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Sólo los recalcitrantes defensores del cine de Terrence Malick no han
abjurado este domingo en Venecia del papanatismo intelectual empeñado en
ensalzar a un cineasta que bajo una muy hermosa apariencia y una
elevada pretenciosidad ha sido considerado el mejor cineasta
estadounidense vivo. Su película “To the wonder”, es la versión
descarnada, con mayúsculas y subrayados, de su cine, que intenta ser
intenso y profundo, pero sufre de un problema grave: su autor es incapaz
de contar una verdadera historia, y aparenta ser más bien un
improvisador al que le sobran buenas intenciones y exige una complicidad
no siempre fácil con el espectador. No en vano rodó y rodó, y sobre
todo montó y remontó, quitó personajes, y al final le ha salido algo a
ratos bello pero vacío, innecesario. La cuota de cine israelí que todo
festival parece obligado a tener, “Lemale et ha’chalal”, nos acercó a la
una de las ramas más ortodoxas y radicales del judaísmo, el hasidimo.
Como haría Javier Bardem convertido en sacerdote en la película,
vamos a sincerarnos y ha reconocer el pecado: No me gusta el cine de
Terrence Malick. Mea culpa… La historia del cine, y especificamente la
del cine que aman muchos críticos y los festivales programan, está
repleta de talentos sobrevalorados. Sencillamente, porque hacen algo
diferente de la “mainstream” y lo venden con todos los ingredientes de
la iluminada genialidad.
Malick, considerado genio entre los
genios, era conocido por su escasa pero intensa y elogiadísima
trayectoria. De repente, el cineasta que huye de explicar su cine, no da
entrevistas, ni siquiera se deja fotografiar, como si fuera el Dios de
su propia religión, alejado de la plebe e incluso de sus fanáticos
seguidores, cambió de chip, y tuvo la urgencia de rodar y rodar. De ahí
que desde “El arbol de la vida” le haya dado por hacer más películas que
en el período que va desde su debut en 1973 hasta la década actual.
Ahora tiene cuatro más ya filmadas a la espera de su postproducción y
lanzamiento.
Lo peor no es que Malick se considere un Dios del
Séptimo Arte, sino que los demás lo crean también, y hasta actores
consagrados se entreguen a la fe dispuestos a todo, incluso al
sacrificio personal que implica rodar con él para luego no salir en
pantalla. Así les ha sucedido a intérpretes consagrados como Rachel
Weisz o Michael Sheen (hay más) que fueron convocados para “To the
wonder” y desaparecieron en la mesa de edición en la que el “genio”
trabajó meses y meses.
No es difícil deducir que el guión escrito
con el que trabaja es sólo una base, y que el real lo escribe en
imágenes frente a la computadora según monta la película, de manera que
con él todo es imprevisible. Filma mucho, dicen los que han colaborado
con él, y luego selecciona. Esta forma de trabajar puede dar buenos
resultados, pero también -y es lo que ocurre con “To the wonder”- puede
dar lugar a cualquier cosa.
En esencia, esta narración que
algunos han emparentado con “El árbol de la vida”, aunque su previo
trabajo tenía bastante más sustancia y dentro de su trascendentalismo y
pretenciosidad no llegaba a estas cotas, sigue a una pareja de
enamorados, él estadounidense, ella europea, que desde Francia se
instalan en la América profunda, Oklahoma, donde esa relación sufre una
paulatina decadencia. El (Ben Affleck, muy poco hablador y casi
inexpresivo) vuelve a ver a una antigua amiga de la infancia (Rachel
McAdams), mientras que Ella (Olga Kurylenko), hiperkinética, se refugia
en un cura también extranjero (Javier Bardem), quien a su vez está lleno
de dudas e incertidumbres sobre su propia fe, y acostumbra a
transmitirlas en off.
Las casi dos horas de película, ilustradas
por la espléndida fotografía de Emmanuel Lubezki, su cómplice desde “El
nuevo mundo”, es un cocktail de silencios, bellas imágenes, una banda
sonora romanticona, diálogos (o casi más monólogos) tan escasos como
filosófico-pretenciosos, con una clara vocación de trascendentalismo,
pero en suma hueco y sin alma, al menos una con la podamos sentir un
mínimo de empatía.
Mucha fue la decepción, incluso entre los
defensores de “El árbol de la vida”, pero esto es un festival, y no hay
que descartar que a pesar de todo el peso del nombre haga considerar al
jurado que merezca algún tipo de recompensa. Si nos atenemos a la
opinión mayoritaria de la prensa aquí desplazada, no la merecería.
Por
su parte, la judía estadounidense (pero formada cinematograficamente en
Israel) Rama Burshtein debuta en el cine de ficción para dar a conocer
las interioridades de una de las ramas más integristas del judaísmo, el
hasidismo, sometida a estrictas reglas sobre sumisión, tradicionalismo,
separación de sexos y otras de esas lindezas que el occidental medio
considera sólo potestad de los musulmanes radicales.
Ella misma
es afín a esta creencia, a la que ha dedicado documentales y
conferencias, y nada más lejos de su intención que -pese a su condición
de mujer- criticar o discutir sus principios. Puede resultar interesante
en un momento dado como documental antropológico, pero como historia
dramática, como película, carece de los valores precisos para estar
donde está, aquí en el Lido.
Con frecuencia nos preguntamos si
existe una ley escrita por la cual los principales festivales europeos
deban cubrir una especie de cuota de cine israelí, sin mirar a su
calidad intrínseca. Sobre todo considerando que Alberto Barbera, el
director de este festival, ha marginado absolutante al cine en nuestro
idioma de su selección, cabe platearse si realmente es peor que la
apología ultraortodoxa “Lemale et Ha’chalal” (Llenar el vacío),
financiada por Israel a pesar del origen estadounidense de su autora,
quien compareció con la cabeza cubierta con un pañuelo multicolor
siguiendo las normas de su fe.