Por Manuel Cruz
Cruzderivas@gmail.com
De niño, odiaba los museos. Largas horas de pie, viendo enormes cuadros junto a decenas de personas, en busca de un secreto oculto. ¿Y para qué? Con los años, ya no fue tan difícil enfrentar el aburrimiento, hasta que un día este desapareció, y poco después fue reemplazado por los secretos detrás del cuadro.
Ver “Perros perdidos” es una experiencia similar a ver una pintura impresionista: De lejos, con fotografía de planos abiertos, muestra imágenes aparentemente normales de la vida en Taipei, en la punta norte de Taiwán. Pero al observar más de cerca, lo que hay es un retrato brutal de la miseria en su peor estado: la ignorancia. El secreto detrás de sus tomas adquiere sentido velozmente, y fuera de un terreno simbólico: en esta cinta la pobreza se ve, lejos de adornos morales que la condenen o propongan una solución próxima. Más que nada, sigue a dos niños y un hombre (los perros) perdidos entre el día y la noche, que de alguna forma sobreviven.
Es una película estrictamente contemplativa: toda la información que pueda conformar su historia viene directamente de cada imagen, más lenta que la anterior, pero también desvela su secreto más astuto y terrible: La imagen, de vez en cuando, tiene un carácter sinestésico, capaz de invocar emociones más allá de lo racional. Esto sucede en “Perros Perdidos”, donde a la mitad de la cinta ya estaba buscando que todo acabara por el horror en pantalla.
Es una película que vale la pena ver, por la diferencia narrativa que propone, aunque no es para los más arraigados a la acción veloz (la última secuencia bien podría haber durado 7 veces menos) e incapaces de pasar por algo genuinamente fuerte, pero real.
“Perros perdidos”, Tsai Ming-Liang, Taiwán-Francia, 2013.
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