Por Pedro Paunero
Arturo (Vanni de Maigret), recuerda con profunda nostalgia su vida en la Isla de Prócida, adónde su padre, el rubio Wilhelm (Reginald Kernan), apodado el “medio alemán”, lo abandona, al irse a pasar desde algunos días a seis meses en alta mar. Cuando el padre vuelve, los días que Arturo pasa a su lado son los más felices y extasiados, aunque Wilhelm, como lo llama familiarmente, parezca siempre desinteresado y lejano para “el Moro”, como llama a Arturo, por su cabello negro y piel tostada, herencia de su madre, muerta en el trabajo de parto, como añorando la vuelta a un lugar que lo reclama, que lo hace suyo y separa del entorno familiar. Un buen día, Wilhelm regresa casado con la hermosa, virgen y menor de edad, Nunziata (Key Meersman, en su segundo y último papel para el cine, pero siempre recordada como la “joven”, en la película menos visible de Luis Buñuel, “The Young One”), que va por ahí con cara beatífica, a pesar del asombro que le cause su nuevo estado civil.
La noche de bodas –Nunziata ha llegado, incluso, con arroz en el cabello-, Arturo escucha los gritos de la desigual pareja en el cuarto contiguo, especialmente los de la muchacha que, en una escena anterior, en la cual hemos visto a Wilhelm sentándola en sus piernas, intentando besarla, trata de apartar a su poco delicado esposo de sus aproximaciones sexuales. El chico, que tiene apenas quince años, se descubre atormentando a la muchacha, evadiéndola, maltratándola y hasta ignorándola cuando, durante una de las tantas como largas ausencias del padre, se queden solos en la casa. Pronto adivinamos que el maltrato se debe a una energía sexual adolescente mal encaminada, apenas naciente, incomprendida en su pleno despertar. Arturo se ve experimentando sentimientos contradictorios, tan atormentadores como febriles y, así mismo, dulce amargos. Cuando Nunziata le comunica a Arturo que está en cinta, las cosas se complican. El muchacho se aproxima a ella, en un intento de beso que, a pesar de las reticencias, se nos revela como largamente deseado por parte de ella. El niño nacerá, pero el padre, a su regreso, se mostrará cruelmente indiferente.
La película “La isla de Arturo” (L´isola di Arturo, 1962), dirigida por Damiano Damiani, y excelente adaptación de la novela de Elsa Morante, se caracteriza por una atmósfera de tensión sexual establecida entre Wilhelm, Nunziata y Arturo. Percibimos la electricidad en el ambiente, siempre a punto de estallar, siempre al borde de alcanzar al triangulo –y a los demás que los rodean-, en un nudo corredizo. El ambiente oscuro, suponemos húmedo, caliente, de la Casa del Señor de Amalfi que, dada en herencia por deudas bancarias, habitan Arturo y su padre, muy venida a menos aunque todavía señorial en su ruina, posee ventanales que dan al mar y a un islote penitenciario, cuyos habitantes, retenidos muy a su pesar, serán condenados por Nunziata, que comprende que están ahí, prisioneros, por sus malas acciones. Esta casa, amplia, pero mohosa, tiene fama de maldita para con cualquier mujer que se atreva a habitarla, y la pasión –comprendida en su definición más pura, es decir, en la de “padecimiento”- aumenta cuando Arturo se entrega a la voluptuosa Teresa (Gabriela Giorgelli), que lo inicia sexualmente, aunque el nombre que pronuncie en la cama de la aventajada mujer sea el de Nunziata, su madrastra.
Pero ¿a qué se deben las prolongadas ausencias de Wilhelm, aun cuando tiene a un hijo como Arturo, esperándole siempre, eternamente, en la isla y, sobre todo, cuando ha dejado atrás a una esposa tan bella, joven y embarazada, como Nunziata? Al regreso de su padre, el adolescente lo sorprende al pie del promontorio donde se levanta la cárcel, gritando, ansioso, un apellido: “Stella”.
Tonino Stella (Luis Giuliani), se trata de un desagradable mafiosillo que escapa de la prisión, y chantajea a Wilhelm a su antojo, sabiendo que el “medio alemán” hará lo que sea por él, presa de su propia pasión. Esta escena, que podría pasarse por alto y que, en realidad, explica la indiferencia que Wilhelm sostiene contra su esposa e hijos, así como el resto de la cinta, puede entenderse como una proyección que Elsa Morante imprimió en su obra, siempre que sepamos que ella le había contado una mentira al escritor Alberto Moravia -con quien terminaría casándose, a pesar de que el amor nunca echó raíces-, la de haber estado enamorada de un lord, inglés y homosexual, que habría sido asesinado por su amante, con ella como testigo. Esta obsesión con el varón homosexual, ingenua y dolorosamente ardiente, posteriormente mantuvo a Morante enamorada de Luchino Visconti, aun cuando el célebre director no pudiera corresponderle, y se prolongaría, todavía más, por su amistad con Pier Paolo Pasolini.
“¡Stella!”, grita Wilhelm, y el filme se nos revela de súbito, sorprendente, como un eco de los marineros mortales –porque hacen padecer muerte, a través de un asesinato por navaja, por penetración- de la novela de Jean Genet, “Querelle”, y la película de Rainer Werner Fassbinder. Una sola escena, en absoluto explícita, pero tan significativa como un tratado de Freud.