Por Sergio Huidobro

Desde Morelia, Michoacán

A la cuarta jornada de competencia en Morelia hay que tratarla paso a paso. A diferencia de los días previos, marcados por cierto diálogo, más o menos intencional, entre las dos o tres películas del día, las de hoy se alejan una de la otra como el agua y el aceite. En las funciones vespertinas de estrenos internacionales, como “Yo, Daniel Blake”, “Manchester by the sea” o “La la land”, encuentro cierto piso firme que me pone a salvo de la selección nacional de esta edición, que para mi está sembrada de desconciertos e incertidumbre.


“Zeus”, la ópera prima de Miguel Calderón Rothenstreich, es una de las sorpresas positivas, escasas hasta ahora. El director es bien conocido en el circuito de las galerías, el arte contemporáneo y las becas de artes plásticas, en buena medida porque una parte de su obra aparece citada por Wes Anderson en “Los excéntricos Tenenbaum.” Como mi opinión sobre aquella vocación estaría descalificada por pura desinformación, me queda comentar su reciente conversión al largometraje de ficción, que no le ha salido nada mal.


“Zeus” parte de una premisa reminiscente de la primera película de Ken Loach, “Kes” (1969), sobre un muchacho solitario que se refugia en la cetrería para canalizar su rabia hacia la familia disfuncional con la que comparte techo. El Kes de Calderón, de nombre Joel e interpretado por el otrora escritor Daniel Saldaña París, es unos años mayor que el de Loach y no habita las barriadas obreras del norte inglés, sino un suburbio de clase alta a las afueras de la Ciudad de México. Vive solo con su madre, una neurocirujana prestigiosa y viuda que mantiene un affaire silencioso con un vecino. Ella y su halcón, Zeus, protagonizan una serie de sueños edípicos que intentan dar cuenta del drama interno de la adinerada, sobreprotegida y torturada conciencia del protagonista.


La cinta tiene más de una virtud. La depurada y madura fotografía de María Secco, por ejemplo, ayuda a vestir un guión –escrito por el director bajo la asesoría de Guillermo Fadanelli- que logra una atmósfera y un tono propios, lo que no es un logro menor si se le compara con el vendaval de lugares comunes que alimentan a varios cineastas de su generación, la nacida en los setenta. El libreto pasó por varias asesorías y tratamientos, tanto financiados, como el del Sundance Lab, y otros en talleres como el de Paula Markovitch. Se le nota para bien. La cinta logra dibujar a un protagonista interesante y suficientemente complejo; la madre (Ana Terán) funciona como un secundario de tres dimensiones, que dialoga emocionalmente con su entorno y evoluciona con naturalidad. “Zeus” es una de las notas aprobatorias de su sección.


En la otra esquina, “Tenemos la carne” de Emiliano Rocha resulta por mucho el descalabro más notorio en la programación nacional. No hay pistas suficientes que expliquen cómo es que un ejercicio de calado tan bajo, de gratuidad tan irritante, logró colarse al festival más relevante del país. Mezcla de porno sofisticado, videoarte estudiantil, performance atropellado y berrinche púber, “Tenemos la carne” intenta una metáfora contracultural –creo– de todo lo que el director, a los veinticinco años, considera un muro levantado contra su libertad creativa: incesto, coprofilia, canibalismo, necrofilia y ochenta minutos de etcéteras.


El asalto a los tabúes y la profanación de convenciones, en el arte contemporáneo, es liberadora, siempre bienvenida y, de vez en cuando, profundamente placentera. Excepto si, como en el caso que nos ocupa, se ejerce sin conocimiento de causa y con una ausencia apabullante de talento. Es probable que “Tenemos la carne” sea la peor película exhibida en esta edición del FICM, pero no radica ahí su gravedad. Tampoco en su infantilismo chirriante, vacuidad estética ni en su evidente sequedad intelectual. Es grave porque su inclusión en un festival de esta categoría lanza un mensaje equivocado: que esto, a pesar de lo anterior, puede pasar por cine si se le cobija en el marco adecuado.


Me tranquiliza confirmar que el presupuesto de la cinta, viene de cinco casas independientes y no de recursos públicos o fondos estatales, pero su legitimación en el circuito de festivales dinamita cimientos sobre los que se levanta el propio espíritu de cualquier festival que se precie: formar públicos, dialogar, abrir ventanas para la exhibición de propuestas que merezcan ese escaparate porque las audiencias, a su vez, merecen ser sus interlocutoras. La arbitrariedad de programar “Tenemos la carne” están en las antípodas de esa vocación. En todo caso, es el público el perdedor.