Por Hugo Lara
Andrew Niccol, argumentista y guionista de “The Truman show” (1998), imaginó una historia que entrevera lo delirante y lo inquietante, y la escribió para que el director australiano Peter Weir realizara una comedia acerca del poder de la televisión. “The Truman SHow”, que ahora se puede ver en Netflix, fue una película que llamó mucho la atención en su año de estreno, por la temática que abordaba, por su ingeniosa premisa y por la actuación de Jim Carrey, que se reveló como una actor capaz de dar distintas notas interpretativas más allá de los gags disparatados y que refrendaría en la excepcional “Search Results Web results Eternal Sunshine of the Spotless Mind” (Michel Gondry, 2004)
La fantasía de Niccol-Weir discurre sobre un ingenuo personaje —precisamente el que le da el título a la película, Truman Burbank, encarnado por un irreconocible Jim Carrey—, un ajustador de seguros quien sospecha, con evidencias en la mano, que su vida entera es en realidad un serial de televisión… de mucho éxito, por cierto.
Después de llevar desde su infancia una vida ordinaria y ejemplar, Truman deduce, gracias a lo que se conoce en la jerga televisiva como errores de continuidad, que una fuerza extraña ha manipulado toda su existencia, inclusive sus relaciones más cercanas. Estas conjeturas son correctas: el productor Christof (Ed Harris), como creador omnipotente, ha distribuido 5 mil cámaras de video a lo largo de ese mega foro que es el pueblo de Truman —de idílico nombre: Seahaven—, para registrar cada movimiento y cada palabra de este incauto. Así se produce “The Truman show”, un teledrama que se ha mantenido al aire durante 30 años las 24 horas del día.
Justamente, esta película se asoma al debate de un tema que periódicamente se pone al día: el impacto de la televisión y su influencia social que, a decir de sus detractores, se ha convertido en una especie de fantasma alienante que amenaza al individuo, sobre todo señalada en “1984”, la visionaria novela de George Orwell publicada en 1949. Los motivos para creer en ello son suficientes para que la imaginación cinematográfica pueda concebir situaciones extremas, a veces con tino crítico y a veces con desmesura simplista.
Hollywood no se ha sustraído de este fenómeno y en repetidas ocasiones lo ha abordado, como en dos películas comteporáneas a “The Truman Show” que tratan el tema desde distintos enfoques, a la manera de una farsa política en “Escándalo en la Casa Blanca” (Barry Levinson, 1997), o como la anécdota sobre la onda expansiva de la noticia roja en “ El Cuarto Poder” (Costa Gavras, 1997).
Esta vez, en “The Truman show”, Peter Weir conduce el asunto a través de los terrenos del absurdo: el hombre que se descubre “conejillo de indias” de una gran confabulación —de un vouyerismo televisivo, de una mirada masiva que disfruta vigilarlo en secreto porque es una vida real, incluso, cuando se cepilla los dientes—; el personaje central de una telenovela que, paradójicamente, es el único que no está actuando y el único que ignora dónde se encuentra y para qué está sirviendo.
Desde sus primeras cintas australianas, en los años setenta, Weir se reveló como un realizador de buenas facultades, algo que refrendó con las estupendas “Gallipoli” (1981) y “El año que vivimos en peligro” (1983), aunque quizá, una vez emigrado a Estados Unidos, haya sido con “Testigo en peligro” (1985) pero sobre todo con “La sociedad de los poetas muertos” y “Matrimonio por conveniencia” (1990) con las que logró afirmarse en el gusto hollywoodense.
Weir es un cineasta inteligente y con oficio pero que no pudo conformar estrictamente una obra de autor. En todo caso, el suyo es un cine personal diezmado por la aplanadora de la industria que lo acogió. En su descargo, el australiano consiguió que en sus filmes prevalezcan ciertos vasos comunicantes: en “The Truman show”, como en algunas de las otras películas mencionadas, los protagonistas son creaturas prácticamente aisladas, encandiladas y sorprendidas por el mundo que les rodea y al que deben hacer frente, un poco arrojadas por el azar.
En esta cinta ese efecto tiene matices singulares para el protagonista, cuando su felicidad se perturba y se transfigura en un espejismo sofocante. Esto resulta una atractiva propuesta que se apoya en los amplios recursos de producción y en la buena interpretación del actor Jim Carrey. A éste, asombra verlo divorciado de su excesivo histrionismo que lo hizo famoso, características que para algunos son cualidades pero que Weir prefirió manejar con cautela pues, acaso, sólo le permite algunos guiños como para que no se olvide de quién se trata. Carey resulta un actor ideal para encarnar a Truman: el rostro cándido y atontado y la fama de una personalidad simple y espontánea le confieren credibilidad a este Truman, un personaje mediatizado quien ha tardado toda su vida para descubrir el gran engaño del que ha sido víctima.
Divertida y mordaz, en “The Truman show” el director saca provecho de una situación insólita y descabellada que precedió a los realities-shows que proliferarían en la década siguiente. Bajo esta fórmula lanza dardos sobre el espectáculo televisivo y sus abusos mercantilistas que, con una dosis de verdad, han hecho presa del teleauditorio y de la sociedad a cambio de conmoverlas y entretenerlas. Para eso, Weir crea un espacio —para quien lo quiere—, donde se vale cavilar y tomar de esta fantasía algo en serio (¿la sustitución de la vida por la televisión?, ¿el vacío individual y colectivo? ¿el anuncio del triunfo de la era virtual? ¿la televisión es mejor que la vida?). De cualquier manera, el espectador no se siente comprometido a responder estas u otras preguntas del mismo tenor: como en un show televisivo, el optimismo llega al rescate y el flujo emotivo del relato destruye a los intentos de frustrar un final feliz.
* Una versión de este texto fue publicado originalmente en la ya desaparecida revista Cinemanía.