Por Hugo Lara Chávez

Proveniente del mundo teatral, el director Juan Ibáñez emprendió en 1966 el rodaje de una película significativa para la Ciudad de México, Los Caifanes. Este filme expresa el momento de una ciudad en búsqueda de su nueva identidad, a lo largo de un itinerario frenético hacia un lugar sin rumbo. Los Caifanes muestra dos fuerzas que se oponen y se necesitan, dos polos distintos pero estrechamente unidos, atraídos y contrarios: uno, la de una sociedad festiva, desparpajada, irrefrenable; y dos, la de la sociedad seria, temerosa, desconfiada. En este frágil equilibrio se pontifica el triunfo del anonimato y la masificación que se consolida en la capital de los años sesentas, donde ya no representan nada los nombres de Pedro o Juan o Jaime, pues ahora los valedores son el Capitán Gato o el Estilos o el Masacote o el Azteca, en suma, “el caifán”, “el que las puede todas’.

Una pareja de jóvenes adinerados, Paloma y Jaime, se une a la desaforada parranda de los cuatro caifanes. ‘Lo que importa es vivir intensamente’, dice Paloma, en la primera secuencia de la película. El reto no convence a su pareja, ansioso por comenzar los escarceos amorosos, aunque debe aceptarlo contra su voluntad. La pedantería de ambos es evidente, desde que los identificamos al inicio de la película, desertando de la compañía de sus ricas amistades, cultas y snobs, que hablan inglés y francés y que citan frases intelectuales con tanta naturalidad como si de albures se tratara.

En esta película, Juan Ibáñez logra un efecto extraño con el fondo de una Ciudad de México espectral, una especie de road-movie —o mejor dicho, una city-movie—, en cuyo itinerario se trastocan los personajes para no volver a ser los de antes. Parece que lo mismo le sucede a la ciudad, que se transformaría en otra urbe después de filmada esta película, en la que aún se ven retazos de una era anterior al metro, a los ejes viales a lar marchas multitudinarias y los campamentos de huelguistas: un centro histórico misterioso; la Diana cazadora con su humedad de siempre pero esta vez vestida con un sostén que le queda incómodo; el zócalo capitalino adornado de una navidad melancólica y acometida por una carroza fúnebre; o una taquería donde una piltrafa humana disfrazada de Santa Clos —que no es nadie más que Carlos Monsiváis— llora conmovido y rabioso tras escuchar “El brindis del bohemio”.

Imágenes que forman una áurea irreal,  onírica, en medio de los ambientes de la decadencia donde desfilan las suripantas baratas pintadas como payasos o la soledad urbana que encuentra cobijo en el humor triste que acompaña las carcajadas obscenas del Mazacote, en un tono que se acompaña con las miradas lascivas del Azteca, en las canciones románticas del Estilos, en la personalidad hermética del Gato. En este juego de contrastes y complicidades, hay un enorme sabor a insatisfacción en la sonrisa cándida de Paloma, decepcionada de los finos ademanes y el futuro promisorio de su novio.

Con un guión escrito por Carlos Fuentes y el propio Ibáñez, la historia está dividida en cinco episodios, sin una ruptura de la linealidad cronológica, bajo el formato de una “serie”, como se le conocía entonces, que era la integración de varios supuestos cortometrajes.

Los Caifanes tiene una extraña artificialidad que la hace aún más efectiva y melancólica. El hecho de que sus personajes hablen como poetas o hagan citas cultas, causa una curiosa sonoridad cuando hace contacto con los albures o el sonsonete de barriada que blanden con sus voces de mecánicos.

Para algunos, la confrontación de ambos grupos de estratos sociales opuestos supone una velada lucha de clases, pero parece más una declaración nihilista, fundada en la pérdida de la inocencia, en la trasgresión, en la cancelación de un futuro seguro, como una cruda después de una larga juerga. En suma, la utopía urbana de la noche tiene aquí un amanecer nebuloso.

50 años después de “Los caifanes” apareció otra película con una estructura casi idéntica.  “Güeros”, la opera prima de Alonso Ruizpalacios, también formado en el teatro en la Royal Academy of Dramatic Art en Londres, está dividida en cinco episodios que corresponden a la geografía de la ciudad (Sur, Poniente, Ciudad Universitaria, Centro, Oriente) “Güeros” narra el trayecto de Tomás (Sebastián Aguirre), un adolescente que vive con su madre en Veracruz y que es enviado a pasar una temporada con “Sombra” (Tenoch Huerta), su hermano universitario que habita en un multifamiliar de la Ciudad de México.  Sombra comparte un caótico departamento con Santos (Leonardo Ortizgris), otro estudiante que, como aquel, vive sumido en el ocio y el desorden, ambos nihilistas ajenos y hostiles a la agitada huelga estudiantil de su escuela, la UNAM. Tomás, obsesionado con Epigmenio Cruz —un ficticio músico olvidado de los años sesentas del que era admirador su padre— encuentra una noticia en el periódico sobre su existencia y convence a los otros dos de salir de su ostracismo para encontrarlo. Así, los tres inician un itinerario por la ciudad, al que se suma Ana (Ilse Salas), una líder estudiantil y amante de Sombra, en lo que resulta un viaje aleccionador, de anécdotas y de encuentros entre oníricos y absurdos.

Se ha hablado de la conexión que guarda “Güeros” con el atrevimiento de la Nouvelle Vague francesa de los años sesenta o bien percisamente con “Los Caifanes” (Juan Ibáñez, 1965). Hay varios momentos que coquetean con esas referencias, así como también ocurre con filmes más recientes, como “Temporada de patos” (Fernando Eimbcke, 2004), en virtud de su ubicación en el universo de los jóvenes y, en cuanto a la forma, por su elección de filmarla en blanco y negro (destacada fotografía de Damián García), con boleros de Agustín Lara como fondo musical, con un provocador ritmo semilento, en una jornada llena de sucesos triviales pero que, al final, producen un cambio en cada personaje.

La película está estructurada a partir de eslabonar episodios de una odisea urbana, donde los personajes —como le sucede al Ulises de Homero y sus hombres— son enfrentados a situaciones insólitas. Así, son perseguidos por un vecino, intimidados por un delincuente, recorren el zoológico hasta la jaula del tigre, cruzan la zona de grandes edificios modernos de Santa Fe, pasan por los segundos pisos de la capital o se sumergen en barrios populares. Y así, hasta llegar a su meta: la revelación de un mito que se ha construido sobre todo en su imaginación.

“Güeros” resulta un filme inteligente y divertido, que se esfuerza por desprenderse de la pretensión y la pedantería que siempre parece acechar, como ocurre cuando el grupo protagonista acude a la fiesta de una premiere de otra película mexicana y el Sombra despotrica contra el cine nacional, en un arrebato de celos porque Ana conversa con otro tipo. Hay mucho humor y eso se agradece, incluso en la escena donde aparece el propio Ruizpalacios encarnando a un doctor que se queda a la mitad de narrar una anécdota violenta. Es una elección de estilo que el cineasta repite algunas veces (lo hace al inicio, cuando una mujer desesperada huye con su bebé, lo que detona el resto de la historia), blandiendo la ironía y la casualidad como dos de sus armas favoritas.

Igualmente, hay momentos cargados de cine, a veces de forma sutil, como los fueras de foco o lo lentos acercamientos de cámara a detalles aparentemente intrascendentes pero que le confieren el tono adecuado al relato. Además, también figuran algunas escenas multitudinarias bien logradas, como los debates en el auditorio universitario o las marchas de los huelguistas. Son esfuerzos de producción que destacan.

Finalmente, a estos dos filmes mencionados se une “Los bañistas” (2015) primera película de Max Zunino con guión suyo y de su actriz protagonista, Sofía Espinosa. La película se sitúa alrededor de un plaza (La Romita) donde acampa un grupo de huelguistas. La protagonista, que vive en un edificio vecino, es una estudiante impedida de asistir a clases por la misma huelga y que, por el azar, se relaciona con unos jóvenes en paro que acampan en la plaza y con un vecino suyo, un viejo solitario que acaba de perder su trabajo (Juan Carlos Colombo). Ella, igual que los personajes de Los Caifanes y Güeros, asume con pasividad lo que sucede a su alrededor, es otra joven nihilista que está desinteresada de la política o de las ideologías, cuyo apuro primordial es resolver asuntos básicos, como tener dónde dormir.

En la ciudad de las marchas y los vidrios rotos, “Los bañistas” alude a la convivencia rutinaria de los habitantes con las manifestaciones, que se convierten en parte del paisaje urbano. De forma sutil se desliza una declaración de solidaridad al respecto, a pesar de que no hay una certeza sobre qué asunto es la causa de ese nuevo plantón. La protagonista negocia el acceso de Los huelguistas al baño del departamento que comparte con su vecino como un trato mercantil, pero no por simpatizar abiertamente con su causa. La protagonista se mueve despreocupada de todo ello, aunque la realidad la aturde en cierto momento de gravedad, como la represión policiaca de la que son víctimas los huelguistas. Así, la ciudad termina por invadir el espacio privado, la huelga entra hasta el departamento y la muchedumbre espera ansiosa, uno por uno, su turno al baño.

En estas tres películas la ciudad es representada con una presencia que va más allá de un catálogo de locaciones o de edificios simbólicos. Si bien están allí el Zócalo, la plaza, los departamentos, las avenidas, las fiestas y los cabarets, las tres películas tienen que ver con nuevas formas de relacionarse con la calle, con el ritmo de la ciudad, con sus espejismos y promesas que se han transformado radicalmente en 50 años. Son películas que develan una actitud del habitante de la ciudad, de navegar por sus rincones, sus peligros y sus emociones. Dentro del espíritu nihilista que comparten las tres cintas, también observamos la urgente necesidad de reflejarnos en el cine, de ver los confusos rostros anónimos y entender mejor las circunstancias íntimas que se expanden por las calles. Y es allí donde las tres películas encuentran su afinidad: en medio del caos, flota la posibilidad del enamoramiento y de la esperanza.

Por Hugo Lara Chávez

Cineasta e investigador. Licenciado en comunicación por la Universidad Iberoamericana. Director-guionista del largometraje Cuando los hijos regresan (2017). Productor del largometraje Ojos que no ven (2022), entre otros. Director del portal Correcamara.com y autor de los libros “Pancho Villa en el cine” (2023) y “Zapata en el cine” (2019), ambos con Eduardo de la Vega Alfaro; “Dos amantes furtivos. Cine y teatro mexicanos” (coordinador) (2015), “Luces, cámara, acción: cinefotógrafos del cine mexicano 1931-201” (2011) con Elisa Lozano, “Ciudad de cine” (2010) y"Una ciudad inventada por el cine (2006), entre otros.