Por Sergio Huidobro
Desde Morelia
No ha sido sencilla la relación del cine nacional con los estados del norte, ni con la otra capital, la de arriba, la del Fundidora y el Cerro de la Silla. ¿Qué piensa uno cuando dice cine mexicano del norte? ¿En los vastos sets de western en Durango? ¿En Piporro? ¿Videohomes desérticos ambientados entre narcos y corridos? ¿En las biopics de Juan Gabriel? No parece haber puentes sólidos que comuniquen al celuloide norteño con la industria centralizada de la capital que, por muy lejos, ha extendido brazos hacia Guadalajara o el Bajío; por alguna o varias razones, el cine norteño nunca parece alcanzar el estándar de sus paisanos en literatura, artes plásticas o música.
Por eso, la selección de cine de factura regia, ofrecida por el 17º FICM en su competencia de ficción, es algo para destacar. Ya comentamos aquí dos piezas extraordinarias, “La paloma y el Lobo” de Carlos Lenin y “Ya no estoy aquí” de Fernando Frías. Hoy nos ocupamos de dos piezas problemáticas por razones distintas. Primero, uno de los puntos flacos de la competencia:
Muerte al verano
Aunque Sebastián Padilla, director de esta ópera prima, asegure que su intención sea evidenciar las formas en que la sociedad regia ha naturalizado la violencia del narco hasta vivir con ella hombro a hombro, lo cierto es que “Muerte al verano” padece de ese mismo mal: la de estar narrada por alguien quien, sin entender del todo la violencia ni sus secuelas, elige descafeinarla, ponerle música y presentarla como un elemento más del paisaje.
Sus protagonistas, una banda de metal adolescente liderada por Dante (Yojath Okamoto) y por la nueva vocalista y novia de su hermano comatoso, Lucy (Ana Valeria Becerril), tienen una semana antes de librar una prueba de fuego: ser teloneros para una potente banda de death metal nórdico que tocará en Monterrey. Día tras día, la relación entre Lucy y Dante deambula entre el antagonismo, el romance juvenil y la friendzone, sin que ninguna de las tres llegue a consumarse. Al mismo tiempo, Lucy comienza a salir con otro miembro de la banda, mientras vive a solas su incertidumbre sobre el futuro.
En medio de esto, que lo mismo podría suceder en una prepa de Oregon que en Monterrey o Buenos Aires, intuimos la devastación causada por el crimen organizada en Nuevo León: un cadáver entre escombros, un automóvil de sicarios que le da un aventón a la pareja en una escapada nocturna o el zumbido de noticieros a los que nadie presta atención. Sin embargo, ni la forma, la estructura, el ritmo ni el desarrollo de los personajes parecen interesados en explorar esta oscuridad más que por compromiso superficial, pose o para aportar una capa artificial de profundidad dramática o seriedad al relato. “Muerte al verano” no dice nada sobre el tejido social regiomontano, excepto que está ahí.
Filmada con ligereza pop y diseñada con la precisión de un video musical –el diseño es la profesión principal de su director, lo que explica la hechura de una película que parece más ejecutada que pensada–, la cinta tropieza también al presentar una mirada del death metal completamente incolora y sin sabor, despojada por completo de la rabia, el nihilismo o el virtuosismo técnico propios del género. Lo que tenemos son personajes con un desarrollo tan esquemático que parecen cambiar de motivación y psicología de acuerdo a los caprichos de la trama. Al final, importa poco quienes son o qué es lo que cada uno estaban buscando, pues su homogeneidad se pierde detrás de los lugares comunes.
Cindy la Regia
Presentada fuera de competencia en una función especial, la adaptación de la tira cómica de Ricardo Cucamonga a cargo de Catalina Aguilar Mastretta y Santiago Limón fue una revelación en los márgenes del cine industrial mexicano y, en especial, de ese género yermo y casi siempre mediocre al que nos hemos acostumbrado tanto: la comedia romántica.
Pese a repetir muchos de los elementos habituales de ese campo –Actuaciones de Diana Bovio o Regina Blandón insertas en su zona habitual, hombres con barba y bigote Condesa hip o Polanco chic, ambientes laborales contemporáneos, impecables, fraternos– , “Cindy la Regia” funciona porque sus realizadores tienen el empuje creativo para infiltrar un género de masas y hacer con él algo distinto, más valiente, mejor acabado, bien escrito, bien montado, sin perder audiencia en el camino.
El personaje protagónico, Cindy (Cassandra Sánchez Navarro), huye de una casona minimalista familiar en Monterrey –perdón, en San Pedro Garza– después de una desastrosa propuesta matrimonial en público que la convierte en uno de los elementos más problemáticos de la alta sociedad neoleonesa: una quedada… de 25 años.
Su única posibilidad de huida es la Ciudad de México, en concreto, el departamento de una prima (Regina Blandón) que reúne todas las posibilidades para desintoxicar su ser regio: es vegana, lesbiana, microempresaria, vive sola, su novia es DJ, compra local y paga su propia renta. En el camino, Cindy se encuentra de frente con una galería completa de viñetas de la vida capitalina, desde el Salón Los Ángeles hasta una terraza lounge de Polanco, la redacción de una revista cosmopolita y una cena con chilaquiles caseros instantáneos.
Ese mismo material, en manos de cineastas comedieros menos hábiles (la lista es larga y creciente) habría resultado en un cuadro burdo de costumbres en donde los lugares comunes, frecuentemente clasistas, sexistas o simplemente añejos, se suceden hasta un final que, al pretender ser sorpresivo, se vuelve impredecible. En manos de Aguilar Mastretta y Limón, evitamos la mayoría de estos caminos, pues optan por sorpresas genuinas y risas que no minimizan la inteligencia del público popular. Si “Cindy la Regia” se convierte en fórmula, cruzaremos los dedos para que ésta sea bien aprendida. Y si es solo una excepción a la triste regla, habremos de atesorarla, porque del vendaval de comedias fáciles que nos inundan, hay muy pocas como ésta, que no se avergüenza ni de su encanto popular ni de su buena factura.