradisiaco que, de pronto, descubre su sexualidad, que tiene su antecedente más remoto en el mito del Edén, pero pasa por el filtro de la cursilísima –y rousseauniana– novela “Pablo y Virginia” (1787), de Jacques–Henri Bernardin de Saint–Pierre, que destilaría su influencia en “La laguna azul” (1908), de Henry De Vere Stacpoole, que daría origen a tres películas (la primera, dirigida por Dick Cruikshanks, en 1923, la segunda, dirigida por Frank Launder, en 1948, y la tercera, en la afamada adaptación que hiciera Randal Kleiser, del año 1980, con Brooke Shields en el papel estelar), con sus secuelas y exploitations propios; y por último, porque funciona como un objeto de arqueología cinematográfica, por haber sido rodada en el Rancho Spahn, en el que se localizaban las escenografías donde se filmaran series televisivas como “Bonanza”, y el western tensamente erótico “Duelo al sol” (1946), dirigido por King Vidor, y en el que había sentado sus reales la Familia Manson, por las mismas fechas que Lewis filmaba su película.
Un día, en que Todd cava un hoyo en el suelo, su hermana se acerca, y este le pregunta hacia donde se dirige, ella le responde que irá a caminar, pero se detiene a bañarse en un riachuelo pedregoso (hay que poner atención en la torpeza, por parte de la actriz, para quitarse el vestido), Todd la alcanza, y la espía a unos metros de distancia. Ella se sabe espiada, pero lo deja hacer, lavándose –y acariciándose–, en un desnudo frontal ofrecido a su hermano, con una sonrisa pícara, ya de espaldas. En la casa, Abilene juguetea con Todd, haciendo como que lo limpia con un plumero –por lo que la tensión sexual crece–, cuando al pasarse un cubierto que se ha caído, los hermanos no pueden soltarse las manos, a la vez que vemos cortes rápidos de la escena del baño en el riachuelo, a la manera de recuerdos. Por la noche, ya en sus camas, bastante inquietos, se acarician, se piensan, se preguntan –y nosotros a ellos, en Off–, sobre lo que opina el otro del amor. Todd y Abilene continuarán con las labores de la granja, sin ir más allá de una caricia, un abrazo, un beso en la mejilla, o del apretarse las manos. Las escenas transcurren lentas, al grado del aburrimiento –la película bien pudo editarse, pasando de sus pocos más de 90 minutos, a una hora, y hubiera funcionado mejor–, tratando de transmitirnos una placidez campirana idílica, hasta que, un día, mientras Abilene se contemple desnuda al espejo, será un susto por el cual atraiga al hermano a la cama, donde tendrán sexo –este, sólo sugerido, con repetitivos gemidos ridículos, grabados en Off–, tras lo cual lo harán en cada oportunidad que se les presente, incluyendo el riachuelo. La cámara descubre, insospechadamente, la belleza de las cosas puestas –al más puro estilo de un bodegón– sobre la mesa pesada, de madera rústica, como son un plato con un trapo encima, una hogaza de pan, con una gruesa rebanada a un lado, un quinqué, y un cernidor para la harina, cuando se deslice –extrañamente pudorosa– desde la escena de amor, que tiene lugar sobre el tapete del suelo, hacia el lado izquierdo de la pantalla.
La historia se enriquece con la aparición del personaje del vaquero Rawhide (Larry Martinelli), que viola a Abilene –ella intenta disuadirlo, ofreciéndole comida, y también hay que poner atención en lo sencillo que le resulta al tipo quitarle el vestido, en comparación con las escenas anteriores–, mientras Todd se encuentra en el pueblo –al que ha marchado, atosigado por pensamientos de culpa por amar a su hermana–, donde tiene un encuentro sexual con Linda (Bambi Allen), una prostituta del bar que lo conoce desde que era niño. Al volver a casa, Todd se enfrenta con la dura realidad –en este punto, la actuación de Sharon Matt se torna pésima–, Abilene, le cuenta lo sucedido, y sale en busca de Rawhide para matarlo, sin darse por enterado que Linda ha llegado a su casa, buscándolo. Abilene abre la puerta sin preguntar quién es, como si tal cosa, para ser una mujer que ha tenido aquella terrible experiencia y, como era de esperarse –al poco tiempo de consolar a la muchacha, que le ha contado sobre Rawhide–, ambas mujeres terminan en la cama.
Después de toda esta tediosa placidez softcore, la historia da un giro final –por otro lado, en un hecho habitual en el cine de explotación–, cuando, tras el duelo entre los dos hombres, Abilene sea consolada por Linda –entendemos las implicaciones lésbicas a continuación–, dejando al margen el recuerdo de los dos machos furiosos y rijosos, asesinados mutuamente. No nos confundamos. Al cine de explotación –y, sobre todo, en su vertiente sexploitation–, no le interesa el mensaje feminista, sino las posibilidades eróticas –dirigidas a un público masculino, mayoritariamente–, que una candente escena de amor entre dos mujeres, pudiera tener.
Para saber más:
“La laguna azul. El despertar: mito, utopía y erotismo”. Por Pedro Paunero: