Por Pedro Paunero
Una soleada mañana de mediados del mes de mayo del año de 1889, una hermosa joven que iba acompañada de su madre, una anciana dama que se sostenía de su brazo y que caminaba con cansancio, se registró en el libro de huéspedes de un hotel de París,.
-¿De dónde proceden? –les preguntó el sonriente recepcionista.
-Somos inglesas y hemos llegado de la India-. Contestó la joven, sonriendo a la vez-. Vamos camino a casa y decidimos visitar la Exposición Universal.
El hombre leyó en el libro de huéspedes.
-¡Madame y Mademoiselle Pitcairn, bienvenidas!
El recepcionista les hizo entrega de las llaves de sus respectivas habitaciones, que habían pedido separadas. El botones, un chiquillo de rubios rizos que sobresalían debajo de su gorra, las acompañó al piso siguiente cargando las maletas con esfuerzo. Al subir las escaleras hicieron una pausa en el rellano y la muchacha notó la belleza de un florero que adornaba una mesa esquinera con un ramo de rosas de un rojo oscuro y aterciopelado sobre cuyos pétalos brillaba aún el rocío. Llegaron a sus cuartos y procedieron a acomodarse. Descansaron unos minutos. La muchacha se echó sobre la cama, repasó los objetos de la habitación. Miró el papel tapiz con flores de lis y deslizó los ojos sobre la mesita que olía a barniz nuevo. Entrecerró los ojos, todos los demás muebles y objetos se desvanecieron. La joven se adormiló. Despertó sobresaltada, se estaba haciendo tarde. Se echó agua en la cara, se maquilló, salió y encontró a su madre en el pasillo.
-Creí que no estarías lista, mamá. La verdad, me estaba quedando dormida –sonrió-. Por favor, recuerda los números de nuestras habitaciones –dijo, mirando los números en las puertas-: veinticuatro y veinticinco.
La anciana se tocaba el cuello y la hija lo notó.
-¿Qué tienes?
-No sé, algún bicho debió picarme.
-¿Se te está inflamando? –dijo la joven, echando un vistazo- Creo que no es nada.
Una mucama de largo y reluciente cabello negro le sonrió desde el fondo del pasillo. La muchacha le devolvió la sonrisa. Bajaron. La joven entregó las llaves al amable recepcionista y salieron. Detuvieron un coche de caballos y partieron por la calle. Las mujeres anduvieron juntas varias horas por el centro de la fascinante Ciudad Lux, por entonces un lugar único, anuncio, promotora y creadora de la llamada “modernidad”, sobre la que los ojos del mundo se posaban.
-¿Han visitado ya la Exposición Universal? –les preguntó a su vuelta el diligente recepcionista.
-¡Y la maravillosa y gigantesca Torre Eiffel! –añadió la sonriente joven- ¡A mi madre le encantó, aunque temía subir por el ascensor!
-Me encuentro muy cansada –expresó la madre-, y tengo un dolor de cabeza que de repente se me vuelve insoportable.
El recepcionista notó que la mujer sudaba y temblaba, víctima de escalofríos que la recorrían por momentos. Las mujeres subieron a sus habitaciones. La muchacha bajó al restaurante y cenó algo ligero. El recepcionista vio que iba sola.
-¿Cómo se encuentra su madre, Mademoiselle? –le preguntó con amabilidad.
-Debió coger algún catarro –explicó la joven-, no ha querido cenar… ¿Cree usted que debería llamar al médico?
-Tal vez sería lo mejor. No se preocupe –el recepcionista tocó el timbre y el botones acudió-: Ve a por el doctor Le Petit –le indicó-. Se trata del médico de guardia al servicio del hotel –explicó.
El médico subió con la muchacha a la habitación de la madre. Revisó a la mujer. Su cara experimentó una extraña transformación al revisar su cuello. Se dirigió a la hija.
-Mademoiselle… le daré una receta con el nombre del medicamento que tiene que ser preparado en el momento. En la misma apuntaré la dirección de la farmacia. Aborde el primer coche que encuentre en la calle y parta en seguida pues no hay farmacias abiertas a esta hora. Yo no puedo separarme de mi guardia… ¡Imagínese que otro huésped enfermara!
-¿No puede usted enviar al botones o a alguien más? –preguntó débilmente la madre, desde su lecho de enferma.
-¡No con el hotel lleno, Madame! –replicó el médico.
La muchacha salió aprisa, angustiada, y en su carrera derribó el florero que adornaba la mesa esquinera en el rellano de las escaleras, las hermosas rosas aterciopeladas se abrieron en abanico por el suelo, en medio de un derrame de agua perfumada. El recepcionista se acercó.
-¡Lo siento tanto… debo ir por medicina! –se disculpó la joven, bastante afectada.
-No se preocupe por esa nimiedad, haga lo que tiene que hacer. El doctor atenderá a su madre y yo estaré ahí para auxiliarlo.
La joven detuvo un coche y leyó la dirección escrita en la larga receta. A ella le pareció que atravesaban todo París. Por hacer algo miraba sin ver, de vez en cuando afuera, y se puso a leer por encima las instrucciones de la receta. Parecía un texto de alquimistas o algo parecido. ¿Serían claves sólo para entendidos? ¿Y por qué el médico había anotado las palabras “retenerla el tiempo más largo” y “sin dañarla, la precipitación nos perjudicaría”, que más bien, creyó, se referían a ella, entre palabras en latín y cantidades de sustancias, expresadas en gramos?
Llegó, por fin, a la farmacia y le entregó la receta a un hombre de rostro enjuto que le hizo sentarse en una silla mientras leía las instrucciones largamente escritas en la receta. En el hombre, las cejas sobre los ojos penetrantes y saltones se enarcaron en la máscara que tenía por cara.
-Soy ayudante del doctor Le Petit, Mademoiselle, sírvase esperar aquí, por favor.
El farmacéutico desapareció tras unas cortinas y la muchacha se quedó ahí, mirándolo todo: el reloj de pared con su péndulo implacable, los frascos de porcelana etiquetados con nombres latinos de plantas y las hileras de libros. El reloj marcaba pasadas las nueve cuando llegó, cansada cabeceó varias veces antes de ser despertada por el reloj que daba las doce de la noche. Soñolienta miro que un gato tuerto se deslizaba detrás de un mostrador polvoriento y una telaraña se agitó en la esquina superior del librero. Un pedazo de vida había terminado. Un drama diminuto en comparación con su drama personal.
El farmacéutico apareció con un frasco tan largo y estilizado como una botella de vino, envuelto en papel, y ella se sobresaltó. Se recuperó en seguida. Había que moverse, salir de ahí.
-¿Por qué ha tardado tanto? –le preguntó al farmacéutico, frotándose los ojos.
-Mademoiselle la receta es compleja, lleva varios ingredientes y hay que destilar y precipitar algunas sustancias, usando el sedimento después, es por eso que he demorado tanto… ¡Pero es muy efectiva!
-¿Cree que pueda encontrar un coche pronto?
-No se preocupe, haré que la lleven en el mío.
A la joven le pareció que el cochero daba vueltas en círculo antes de llegar al hotel y que tomaba dirección, después, por las mismas calles que la condujeran a la farmacia. Vio figuras altas y oscuras por las calles desiertas. Al llegar al hotel y dejarla, el cochero maltrató a los caballos con el fuete y partió aprisa, como huyendo. Ella subió la breve escalinata y el portero le abrió. Se dirigió a la recepción. El hombre la miró y le sonrió.
-¿Una habitación, Mademoiselle?
La muchacha se extrañó.
-¿Cómo está mi madre, el médico sigue con ella?
-¿Su madre?
-¿Está el médico con ella? –la joven echó una mirada a las llaves colgadas en los casilleros, detrás del hombre- ¿Está abierta la habitación?
-Mademoiselle, no le entiendo.
-Traigo el medicamento… -le enseñó el frasco envuelto.
-Mademoiselle, no comprendo…
La muchacha, visiblemente cansada, empezó a subir las escaleras. El recepcionista la siguió.
-¿A quién desea ver usted? –dijo el hombre, detrás de ella-. Si me lo dice quizá pueda ayudarla.
La joven llegó a las habitaciones. Estaban cerradas. Tocó a la puerta del número veinticinco. Un hombre desconocido y en ropa de cama abrió.
-¿Qué sucede? –dijo, molesto-. Mañana debo ir a una de las inauguraciones de la exposición. ¡Pedí que no me importunaran!
-¿Dónde está mi madre? –preguntó a la vez la muchacha, colándose en la habitación.
El hombre que ocupaba la habitación se hizo a un lado, asombrado.
-¿Qué es lo que pasa? –gritó- ¡Salga de esta habitación!
-Mademoiselle, está usted confundida –dijo el recepcionista-. Usted disculpe, señor embajador –se dirigió al hombre en ropa de cama-. Mademoiselle, haga el favor de acompañarme…
La joven salió y tras ella el recepcionista. Ella tenía unos ojos grandes y asustados. El embajador cerró detrás de ella, dando un portazo. La joven giró y tiró del picaporte de su propia habitación. No se abrió. Alguien se movió dentro y abrió la puerta.
-¿Qué sucede? –dijo una anciana desconocida, también preparada con ropa para la cama.
La muchacha entró como una ráfaga, a punto de derribar a la anciana a su paso. Estaba todavía más asustada. Miró el papel tapiz. Tenía motivos de rosas entrelazadas. Se dirigió a la mesita. La tocó. El barniz era viejo y oscuro por el tiempo. No reconoció los demás objetos y en el ambiente flotaba un aroma de tabaco. Las sábanas también eran otras y la anciana se había instalado a sus anchas: sobre un cenicero se consumía un cigarrillo y en una jaula piaba un nervioso canario.
-¿Qué está sucediendo? ¿Dónde está mi madre? –aquello era tan horrible que su mente buscó una salida frívola-: ¿Y mis cosas? –chilló, dirigiéndose al recepcionista-. ¿Dónde está mi equipaje?
-Mademoiselle, está cometiendo un gravísimo error… -el hombre se estrujaba los dedos-. Quizá se ha equivocado de hotel.
-¡No, no! –alzó la voz y salió al corredor otra vez- ¡Mi madre! ¿Qué han hecho con mi madre? –Se miró la mano, aferraba fuertemente el frasco envuelto- He traído la medicina, como me lo pidieron… ¡Mírela! ¡Mírela! –se la tendió ante los ojos- ¿Dónde está el médico?
-Usted debe estar confundida… Si lo desea le hago el favor de llamar al hotel de…
-¿Dónde está mi madre? –la joven gritó- Yo no me he equivocado de hotel… ¡Usted miente!
La mucama de larga cabellera negra vino en su ayuda. O eso quiso creer.
-¡Tú me viste! –corrió hacia la muchacha y la cogió por los hombros, mientras la mucama la miraba asustada- Me viste con mi madre… hace varias horas nos viste salir de estas habitaciones.
-Yo… yo jamás la he visto, Mademoiselle… jamás…
-¡Mamáaa! –gritó hacia el techo, volvió a gritar hacia las escaleras y hacia allá se dirigió-: ¡Mamáaa!- soltó el frasco, que rodó al tiempo que se desenvolvía y rebotó en los escalones una, dos, tres veces, antes de estallar y verter su contenido por la escalera.
En ese momento recordó el florero, las rosas y la mesa esquinera. No había florero ni rosas pero si la mesita esquinera. Se aferró a ese hecho, por endeble que fuera.
-Yo tiré y rompí un florero que estaba en esa mesa… ¡Ah, malditos! Por un instante creí que estaba equivocada… Pero ahí está la mesa… -Miró al botones de los rizos rubios bajo la gorra y que había acudido por la gritería-: ¡Y tú, existes, sí! Tú subiste nuestro equipaje. Dirás que no me has visto nunca ¿No es así?… ¡Pero ahí está la misma mesa!… Y apenas podías con mi equipaje… Ustedes han hecho algo con mi madre. ¡Ustedes…!
La joven salió a la calle. El aire fresco la golpeó en la cara, la tranquilizó, le dio esperanzas. Miró al frente, volteó a los lados, buscando. De la lejanía llegaba el sonido de música y risas. París no dormía. En la línea del horizonte se perfilaba la Torre Eiffel, hacia las nubes y diversos tipos de coches y varias razas de hombres en confusión. Echó a andar por la acera. En el callejón que quedaba entre el hotel y un edificio de piedra rosácea y que se levantaba, casi tan alto como el mismo hotel, encontró la basura. Sonrió triunfal cuando, removiendo entre los desperdicios de comida, dio con los pedazos del florero. Un coche pasaba por la calle, le hizo señas al cochero y este se detuvo.
El personal de la embajada británica la hospedó esa noche. Les había contado todo. Al día siguiente llegaron hasta el hotel. Ella iba radiante. Acabaría con ellos. Y su madre aparecería, cansada pero viva, porque estaría esperándola y le echaría los brazos al cuello y ella miraría, a la vez, en su cuello y no vería nada más que su piel blanca y pecosa.
Llegaron y hablaron con el recepcionista. Subieron y abrieron la puerta de la habitación veinticuatro. Luego la de la veinticinco. Subieron y abrieron. Subieron otra vez. Lo hicieron por veinticuatro veces. Por veinticinco. Y en cada ocasión las paredes eran otras y era otra la gente que las ocupaba. Y los objetos. Y el aire que ora olía a rosas, ora olía a tabaco, ora olía a medicamentos…
En su sueño ella miró una vez más al recepcionista que subía a la habitación de su madre. El médico, que miraba por la ventana, lo llamaba aparte.
-Tienes que ver esto –le decía-, ven, acércate.
Los hombres se acercaban a la cama de la enferma. El doctor apartaba un poco la sábana y descubría el cuello de la anciana.
-¡Caramba! –el recepcionista se echaba de golpe para atrás- ¿Qué es eso?
-Ganglios inflamados…
-Sí…
Los hombres, recortados sobre la ventana, miraron a la vez a la enferma. Tenían el horror dibujado en los rostros. La Torre Eiffel era una aguja hipodérmica a lo lejos y horadaba un cielo desgarrado en rojo.
-¡La peste! –dijeron al unísono.
Suben una vez más. Ella adelanta la mano y gira el picaporte. La habitación con las paredes acolchadas se abre ante ella, blanca y caliente.
-¡Cambiaron la tapicería! ¡Lo sé! ¡Eso hicieron!… Porque ¿sabes? –el enfermero la empuja un poco pero ella opone resistencia, entonces él tira de una de las mangas de la camisa de fuerza que la envuelve y la aprieta y la mantiene caliente y la hace entrar- ¡Yo descubrí el jarrón roto en la basura! ¡Sí, eso los inculpa, eso los inculpa! ¿Qué hicieron con su cuerpo, eh, qué hicieron con su cuerpo? –ríe-: ¡Yo vi el florero hecho pedazos!
Cae sentada sobre el suelo acolchado. El enfermero cierra y la deja ahí, pero ella sabe que tiene razón. Que tiene razón. Había descubierto el jarrón hecho pedazos después de todo ¿O no? Lo que no comprende es por qué la han encerrado y se está perdiendo el espectáculo y la vista de la Torre Eiffel y los pabellones internacionales y ve que su madre danza y baila el último tango…
La leyenda de la habitación fantasma y de la dama que desaparece es una célebre historia que viene circulando desde fines del Siglo XIX. En líneas generales dice lo siguiente: una joven británica, acompañada por su madre anciana, llega desde la India a hospedarse en un hotel de París, durante las festividades inaugurales de la Torre Eiffel y de la Exposición Universal. Ocupan habitaciones separadas. La anciana cae enferma. El médico del hotel revisa a la mujer y envía a la hija por medicinas. A su vuelta el personal del hotel niega conocerla. Hace que la suban a sus habitaciones pero ni la madre aparece ni las habitaciones parecen ser las mismas. Incluso el papel tapiz es distinto. La muchacha acude pidiendo ayuda a la embajada británica. A pesar de recibir la ayuda necesaria, el asunto jamás se aclara, y ella termina en un manicomio. Las especulaciones en torno al por qué el personal del hotel se habría puesto de acuerdo en negar la existencia de la madre, y de la habitación, apuntan a que el médico habría reconocido en ella a una víctima de la peste. La habrían hecho desaparecer y así el negocio no se habría visto afectado.
Se ha vuelto una convención el considerar a la película “Historias tenebrosas” (Unheimliche Geschichten) de Richard Oswald, como al primer largometraje de terror de la historia, si bien existen películas anteriores (también largometrajes) que contienen elementos terroríficos y fantásticos, o pueden considerarse cintas de suspenso, sin embargo, esta cinta en particular, se adelanta a la productora británica “Amicus” (competidora de la mítica “Hammer”, que resucitara los temas y monstruos clásicos de la Universal), al componerse por cinco episodios, a cada uno de los cuales se les da el crédito autoral, unidos mediante el recurso narrativo de la lectura que, de unos libros en la biblioteca de un anticuario, llevan a cabo tres personajes fantasmales, el diablo (Reinhold Schünzel), la muerte (Conrad Veit) y una prostituta (Anita Berber) que brotan de unos cuadros que cuelgan de las paredes. Dos de estas pinturas vivientes, el diablo y la muerte, competirán por la atención de la prostituta, y será este trío, el protagonista de todas las historias.
El primero de estos, “La aparición” (publicado como cuento en 1912), de Anselma Heine, tiene como particularidad narrar por primera vez los acontecimientos de la “leyenda de la habitación fantasma”, que Alfred Hitchcock contaría mejor en “La dama desaparece” (The Lady Vanishes) que rodaría en 1938.
En el filme que nos ocupa una mujer apenas escapa de su sádico ex esposo, que ha intentado asesinarla. En un tren conoce a un hombre a quien cuenta su desgracia. Llegan a un hotel y ocupan habitaciones distintas. La mujer pronto sucumbirá a los escarceos amorosos de su nuevo amigo, al mismo tiempo que su ex marido alcance al hotel, persiguiéndola. Cuando el amante, tras una noche de juerga, se ilusione con visitar a la mujer en su habitación, encontrará vacío y destrozado el cuarto, a la par que se cruzará con el loco en el pasillo. Al día siguiente, convencido de que se ha equivocado de habitación, la encuentra aparentemente intacta. Y vacía. Sospechosamente todo el personal del hotel jurará que la mujer, con la que él ha llegado una noche antes, no existe, que él había llegado solo y que el nombre de ella no figura en el registro, e incluso la policía afirmará lo mismo, a la vez que el sádico jure que ha sido el amante quien se ha deshecho de la mujer. La conclusión sigue a la leyenda a pie juntillas: la desaparición del cadáver, la quema del mobiliario y la restauración de la habitación, debida a la muerte, por peste, de la mujer, convirtiendo al personaje del marido desquiciado en una mera trampa literaria.
El argumento de “La dama desaparece” es el siguiente: una joven inglesa de nombre Iris (Margaret Lockwood), de viaje en tren a los Balcanes, conoce a una encantadora viejecita, Miss Froy (Dame May Whitty). Durante el viaje la anciana desaparece. La joven la busca desesperadamente pero todo el mundo a bordo del tren niega haberla conocido o visto siquiera. A punto de enloquecer, Iris recuerda un mensaje escrito por la anciana en el cristal de la ventanilla del carro dormitorio que compartía con ella.
En un típico film hitchcockiano, con sus giros en aras del suspenso, el tren es desviado de curso por una vía alterna y emboscado en una secuencia que recuerda a las de un western, con todo y balacera. En ese momento reaparece la anciana, que había sido amordazada y atada, y se descubre como una espía en medio de un tren que está atestado de espías, una agente secreto que tiene que entregar cierta clave (uno de los célebres Macguffins del maestro Hitch, pues la clave es musical) en Scotland Yard. La joven inglesa y un especialista en música (Michael Redgrave), que se interesa románticamente en ella, ayudarán a la anciana a escapar del tren. La idea central de la película, que es la misma que sostiene a la leyenda de la habitación fantasma, fue tomada por Ethel Lina White para su novela The Wheel Spins, en la cual se basaron Sydney Gilliat y Frank Launder para el guion de la cinta.
Hitchcock retomó el argumento de “La dama desaparece” en el film que se hizo para la serie Alfred Hitchcock, presenta en 1955, en el capítulo 5 de su primera temporada, bajo el título de “La dama desaparecida” (Into Thin Air) y que fuera dirigido por Don Medford. En este episodio se lleva la leyenda directamente a la pantalla chica. Madre e hija (interpretada por Pat Hitchcock), se hospedan en el Hotel Madeleine. Desde la primera escena no parecen tomárselo en serio y Pat se decanta hacia una interpretación que raya en la comedia. Al llegar al hotel, ya repleto, se les da una sola habitación a ambas mujeres, que ya habían reservado, vía telegráfica, desde la India. Su madre enferma. El médico revisa a la madre y sólo dice que tiene una ligera fiebre, pero nosotros nos percatamos de su preocupación. Envía a la hija a su propia casa, en su propio carruaje, a que su esposa le prepare el medicamento. Le asegura que debe ir en persona pues no hay teléfono en el hotel ni es su casa. La mujer demora demasiado, le entrega el medicamento y, en el momento en que sale de la casa oímos sonar un teléfono. Cuando la hija regresa la desconoce el recepcionista, el botones y la mucama, todo el personal que antes le atendiera a su llegada al hotel. Con las personas de la embajada descubrirá que el papel tapiz de las paredes ha sido cambiado, que su madre ha muerto y que se han desecho de su cuerpo debido a la peste bubónica que contrajera.
En mi propia versión he añadido el florero roto como elemento que la distinga de las otras versiones pero he respetado, en lo general, los elementos primordiales de la leyenda. No dejé pasar un hecho significativo y que la mayoría de las reinvenciones y refundaciones de la historia pasan por alto: la posibilidad (en caso de que la leyenda fuera cierta) de que la muchacha sí mostrara indicios de locura. En esa confusión sería difícil separar los hechos reales de los alucinados.
En la presentación del episodio el mismo Hitchcock recuerda que él mismo había rodado La dama desparece usando dicho argumento y que existen dos novelas sobre el suceso. Una debe ser The Wheels Spins, en la cual se basó la película. También cita el libro Mientras arde Roma de Alexander Woollcot, que menciona el supuesto hecho y que se incluye en su ensayo The Vanishing Lady, que trata de dar con la solución al caso (algunos aspectos de la leyenda pueden haber tenido origen en hechos reales) pero sin una conclusión definitiva. La historia era, de manera obvia, demasiado rentable para dejarla pasar. Por ejemplo, en Intriga internacional (North by Northwest, 1959) repite parte del tópico: Roger O. Thornhill (Cary Grant) ha estado una noche antes en una fiesta en una mansión, al día siguiente los habitantes de la casa niegan conocerle y el mobiliario luce diferente o cambiado.
En “El cine según Hitchcock”, de Francois Truffaut, leemos cómo contó dicha leyenda el director británico a su admirador y joven homónimo francés. Rodada unas tres o cuatro veces (no remakes sino versiones de la misma leyenda urbana), Hitchcock consideraba la historia como a una auténtica fantasía. Una de esas películas mencionadas por Hitchcock es Extraño suceso (So Long at the Fair, aka. The Black Curse, Terence Fisher y Anthony Darnborough, 1950); en esta cinta una pareja de hermanos Vicky y Johnny Barton (formada por los actores David Tomlison y Jean Simmons), arriban a París vía Marsella. Se hospedan en el Hotel del Unicornio (la muchacha le pide al hermano firmar en el libro, hecho significativo al momento de alegar que ella ha llegado sola, cuando el personal del hotel la desconozca). Asisten al Moulin Rouge, donde Johnny le presta cincuenta francos a George Hathaway (Dirk Bogarde), un pintor a quien recién conocen durante el espectáculo, y le da la dirección del hotel y el número de habitación, para que acuda a devolverle el dinero. En esta versión será Johnny quien enferme y desaparezca y George y Vicky se unirán en su búsqueda. El descubrimiento, por parte de George, de seis balcones pero sólo cinco habitaciones en la planta donde se hospedaran los hermanos, les llevará a dar con la habitación fantasma. Al final todo termina más o menos bien, con el hermano enfermo de gravead, pero cuya en cuya vida aún se vislumbra una débil esperanza.
La leyenda fue contada tantas veces que, por lo menos, existe un testimonio de la prensa que da cuenta del suceso, pero en el que se cambia la nacionalidad de la dama desaparecida y que arriba a París no con una, sino con dos hijas y que, en esta versión, enferma de la viruela negra. Se trata de una crónica que fue publicada en el The Salt Lake Herald del lunes 15 de noviembre de 1897, en su página cinco, bajo el titular A Mistery of Paris. Remarkable Disappearance of an American Woman From a French Hotel, firmada por Nancy V. M´Clelland.
La idea de una ciudad apestada en secreto, pero que se sostiene por el turismo y, por consiguiente, pone en riesgo su prosperidad económica si su secreto mortal fuera descubierto, es esencial, también, en el desarrollo de la novela de Thomas Mann, Muerte en Venecia.