Por Sergio Huidobro
Desde Cannes

El Grand Palais, sede neurálgica del Festival de Cannes y escenario de su inauguración, es uno de los edificios más feos en La Croisette, la costera que divide a la playa (tapizada de carpas para fiestas privadas) de los hoteles. El “Palé” es un centro de convenciones construido a finales de la década de 1970 en sustitución de un recinto anterior, en vista de la creciente afluencia del festival. Durante el resto del año acoge ferias y exposiciones, pero nada como esto.

Funciona como el entorno habitual para un glamour veraniego cuidadosamente diseñado, con vestidos de gala enmarcados por el mar y los veleros que se pasean sin prisa a la distancia. Pero el lugar, propiamente dicho, es bastante feo: más original que funcional, avejentado en su afán de vanguardismo, simplón y cansado para caminar.

Una sensación similar despierta la función inaugural de este año: “Grace de Mónaco”, de Olivier Dahan, es una película tibia y prefabricada, tropezona, flaca, sin vida y por momentos ridícula. Es un banderazo que desluce en lo fílmico pero que, en un movimiento bien calculado, genera un alud de notas de prensa alrededor de una cinta torpe y desestructurada que no está a la altura de la expectativa construida sobre ella. Un festival de clase A, heredero de una tradición que se remonta a 1946, ha hecho una reverencia ante el periodismo del corazón. Su director, Gilles Jacob, se ha despedido de Cannes con una apertura que confunde la elegancia con la farándula y la clase con lo pomposo. Las primeras reseñas serias fueron las risas de la prensa durante la proyección, y probablemente sean las únicas.

Afuera, intentar acercarse a la alfombra roja puede ser infernal, pero es una experiencia necesaria para cualquier asistente a Cannes: el desfile de Renault negros que se detienen a la entrada del Palais, las puertas que se abren al unísono por varios guardias uniformados, la salida del auto de las estrellas (sea Bérénice Bejo o Pablo Trapero, en ese momento todos son estrellas), el grito de cientos de entusiastas apiñados en la vallas, el ejército de cámaras disparando a mansalva: todo es tan grotesco, tan vivo y tan teatral que hay que verlo para creerlo. O al menos, para constatar que todo parece más caro, más grande y menos vulgar cuando se ve por televisión.

En sentido estricto, Cannes empieza mañana, cuando el gran Mike Leigh pise la alfombra roja para presentar Mr. Turner, una de mis grandes apuestas personales. Se presenta también Timbuktú, de Abderrahmane Sissako, que hoy ya generó varias simpatías en su pase para prensa. Las selecciones paralelas a la oficial (Una Cierta Mirada, Semana de la Crítica y Quincena de Realizadores, cada una con un perfil y espíritu bien delimitados) inician mañana también.

Hoy, de noche, los restaurantes ya lucen llenos. Por un mandato entre divino y constitucional, algunos precios se han doblado de ayer para hoy. Un taxista lo comenta con una sonrisa en el rostro y me dice: “Nadie tiene mala fe. Son las dos semanas del año en las que uno puede hacer dinero aquí, y si se puede, hay que hacerlo.” Yo vengo de México, ¿como puedo negarle eso?