Por JJ Flores Hernández

Según la mitología griega las almas de las personas muertas debían elegir beber de una de dos aguas. Del río Lete, para olvidar las vidas pasadas y reencarnar en blanco, o de Mnemósine, para preservar la memoria en el porvenir del alma. En algunas actividades en vida, como consultar el oráculo, se sugería beber un poco de ambas como acto de balance y comunión. Lo que de ese mito sobrevive es la relación originaria de la memoria y el olvido como fuerzas del agua. No sólo eso. Mnemósine es también la que engendra Las Musas por lo que, a la postre, sólo entre ellas podrán comunicar la inspiración y la creación. La memoria, la inventora. Como mito, su naturaleza es oral. Como efecto, su narración ordena un mundo: la oralidad es vida de los pueblos y testimonio de su gente. En su cosmogonía, el mito y la oralidad, son transmigración de almas. El acto oralista no es nada más ordenar y explicar, es también enseñanza y comunión porque muestra cómo construir el lazo de las personas con sus deidades. Marcela Arteaga hace de la oralidad su fuerza y también su centro.

Para Raúl Ruiz la memoria es ministerio: se ejerce, se ocupa. Aunque también es, dice, un misterio: se desconoce, se reserva. Entre el mito como ordenamiento, la oralidad como transmigración y el ejercicio de la memoria está la presencia de la otredad. La memoria, la alteridad. En “El Ángelus” (1857-1859), Dalí desconcertado intuyó que había algo más. Al contemplar el cuadro de Millet se preguntó por qué más que paz, la disposición de los cuerpos de espaldas al ocaso en un llano, le producía inquietud. El misterio estaba también en preguntarse por qué parece que le rezan a una canasta. La inquietud de Dalí desplegó una investigación que después se convirtió en libro: “El mito trágico del Ángelus de Millet” (1963). Lo que el libro documenta es el descubrimiento de que en el centro de la pintura estaba el ataúd del hijo muerto. Millet, sugiere Dalí, muestra cómo lo real está siempre oculto y es vía las palabras que se le puede simbolizar. No era sólo un delirio, había algo más que a Millet turbó tanto que debió cubrir: no hay mito más que el de la tragedia. Arteaga evoca esos trazos, los de Millet, y esas investigaciones, las de Dalí, disponiendo en sus planos algo que lucha contra el horror transmutándolo en evocaciones, insinuaciones y metáforas. “El guardián de la memoria” (2019) es oralidad pictórica como lo son también los asfixiantes árboles de Egon Schiele, los fantasmagóricos rostros de Leonora Carrington o las sombras infinitas de Remedios Varo. Marcela Arteaga recurre a la conjura de la tragedia vía la plástica y la oralidad para que la memoria encuentre su cauce y produzca sus ecos. 

En “El guardián de la memoria”, después del también oralista “Recuerdos” (2003), Marcela Arteaga acude a Carlos Spector, abogado de migración oriundo de Guadalupe, Chihuahua, y residente en El Paso, Texas, para evidenciar las razones de las demandas de asilo político, así como dar testimonio de los desplazamientos forzados y el abandono de las vidas en las ciudades. En “Vuelven” (2017) Issa López habló, entre otras cosas, de las ciudades fantasma y la orfandad de las infancias. A partir de lo fantástico mostró la oscuridad de la realidad. Arteaga extiende esa oscuridad con más luz. En el documental hay siempre una iridiscencia que acompaña al cuadro, a los testimonios, a la desolación. Al igual que López, Arteaga nos muestra las calles vacías, las casas deshabitadas cuyas fachadas están pobladas por hierbas y colonias llenas de abandono. La historia, como suma de voces, es implacable. No hace falta que nos muestre una narcomanta, un cuerpo decapitado o un tiroteo, los testimonios lo recuerdan y narran. Arteaga toma la figura mitológica del guardián para acompañar el tránsito fronterizo de personas que se ven obligadas a migrar por la violencia que asola su ciudad Guadalupe para continuar la búsqueda de justicia y paz. El asilo, dice uno de los testimonios, es el último boleto de un ser humano para la vida y para seguir luchando.

En entrevista frente a cámara, Spector da cuenta de lo incomprensible que resulta que en el momento en que más seguridad hay en la zona fronteriza, el Valle de Juárez, es cuando más muertes hay. Hacia 2008 hay una pelea por la plaza pública en Ciudad Juárez que se sostiene entre grupos armados oficiales (policía municipal, federal, estatal y el ejército mexicano) que deja en desamparo a la población. La impunidad es una tradición sostenida por un sistema de corrupción y crimen autorizado, dice. Dos aportes teórico-políticos hace Spector frente a la cámara. El recordatorio de que por entonces nadie sabía qué era una desaparición forzada y el desmantelamiento de la idea de “crimen organizado” para virar a “crimen autorizado”. El estado de violencia en el país sólo puede tener explicación y razón a partir de que una autoridad, el Estado, lo permite. Sergio González Rodríguez también evidenció que el Estado mexicano es un Narco Estado. Spector y Arteaga, lo recuerdan, hacen eco. La impunidad no es una consecuencia de la violencia es la política de la violencia, afirma Spector. Saber que se tiene aval y que las consecuencias no serán graves, sostiene un sistema de gobierno infame.

Marcela Arteaga construye esperanza en la desolación.
En el fragor de los testimonios, ella coloca un silencio.
En medio de un llano, un espejo.
En el desierto, una lámpara.
En las ciudades abandonadas, la maqueta de una casa que migra llevando en su interior el recuerdo, las voces, el asilo.

Arteaga es oralista porque como el mito acompaña el tránsito de las almas aún en cuerpo a través de la frontera y el río. Un hombre cuenta su periplo, sus pérdidas. Poco a poco hizo negocio en el transporte, logró estabilidad y hasta fortuna. Un día, sin más, le comenzaron a pedir cuota para trabajar. Pasado el tiempo, su hijo se encontraba en un negocio de comida. Irrumpen en el lugar hombres armados que masacran a su hijo. Ocho o nueve balazos. Le dicen, de manera oficial, que fue un asalto. Él se pregunta por qué los únicos asesinados son su hijo y otra persona. Días después entra a la habitación de su hijo, la ve vacía. Fue ahí que me di cuenta, relata, que me mataron varias cosas. En ese momento tuvo que migrar e intentar salvar al resto de su familia. Se puede cambiar de ciudad, pero del dolor de perder a un familiar antes de tiempo, nunca. Arteaga es firme en sus evocaciones y sus certezas.

Mira mami, recuerda una mujer que le dijo su hijo, dos cabezas.

Carlos Spector no es nada más el defensor y el abogado es también un testimonio de la exclusión en primera persona. Ser el hijo del judío y vivir la humillación, la burla por ser el otro, el despreciado, afirma. Sería un error afirmar que Spector es empático puesto que la empatía es una estafa oficialista para capitalizar bondad y bienestar. Lucha por los derechos humanos porque hacerlo es también luchar por su identidad, por preservar su nombre, y la memoria de un pueblo.

La oralidad, porque es memoria, aspira a salvarvidas.

@JJFloresHdz
Lomas de Casa Blanca, Querétaro, Qro.
Veinte de agosto de dos mil veinte.