Por Pedro Paunero
“Los jóvenes de ambos sexos podrán aprender también que la amistad que las personas de malas costumbres parecen acordarles tan fácilmente, es siempre un lazo peligroso, tan funesto para su dicha como para su virtud”
Choderlos de Laclos. Prefacio a “Las amistades peligrosas”
Pierre Choderlos de Laclos (1741-1803), fue un militar francés desencantado quien -por fortuna-, un buen día para la literatura ydecidió coger la pluma y escribir “una novela escandalosa” para “ser recordado cuando haya muerto”. La novela, de gran pericia técnica pero ya anticuada en la forma –se trata de una novela epistolar-, se tituló “Las amistades peligrosas” (Les liaisons dangereuses, publicada en 1782), también conocida a lo largo de sus varias traducciones como “Las relaciones peligrosas”.
La historia se centra en los juegos perversos que entablan el vizconde de Valmont y la marquesa de Marteuil, antiguos amantes, y que consisten en seducir, corromper y traicionar a seres inocentes. Valmont va de cama en cama, centrándose en dos víctimas, la honrada madame de Tourvel, y la ingenua (y entregada) Cécile de Volanges, recién salida del convento. La novela, ácida, cruel, imparable, va desgranando maquiavélicamente todo su poder de manera implacable, y pertenece a ese puñado de obras cuyos autores -como Giuseppe Tomasi di Lampedusa con su “El gatopardo” (publicada en 1958)-, son responsables de habernos dado una sola obra maestra. Di Lampedusa murió antes de ver el éxito que alcanzaba su libro, un manuscrito olvidado tristemente en el cajón de su escritorio, tras múltiples rechazos por parte de las editoriales, a diferencia de De Laclos que supo, y pudo ver, los alcances de esta obra –casi todo lo demás que escribió es prescindible-, y gozó de fama ya en vida.
Sobre “Las relaciones peligrosas” escribió el italiano Giovanni Papini, en su etapa católica y, por ende, creyente, en su preclaro ensayo “El diablo. Apuntes para una futura diabología” (publicado en 1953):
“El escritor que ha repetido, y prolijamente enunciado, la teoría de la superioridad del mal sobre el bien y de la belleza de la crueldad, es un francés, el famoso marqués de Sade. Sus contemporáneos, siguiendo las extravagancias de Rousseau, pensaban que el secreto de la felicidad y de la bondad consistía en seguir a la naturaleza. De Sade lo tomó al pie de la letra, y con una dialéctica infernal, demostró que en la naturaleza viviente se encontraban de continuo ejemplos de lucha feroz, de asesinato, de lujuria. (…) Estas teorías inhumanas y anticristianas fueron por él asociadas, casi siempre, a los placeres del sexo, pero en realidad su fecunda concepción de la vida como ejercicio y satisfacción del mal trasciende claramente los límites de la lujuria criminal y aparece como algo más vasto y más general. La verdadera substancia del sadismo es el satanismo en su significación más radical y extrema.
“La influencia de De Sade, aunque subterránea, fue profunda y fue ganando cada vez más terreno. Un contemporáneo del “divino marqués”, Laclos, puso como protagonista de sus “Liaisons Dangereuses”, a una mujer de temperamento satánico, la marquesa de Marteuil, sádica menos vulgar, pero aún más sutilmente perversa que ciertas heroínas espantosas de las novelas de De Sade.”
Como era de esperarse, el teatro y el cine se encargaron de llevar a los espectadores varias adaptaciones y puestas en escena. No malgastaré tiempo en las malas adaptaciones que se han hecho para el cine –que son mayoría-, o en las otras, igual de malas, para la televisión, salvo dos, la que hiciera Roger Vadim en 1959, director que tiene el único mérito –y es mucho-, de haber descubierto a Brigitte Bardot (¡y haberse casado en ella!), y después haber puesto a bordo de una nave espacial, con paredes tapizadas con cuadros de Renoir y suelo cubierto de peluches que imitaban pieles animales, a Jane Fonda, en la película de culto “Barbarella” (1968), que adaptaba el cómic adulto de Jean-Claude Forest y Claude Brulé, y esta que me ocupa, de 2022 y dirigida por Rachel Suissa, que ocupa los primeros lugares, entre los estrenos más vistos, de la segunda semana –del mes julio- en la plataforma de Netflix.
La película de Vadim es olvidable, pero la de Suissa es lamentable y, antes de hablar de este producto desechable de la plataforma, debemos tratar de dos piezas relevantes, “Relaciones peligrosas” (Dangerous Liaisons, 1988), la adaptación magistral que hiciera Stephen Frears, que ponía en la esquina del ring a la moralina versión que también entregara, por aquel entonces, Milos Forman (el triunfal director de “Amadeus”) y “Juegos sexuales” (aka. Crueles intenciones, Cruel Intentions, 1999), dirigida por Roger Kumble, que adaptaba de manera ingeniosa, para un público juvenil al que estaba claramente dirigida, la novela de Laclos, con Sarah Michelle Gellar como Kathryn Marteuil, en una inolvidable escena lésbica, en la cual besaba los labios de una adolescente Selma Blair, como la inocente –y más bien infantil- Cecile Caldwell.
Glenn Close y John Malkovich en la versión de 1988.
De entre todo este cúmulo de adaptaciones mediocres, la película de Frears resulta única, y la actuación de Glenn Close, como la marquesa de Marteuil –de antología, aunque sin rival-, una de las mejores pero históricamente ignoradas por la Academia, con John Malkovich como Valmont, Michelle Pfeiffer como Madame de Tourvel y una angelical Uma Thurman como Cécile de Volanges. La puesta en escena es rigurosa, preciosista, minuciosa, y mantiene la premisa original literaria de perversidad de una forma tal que mantiene en vilo al espectador. Christopher Hampton, el guionista, logró con su trabajo una de las mejores adaptaciones para una película de época, pero la cinta fue ignorada para toda posibilidad de premiación.
Con material tan explosivo en manos es difícil creer que alguien pueda transformarlo en algo tan inocuo como la película de Suissa, donde se retoma la intención de entregar una película para el público juvenil, pero perteneciente al deslucido Siglo XXI, el de las redes sociales –Tristán (Simon Rérolle), el surfista que encarna al Valmont de turno, es Influencer- y el de las hipócritas relaciones interraciales –Célene (Paola Locatelli), la encarnación de Madame de Tourvel, o acaso Cécile de Volanges, por aquello del parecido con el nombre, es afroamericana-, que sólo obedecen a una agenda políticamente correcta, donde la marquesa de Marteuil, en este caso caricaturizada como la famosilla del colegio, la instagramera Vanessa (Ella Pellegrini) retoma, torpemente, lo que lograra la cinta de Kumble, situándolo en un Biarritz que termina por convertirse en terreno donde, en lugar de arena, los protagonistas pisan azúcar glas. Esta tontería carente de todo mérito se adereza, por si fuera poco, cada dos por tres de melcocha musical, traicionando, irónicamente, una historia donde la traición y la vileza humana se enseñorean de cada página.
Óscar Wilde se quejaba ya, en “Intenciones” (publicado en 1891), de lo insulso de su época:
“Nuestro siglo es realmente el más prosaico y el más estúpido que ha habido nunca. Incluso el Sueño nos defrauda; ha cerrado las puertas de marfil y ha abierto las de cuerno”.
¿Qué más podemos decir de este tipo de cine, tan pacato como desechable, tan innecesario como inútil, en una época que presume de “personas guerreras”, pero que se rinden ante películas sin valentía ni atrevimiento, en aras de satisfacer a todos –lo que nunca se podrá lograr-, por cumplir con una cuota y una agenda tan alejada de cualquier transgresión?
En última instancia resulta increíble que la novela de Choderlos de Laclos –que logró lo que se proponía, trascender a su propia muerte y olvido- no haya sido condenada por la mojigata “Cultura de la cancelación”, y sea fuente de esta clase de basura, que termina por engrosar los estantes de los títulos que, en aras del jugoso negocio -¡por supuesto!-, prefieren mantener al espectador en una eterna edad media mental.