Por Pedro Paunero

La película de ciencia ficción de Alexander Andriyevsky, “Pérdida de sensación; robot de Jim Ripple” (Gibel Sensatsii, 1935), comienza con unas plácidas vistas de los muelles y de gente desempleada, todavía adormilada, que ocupa las bancas, y hasta los huecos que la arquitectura ofrece, como lugares donde poder descansar. El sol arranca visos cegadores en el agua, y algún barco recala en el puerto, con su chimenea humeando.

En una planta industrial, gracias a aparatos que, hoy en día reconoceríamos como “retrofuturistas”, se da la orden de que los estudiantes Hamilton Grim (Virgil Renina) y Jim Ripple (Sergey Vecheslov), tomen notas de cómo se les somete a un “estudio de cronómetro”, es decir, a un experimento sin su consentimiento, a un par de obreros en la planta de ensamblado, en el que verán acelerada la velocidad en la línea transportadora (denominada “la rueda del diablo”), para probar la eficiencia de que son capaces, apretando tuercas y tornillos. Los dos estudiantes comentan entre sí, tomando el tiempo en los cronómetros. Hamilton opina que aquello es un crimen. Jim, aparentemente ajeno al sufrimiento de los obreros, que tan “sólo es un experimento, y económico, a sólo 40 dólares por minuto”. La máquina se acelera. El obrero intenta ir más rápido hasta que, por fin, cae desmayado sobre la plataforma que gira. Su compañero grita enloquecido, “¡Más rápido, más rápido, más rápido!”, apretando con los dedos tornillos que sólo están en su imaginación, en una escena que parece inspirada en aquella en la que Charlot, en “Tiempos modernos” (Modern Times, Charles Chaplin, 1936), sufre la misma experiencia sobre la banda transportadora.

“Pérdida de sensación” demuestra cómo las ideas socialistas y los conceptos tecnocráticos de la “Metrópolis” de Fritz Lang y que, un año después aparecerían en la citada película de Chaplin —la cinta de Andriyevsky precede en un año a la del británico—, así como los aspectos más sombríos de la primera, fueron asimilados y retomados para realizar una ácida crítica comunista al mundo capitalista: “Se suponía que los nervios del proletariado eran más fuertes”, es la frase que expresa Jim, cuando retiran al obrero, medio enloquecido, de la rueda. Vemos después a Jim en un restaurante, pensativo, mientras unos millonarios comentan sobre el suicidio de un banquero, unas cigarreras ofrecen sus productos, los músicos tocan jazz y otra mujer vende “muñecos automáticos” al público. De regreso a casa, Jim olvida el muñeco en el transporte, y se pone a hacer cálculos en un pizarrón. Su esposa le inquiere sobre la máquina que ha desarmado para estudiar, y Jim le explica que “hay que destruir el capitalismo”.

El país en el que este aspirante a ingeniero vive no es Estados Unidos, pero podría serlo, y el día que, tanto amigos obreros como familiares celebran su próxima graduación, Jim presenta su invención, un autómata —es el término con el que se refieren a este primer invento—, llamado “Micrón”, “capaz de hacer de todo”, que obedece —por su sistema de radio incluido— a una serie de sonidos emitidos por un silbato, por parte de su creador. “El capitalismo es una herramienta por la esclavitud de las máquinas; las máquinas invaden la vida de las personas”, explica Jim, por lo tanto, él ha inventado un artilugio que sustituirá a los obreros en las fábricas, con lo que el capitalismo será destruido al bajar los precios de los productos. Sus compañeros se quedan azorados. Su hermano mayor, Jack (Vladimir Gardin), lo considera un traidor, pues a lo que sus ideas podrían llevar realmente, considera, es a dejar a todos sin empleo. “Las manos de las máquinas serán las del capitalismo”, le explica al ingenuo hermano. La película es un curioso cúmulo de ideas contrapuestas —¿por qué no querría alguien liberarse de la esclavitud del sistema de producción, sea capitalista o comunista?—, ensombrecidas por la ideología que pesa sobre toda la historia. Los obreros quieren seguir siendo obreros, siempre que su estado de servidumbre sea bien remunerado, y convenga a prestaciones sociales que les permita una “buena vida”. El estado mental que privaba entonces en occidente —la Gran Depresión Económica—, bien podía encontrar un asidero, una tabla de salvación, por endeble que esta también fuera, en el comunismo; la película refleja estos temores y los proyecta en el terreno de lo imaginario, incluso del divertimento, como se evidencia en varias escenas: los robots, de aspecto risible para los estándares actuales —más bien juguetes que van del tamaño natural a los de varios metros de alto, no son, después de todo, tan ridículos como los que vendrían después en las producciones de Hollywood—, se ponen a bailar al son del saxofón de su creador.

“Pérdida de la sensación” es una adaptación, por parte del guionista Georgy Grebner (posteriormente condecorado por el partido comunista), de la novela “Vienen los robots” (1929), del escritor ucraniano Volodymyr Vladko, una edición más corta de la novela, posteriormente ampliada, titulada “La rebelión de hierro”, que sería publicada un año después del estreno de la película, que aún sería corregida y aumentada, en una versión definitiva, en 1967. Son claros los elementos que el realizador tomó, así mismo, de la influyente, y legendaria, “R.U.R.” (“Rossumovi univerzální roboti” o Robots Universales Rossum, siendo Rossum la compañía que fabrica estas máquinas) del autor checo Karel ?apek, publicada en 1920, aunque ninguno de los originales aparezcan acreditados en la película. Esta última fuente resulta obvia en la escena en la que Jim presenta su primer robot gigantesco ante los políticos y personajes de la nobleza que se interesan en el invento. Hamilton, minutos antes, los ha convencido de las bondades de los “robots”, Jim entra al salón, abarrotado de estos estirados sujetos, les da la espalda por un segundo para cerciorarse que las puertas son lo suficientemente altas, toma asiento, le entregan el saxofón y el robot entra triunfalmente, sorprendiendo a todos. En su pecho metálico puede leerse: RUR, que Jim explica como “Trabajador Universal de Ripple”, recordando el origen checo de la palabra “robota”, es decir, trabajador esclavizado. Con esto, la cinta de Andriyevsky se inscribe como la primera, en la historia del cine, en aludir a los “robots” de RUR directamente, fuera de las puestas en escena de la obra, en una película en la que resulta curioso el uso de intertítulos en lo que ya es un filme sonoro, a la manera de aquellas “talkies” que incorporaban secuencias sonorizadas, con escenas silentes.  

?apek, al escribir su obra de teatro, estrenada en 1921 en el Teatro Nacional de Praga, tuvo siempre presente la leyenda judía del Golem, que circulaba desde el Siglo XVI en el gueto de Praga, y la novela de Gustav Meyrink, publicada en 1915; su hermano Josef había creado el término “robot”, con lo que evitaba utilizar el término más antiguo “autómata”, que designa a los muñecos antropomorfos y zoomorfos, capaces de imitar los movimientos humanos, como el denominado “Turco”, inventado por Wolfgang von Kempelen y propiedad de Johan Maezel, a la muerte de von Kempelen, cuyo mecanismo intentó develar Edgar Allan Poe en su cuento “El jugador de ajedrez de Maezel”. En realidad, en la obra de ?apek, los personajes no se refieren a las creaciones actuales que denominamos como robots, sino a una especie de precedentes de los “replicantes” de la película “Blade Runner”, los clones biológicos y hasta los Ciborgs, cuyas piezas (orgánicas) son ensambladas en cadenas de montaje. 

En RUR, los robots piensan, en “Pérdida de sensación”, Jim se supone capaz de añadir a sus inventos el pensamiento, pues sería este un acto proveniente de lo material. Los políticos, nobles e inversores —es decir, todos personificaciones del mal para los comunistas—, alaban el invento y condecoran a Jim, a quien se opone una débil voz, por parte de un anciano tembleque y que apenas puede articular palabra que opina que aquello, “en plena crisis”, no es sino “una locura”. A lo que un general responde esclarecedoramente, “Nunca he oído hablar de una crisis en la industria militar”.

Con la guerra cerca, los inversionistas ordenan la fabricación masiva de los R.U.R.s con fines bélicos, controlados, como los anteriores, por ondas de radio, con el añadido de que Jim puede ver lo que los nuevos R.U.R.s ven, a través de un aparato de televisión. Mientras todo esto sucede, los obreros se aprestan a la huelga, y encuentran en Roy, quien se ha ocupado de desentrañar el mecanismo de Micrón, destruido por Jack, en el saboteador de los R.U.R.s.

La secuencia final, en la que los R.U.R.s se enfrentan a los obreros, hace de “Pérdida de sensación” una de las primeras películas en las que robots gigantes atacan a una población, con el antecedente de la incompleta “El hombre mecánico” (1921), de André Deed, y las posteriores cintas de Serie B, “Invasores de otros mundos” (aka. Objetivo: la Tierra; Target Earth, 1954) de Sherman A. Rose, y “The Earth Dies Screaming” (1964), de Terence Fisher, que se parece sospechosamente a la anterior, y ya sin la carga ideológica, hasta los robots invasores de la película Dieselpunk “Capitán Sky y el mundo de mañana” (Sky Captain and the World of Tomorrow, 2004), de Kerry Conran.

Las escenas finales, en las que los R.U.R.s se vuelven contra los industriales y militares en una desatada guerra civil, con los obreros armados, avanzando y disparando de entre las piernas gigantes de los robots, puede entenderse como la rebelión y venganza de los esclavos mecánicos, en esta fantasía marxista sobre la lucha de clases.  

 

Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.