Por José de Jesús Chávez Martínez
Esta película dirigida por el ya experimentado Ernesto Contreras (ganador de un Ariel por la ópera prima “Párpados azules”, 2007) ha sido muy alabada por liderar las preferencias de los usuarios de Netflix en las últimas semanas (días, más bien). Los temas que aborda son pertinentes: la pobreza, el nomadismo laboral y la familia y la amistad bajo esas circunstancias, además de algo muy importante como la educación básica en nuestro país. No obstante, esta obra tiene su “detallitos”.
Ikal (Karlo Isaacs) es un niño que se la pasa viajando (y sufriendo) debido a que su padre trabaja como peón en la construcción de vías férreas, por lo que sufre al tener que dejar amigos luego de haberse habituado a un sitio. Él anhela vivir en un lugar de manera definitiva y no tener que transitar de pueblo en pueblo. La historia comienza cuando esta familia recién llega a una comunidad en la que Ikal apenas se está integrando, pero la maestra Georgina (Adriana Barraza), que trabaja en la escuela instalada en un viejo vagón de tren, lo obliga a inscribirse pues el niño no sabe leer aun cuando ya está en la preadolescencia.
Ikal se relaciona con otros tres niños: el “Tuerto” (Ikal Paredes), “Chico” (Diego Montessoro) y Valeria (Frida Cruz), con quienes forma una pandilla que hace travesuras, juguetea, discute, trata de ser feliz, etc. Chico realmente es ya un jovenzuelo de rasgos sajones que al parecer no tiene familia, es rudo, rebelde y hasta ladrón, aunque se avienta unas frases subversivas en contra de los patrones caciques. El Tuerto es medio filósofo y Valeria es tierna, aunque a veces dura, a veces comprensiva. La relación que guardan con la maestra es cercana, pues la docente se las ingenia para conminarlos a estudiar.
Por otra parte, se cuenta de manera alterna la historia del joven profesor Hugo Valenzuela (Memo Villegas), un inspector de zona de la Secretaría de Educación Pública (SEP), cuya labor es notificar a los directores el penoso cierre de sus respectivos planteles escolares rurales utilizando la excusa oficialista de que se trata de una reforma educativa por el bien de todos. Obviamente Hugo no está contento con este trabajo burocrático, ni en oficina ni en campo, porque si bien en apariencia es políticamente necesario, en realidad es abyecto. Así transcurre el relato y lo que se espera es que Hugo llegue a la escuela–vagón y la cierre, mientras los niños experimentan vivencias de todo tipo, encontrándose con su existencia, adquiriendo conocimientos, haciendo travesuras, pero Ikal sufriendo con la amenaza de una nueva mudanza, con su madre enferma y la vida de su padre diluyéndose por el arduo trabajo en la instalación de rieles.
Cabe mencionar que la historia se verifica aparentemente en los años 80 (la época no se especifica; si alguien notó algo al respecto, por favor háganmelo saber), ya que aparecen máquinas de escribir mecánicas, el antiguo logo de la SEP, la motocicleta y casco de Hugo, vehículos, el entonces tren de pasajeros que ya no existe y otras cosas.
Los personajes están delineados con una intención sensiblera con tal de tocar los corazones de los espectadores, ya que la mayoría son niños de una comunidad rural que tratan de ser felices, como todo infante, a pesar de sus carencias en casa y en la escuela. Pero esa construcción de los personajes se desvía un tanto de la realidad, pues estos son unos menores extremadamente reflexivos que utilizan un lenguaje más de adultos y bromean entre sí con alta precocidad, propia de jóvenes de preparatoria. Sus fantasías son poco creíbles y el entorno semeja más un ensueño que el mismo contexto que pretende reflejar, por ejemplo, el circo europeizado que llega a la comunidad con artistas y figurines de alta escuela: nada que ver con los modestos espectáculos que recorren las rancherías y comunidades campiranas.
En cuanto a la forma, la película es ciertamente preciosista, con encuadres llenos de sentido gracias a un color apagado que reafirma las condiciones de vida de los personajes. La música siempre acompaña la grandeza de las existencias infantiles y adultas a pesar de las circunstancias. Las escenas no siempre están bien logradas, como aquella de la competencia de natación en la laguna entre Chico e Ikal donde el perdedor debía “disparar los helados a toda la banda” (¿así hablan los niños de un pueblito, igual que los de un barrio?), o cuando el mismo Chico, que entra y sale fácilmente a una hacienda, libera a unos borregos del patrón pues para joderlo.
Sin embargo el clímax es muy bueno, cuando finalmente Hugo llega al vagón escolar. Ahí sí que toca las fibras sensibles y se entiende perfectamente por qué. En esa escena él se revalora como profesor, se rinde homenaje a la maestra Georgina y se reafirma el papel del alumno como receptor activo que, bien encauzado, puede generar su propio futuro.
“El último vagón” tiene sus claroscuros, pero es muy preferible a las Fridas manchadas y otras aberraciones (esas “retóricas vacías” como las calificó Guillermo del Toro) que han surgido y que se siguen produciendo en el panorama fílmico nacional.
Título original: El último vagón. País: México. Año: 2023. Dirección: Ernesto Contreras. Productores: Mónica Vértiz, Alejandro Cortés, Rafa Ley, María José Córdova. Productor ejecutivo: Ernesto Contreras. Guion: Javier Peñalosa, basado en el libro de Ángeles Doñate. Fotografía: Juan Pablo Ramírez. Diseño de producción: Antonio Muñohierro. Edición: Jorge Macaya. Música original: Andrés Sánchez Maher, Gus Reyes. Intérpretes: Adriana Barraza, Memo Villegas, Kaarlo Isaacs, Diego Montessoro, Frida Cruz, Ikal Paredes, Tere Espinoza, Jero Medina, Fátima Molina, Blanca Guerra, Adrián Vázquez.