Por Pedro Paunero
No existen libros transgresores. O, si existieran, sólo lo serían en el contexto de su espacio temporal. Cuando se publicó “El amante de lady Chatterley”, en 1928, fue condenado por “obsceno”. Su autor, D. H. Lawrence, tachado de pornógrafo.
A la distancia, la novela nos parece inocua. Eso, si cometiéramos el ingenuo y nefasto error de sólo buscar en esta el escándalo y la obscenidad que, supuestamente, detenta. Sorprendería, así, a esta posible clase de lector, la relativamente poca cantidad de pasajes eróticos, descriptivos, de este tipo en la novela, siempre que aceptemos que el amor y el sexo sean -al escribir sobre estos-, efectivamente obscenos.
En cambio: como todas las grandes obras, “El amante de lady Chatterley”, no se queda en la superficie de narrar “tan sólo una historia de amor” o “tan sólo un cuento erótico”. La novela contiene ideas y, éstas mismas, por gracia de su autor, fueron convertidas en arte. Eso ha mantenido el libro continuamente editado y publicado por casi un siglo. El espíritu vital de D. H. Lawrence alienta cada página. El suyo -ese espíritu-, estaba (y está, todavía, por pervivencia de su obra), inclinado a la naturaleza sin sujeciones, al llamado de la floresta, a la amoralidad sin hipocresía, destruida por la civilización y lo urbano. Véase, como ejemplo, el siguiente pasaje:
-“Supongo que sí. Y el espíritu de Platón subiendo al cielo en un carruaje de dos caballos iría hoy en un “Ford” -dijo ella.
-“¡O en un “Rolls-Royce”: Platón era un aristócrata!
-“¡Desde luego! Nada de caballo negro que apalear y litigar. Platón no pudo llegar a imaginarse que llegaríamos a tener algo mejor que su corcel blanco y su corcel negro: nada de corceles, sólo un motor.
-“¡Sólo un motor y gasolina! -dijo Clifford”.
Así es cómo Constance Reid –“Connie”-, con un “apego maravilloso a la vida”, había sobrevivido a la Primera Guerra Mundial. Se había casado con Clifford Chatterley -de quien había adquirido el apellido-, recientemente dueño de una heredad, Wragby Hall, y un título, “baronet”, a la muerte de su padre. Connie tenía veintitrés años, Clifford veintinueve. Ella había tenido antes un amante, un alemán, a quien se había entregado, lo que significaba que el amor, y el sexo, no le eran desconocidos. Pero Clifford, ahora, yacía postrado en una silla de ruedas, debido a la guerra. Connie, más intelectual, con más ansias de vivir y conocer mundo, era de clase alta, Clifford, que por su familia era un aristócrata, en cambio, se sentía bien en ese pequeño reino que era su propiedad. Y Wragby era amplia, y a Connie le parecía horrible. Tenía una cabaña donde residiría el guardabosques de turno, y colindaba con un sucio, y pobre, pueblo minero. A esa cabaña, una isla de “lo salvaje”, llega como empleado Oliver Mellors, un ex militar de gustos intelectuales (es un gran lector de clásicos), pero de naturaleza huraña, que huye del mundo maquinizado de fuera, ese que queda más allá de su sencillo coto de caza.
Por la indiferencia de Clifford, entregado a los negocios, será como Connie descubra a Mellors, y será posible que la pareja se entregue a un amorío extasiado, pero clandestino. Un amor que será un remanso carnal -si es posible denominarlo de esta manera, tan contradictoria, como lo fuera un autor como Lawrence, pagano y cristiano a un mismo tiempo-, un escape y un refugio, mientras se va desgranando esa filosofía vital muy propia de nuestro autor. Y esto es, precisamente, lo que se echa de menos en esta película.
Esta adaptación de “El amante de lady Chatterley” (2022), que fuera dirigida por Laure de Clermont-Tonnerre, está protagonizada por Emma Corrin (conocida por interpretar a Diana, princesa de Gales en la serie “The Crown”), en el papel de Connie Chatterley, Jack O’ Connell como Oliver Mellors, y Matthew Duckett como Clifford Chatterley. Se basa en un guión de David Magee, conocido por haber escrito el guión de “La vida de Pi” (Life of Pi, Ang Lee, 2012) y resulta, en su conjunto, una película bonita. Pero no es esto, simplemente, lo que los lectores de Lawrence esperarían ver en pantalla, con material tan magnífico en las manos.
La fotografía de Benoît Delhomme, con experiencia en películas de tono erótico y sensual como “El olor de la papayas verde” (Tr?n Anh Hùng, 1993), pero también en películas como “El niño con el pijama de rayas” (Mark Herman, 2008) o “La teoría del todo” (James Marsh, 2014), transmite la belleza neblinosa de la campiña inglesa, y la música, escrita por Isabella Summers, contribuyen a ambientar los encuentros de Connie con Mellors que, lamentablemente, no pasan de ser desabridos, aun con sus desnudos frontales y uniones al estilo softcore. Emma Corrin, alta y esmirriada, se apega a la descripción de la Connie Chatterley de la novela, pero carece de su pasión, y al Mellors de O’ Connell, le hace falta esa parte salvaje del personaje, su lenguaje grosero, su tosquedad y, a la vez, su viveza y deseo.
Puedo aventurar que D. H. Lawrence -que no ha sido jamás llevado al cine con justicia, ni por Ken Russell, ni por Just Jaeckin-, jamás lo será. Una obra tan vitalista y, sobre todo dionisíaca (naturalista, solar, apegada al humus fecundante, alejada del “ser máquina” y “hombre urbano”), como la suya, necesitaba (necesita) un director como el fallecido e hiper sensualista Walerian Borowczyk o, en un caso más extremo, un Andrzej Zulawski, que le hubiera aportado pánico, desmesura y, sobre todo, una nota autoral a esta hipotética adaptación. Lawrence hubiera sido reapropiado, así, en su esencia más íntima e instintiva.
Dijo André Piery de Mandiargues en un posfacio de la novela “Retorno a Roissy”, de Pauline Réage, la segunda parte de “Historia de O”, que aportara estilo, y parafernalia, y simbolismo, al movimiento BDSM:
“El erotismo no se justifica en literatura más que cuando es excepcional”.
La película de Laure de Clermont-Tonnerre, lamentablemente, termina siendo “sólo” una historia de amor. Una más y hasta mediana. Sin erotismo auténtico, es decir, “vivido”. Lawrence puede revolverse, otra vez, en su tumba, esa que yace bajo un vitral circular y amarillo, que recuerda al sol, a una fuente de vida, como el que tanto alentó a sus novelas.